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Tercero libro de Galatea

El regocijado alboroto que con la ocasión de las bodas de Daranio aquella noche en el aldea había, no fue parte para que Elicio, Tirsi, Damón y Erastro dejasen de acomodarse en parte donde, sin ser de alguno estorbados, pudiese seguir Silerio su comenzada historia. El cual, después que todos juntos grato silencio le prestaron, siguió desta manera:

–«Con las fingidas estancias de Blanca que os he dicho que a Timbrio dije, quedó él satisfecho de que mi pena procedía, no de amores de Nísida, sino de su hermana. Y, con este seguro, pidiéndome perdón de la falsa imaginación que de mí había tenido, me tornó a encargar su remedio. Y así, yo, olvidado del mío, no me descuidé un punto de lo que al suyo tocaba. Algunos días se pasaron, en los cuales la fortuna no me mostró tan abierta ocasión como yo quisiera para descubrir a Nísida la verdad de mis pensamientos, aunque ella siempre me preguntaba cómo a mi amigo en sus amores le iba, y si su dama tenía ya alguna noticia dellos. A lo que yo le dije que todavía el temor de ofenderla no me dejaba aventurar a decirle cosa alguna. De lo cual Nísida se enojaba mucho, y me llamaba cobarde y de poca discreción, añadiendo a esto que, pues yo me acobardaba, o que Timbrio no sentía el dolor que yo dél publicaba, o que yo no era tan verdadero amigo suyo como decía. Todo esto fue parte para que me determinase y en la primera ocasión me descubriese, como lo hice un día que sola estaba, la cual escuchó con estraño silencio todo lo que decirle quise; y yo, como mejor pude, le encarecí el valor de Timbrio, el verdadero amor que le tenía, el cual era de suerte que me había movido a mí a tomar tan abatido ejercicio como era el de truhán, sólo por tener lugar de decirle lo que le decía, añadiendo a éstas otras razones que a Nísida le debió parecer que lo eran. Mas no quiso mostrar entonces por palabras lo que después con obras no pudo tener cubierto; antes, con gravedad y honestidad estraña, reprehendió mi atrevimiento, acusó mi osadía, afeó mis palabras y desmayó mi confianza; pero no de manera que me desterrase de su presencia, que era lo que yo más temía. Sólo concluyó con decirme que de allí adelante tuviese más cuenta con lo que a su honestidad era obligado, y procurase que el artificio de mi mentido hábito no se descubriese. Conclusión fue esta que cerró y acabó la tragedia de mi vida, pues por ella entendí que Nísida daría oídos a las quejas de Timbrio.

»¿En qué pecho pudo caber ni puede el estremo de dolor que entonces en el mío se encerraba, pues el fin de su mayor deseo era el remate y fin de su contento? Alegrábame el buen principio que al remedio de Timbrio había dado, y esta alegría en mi pesar redundaba, por parecerme, como era la verdad, que en viendo a Nísida en poder ajeno el proprio mío se acababa. ¡Oh fuerza poderosa de verdadera amistad, a cuánto te estiendes y a cuánto me obligaste, pues yo mismo, forzado de tu obligación, afilé con mi industria el cuchillo que había de degollar mis esperanzas, las cuales, muriendo en mi alma, vivieron y resucitaron en la de Timbrio cuando de mí supo todo lo que con Nísida pasado había! Pero ella andaba tan recatada con él y conmigo, que nunca de todo punto dio a entender que de la solicitud mía y amor de Timbrio se contentaba, ni menos se desdeñó de suerte que sus sinsabores y desvíos hiciesen a los dos abandonar la empresa, hasta que, habiendo llegado a noticia de Timbrio cómo su enemigo Pransiles –aquel caballero a quien él había agraviado en Jerez–, deseoso de satisfacer su honra, le enviaba a desafiar, señalándole campo franco y seguro en una tierra del estado del duque de Gravina, dándole término de seis meses, desde entonces hasta el día de la batalla. El cuidado deste aviso no fue parte para que se descuidase de lo que a sus amores convenía; antes, con nueva solicitud mía y servicios suyos, vino a estar Nísida de manera que no se mostraba esquiva aunque la mirase Timbrio y en casa de sus padres visitase, guardando en todo tan honesto decoro, cuanto a su valor era obligada. Acercándose ya el término del desafío, y viendo Timbrio serle inescusable aquella jornada, determinó de partirse, y, antes que lo hiciese, escribió a Nísida una carta tal, que acabó con ella en un punto lo que yo en muchos meses atrás y en muchas palabras no había comenzado. Tengo la carta en la memoria, y, por hacer al caso de mi cuento, no os dejaré de decir que así decía:

Timbrio a Nísida

Salud te envía aquél que no la tiene,

Nísida, ni la espera en tiempo alguno

si por tus manos mismas no le viene.

El nombre aborrescible de importuno

temo me adquirirán estos renglones,

escriptos con mi sangre de uno en uno.

Mas, la furia cruel de mis pasiones

de tal modo me turba, que no puedo

huir las amorosas sinrazones.

Entre un ardiente osar y un frío miedo,

arrimado a mi fe y al valor tuyo,

mientras ésta rescibes triste quedo,

por ver que en escrebirte me destruyo,

si tienes a donaire lo que digo

y entregas al desdén lo que no es suyo.

El cielo verdadero me es testigo

si no te adoro desde el mesmo punto

que vi ese rostro hermoso y mi enemigo.

El verte y adorarte llegó junto;

porque, ¿quién fuera aquél que no adorara

de un ángel bello el sin igual trasumpto?

Mi alma tu belleza, al mundo rara,

vio tan curiosamente que no quiso

en el rostro parar la vista clara.

Allá en el alma tuya un paraíso

fue descubriendo de bellezas tantas,

que dan de nueva gloria cierto aviso.

Con estas ricas alas te levantas

hasta llegar al cielo, y en la tierra

al sabio admiras y al que es simple espantas.

Dichosa el alma que tal bien encierra,

y no menos dichoso el que por ella

la suya rinde a la amorosa guerra.

En deuda soy a mi fatal estrella,

que me quiso rendir a quien encubre

en tan hermoso cuerpo alma tan bella.

Tu condición, señora, me descubre

el desengaño de mi pensamiento,

y de temor a mi esperanza cubre.

Pero, en fe de mi justo honroso intento,

hago buen rostro a la desconfianza,

y cobro al postrer punto nuevo aliento.

Dicen que no hay amor sin esperanza;

pienso que es opinión, que yo no espero,

y del amor la fuerza más me alcanza.

Por sola tu bondad te adoro y quiero,

atraído también de tu belleza,

que fue la red que amor tendió primero

para atraer con rara subtileza

al alma descuidada libre mía

al amoroso ñudo y su estrecheza.

Sustenta amor su mando y tiranía

con cualquiera belleza en algún pecho;

pero no en la curiosa fantasía,

que mira, no de amor el lazo estrecho

que tiende en los cabellos de oro fino,

dejando al que los mira satisfecho,

ni en el pecho, a quien llama alabastrino

quien del pecho no pasa más adentro,

ni en el marfil del cuello peregrino,

sino del alma el escondido centro

mira, y contempla mil bellezas puras

que le acuden y salen al encuentro.

Mortales y caducas hermosuras

no satisfacen a la inmortal alma,

si de la luz perfecta no anda a escuras.

Tu sin igual virtud lleva la palma

y los despojos de mis pensamientos,

y a los torpes sentidos tiene en calma.

Y en esta subjeción están contentos,

porque miden su dura amarga pena

con el valor de tus merescimientos.

Aro en el mar y siembro en el arena

cuando la fuerza estraña del deseo

a más que a contemplarte me condemna.

Tu alteza entiendo, mi bajeza veo,

y, en estremos que son tan diferentes,

ni hay medio que esperar ni le poseo.

Ofrécense por esto inconvinientes

tantos a mi remedio, cuantas tiene

el cielo estrellas y la tierra gentes.

Conozco lo que al alma le conviene,

sé lo mejor, y a lo peor me atengo,

llevado del amor que me entretiene.

Mas ya, Nísida bella, al paso vengo,

de mí con mortal ansia deseado,

do acabaré la pena que sostengo.

El enemigo brazo levantado

me espera, y la feroz aguda espada,

contra mí con tu saña conjurado.

Presto será tu voluntad vengada

del vano atrevimiento desta mía,

de ti sin causa alguna desechada.

Otro más duro trance, otra agonía,

aunque fuera mayor que de la muerte

no turbara mi triste fantasía,

si cupiera en mi corta amarga suerte

verte de mis deseos satisfecha,

así como al contrario puedo verte.

La senda de mi bien hállola estrecha;

la de mi mal, tan ancha y espaciosa,

cual de mi desventura ha sido hecha.

Por ésta corre airada y presurosa

la muerte, en tu desdén fortalecida,

de triunfar de mi vida deseosa.

Por aquélla mi bien va de vencida,

de tu rigor, señora, perseguido,

qu’es el que ha de acabar mi corta vida.

A términos tan tristes conducido

me tiene mi ventura, que ya temo

al enemigo airado y ofendido,

sólo por ver qu’el fuego en que me quemo

es yelo en ese pecho, y esto es parte

para que yo acobarde al paso estremo;

que si tú no te muestras de mi parte,

¿a quién no temerá mi flaca mano,

aunque más le acompañe esfuerzo y arte?

Pero si me ayudaras, ¿qué romano

o griego capitán me contrastara,

que al fin su intento no saliera vano?

Por el mayor peligro me arrojara,

y de las fieras manos de la muerte

los despojos seguro arrebatara.

Tú sola puedes levantar mi suerte

sobre la humana pompa, o derribarla

al centro do no hay bien con que se acierte;

que, si como ha podido sublimarla

el puro amor, quisiera la fortuna

en la difícil cumbre sustentarla,

subida sobre el cielo de la luna

se viera mi esperanza, que ahora yace

en lugar do no espera en cosa alguna.

Tal estoy ya, que ya me satisface

el mal que tu desdén airado, esquivo,

por tan estraños términos me hace,

sólo por ver que en tu memoria vivo,

y que te acuerdas, Nísida, siquiera

de hacerme mal, que yo por bien rescibo.

Con más facilidad contar pudiera

del mar los granos de la blanca arena,

y las estrellas de la octava esfera,

que no las ansias, el dolor, la pena

a qu’el fiero rigor de tu aspereza,

sin haberte ofendido, me condemna.

No midas tu valor con mi bajeza,

que al respecto de tu ser famoso,

por tier[r]a quedará cualquiera alteza.

Así cual soy te amo, y decir oso

que me adelanto en firme enamorado

al más subido término amoroso.

Por esto no merezco ser tratado

como enemigo; antes, me parece

que debría de ser remunerado.

Mal con tanta beldad se compadece

tamaña crueldad, y mal asienta

ingratitud do tal valor floresce.

Quisiérate pedir, Nísida, cuenta

de un alma que te di: ¿dónde la echaste,

o cómo, estando ausente, me sustenta?

Ser señora de un alma no aceptaste;

pues, ¿qué te puede dar quien más te quiera?

¡Cuán bien tu presumpción aquí mostra[s]te!

Sin alma estoy desde la vez primera

que te vi, por mi mal y por bien mío,

que todo fuera mal si no te viera.

Allí el freno te di de mi albedrío,

tú me gobiernas, por ti sola vivo,

y aun puede mucho más tu poderío.

En el fuego de amor puro me avivo

y me deshago, pues, cual fénix, luego

de la muerte de amor vida rescibo.

En fe desta mi fe, te pido y ruego

sólo que creas, Nísida, que es cierto

que vivo ardiendo en amoroso fuego,

y que tú puedes ya, después de muerto,

reducirme a la vida, y en un punto

del mar airado conducirme al puerto;

que está para conmigo en ti tan junto

el querer y el poder, que es todo uno,

sin discrepar y sin faltar un punto;

y acabo, por no ser más importuno.

»No sé si las razones desta carta, o las muchas que yo antes a Nísida había dicho, asegurándole el verdadero amor que Timbrio la tenía, o los continuos servicios de Timbrio, o los cielos, que así lo tenían ordenado, movieron las entrañas de Nísida para que, en el punto que la acabó de leer, me llamase y con lágrimas en los ojos me dijese: "¡Ay, Silerio, Silerio, y cómo creo que a costa de la salud mía has querido granjear la de tu amigo! Hagan los hados, que a este punto me han traído, con las obras de Timbrio verdaderas tus palabras. Y si las unas y las otras me han engañado, tome de mi ofensa venganza el cielo, al cual pongo por testigo de la fuerza que el deseo me hace, para que no le tenga más encubierto. Mas ¡ay, cuán liviano descargo es éste para tan pesada culpa, pues debiera yo primero morir callando porque mi honra viviera, que, con decir lo que agora quiero decirte, enterrarla a ella y acabar mi vida!" Confuso me tenían estas palabras de Nísida, y más el sobresalto con que las decía; y, queriendo con las mías animarla a que sin temor alguno se declarase, no fue menester importunarla mucho, que al fin me dijo que no sólo amaba, pero que adoraba a Timbrio, y que aquella voluntad tuviera ella cubierta siempre, si la forzosa ocasión de la partida de Timbrio no la forzara a descubrirla.

»Cuál yo quedé, pastores, oyendo lo que Nísida decía y la voluntad amorosa que tener a Timbrio mostraba, no es posible encarecerlo, y aun es bien que carezca de encarecimiento dolor que a tanto se estiende; no porque me pesase de ver a Timbrio querido, sino de verme a mí imposibilitado de tener jamás contento, pues estaba y está claro que ni podía, ni puedo vivir sin Nísida, a la cual, como otras veces he dicho, viéndola en ajenas manos puesta, era enajenarme yo de todo gusto. Y si alguno la suerte en este trance me concedía, era considerar el bien de mi amigo Timbrio, y esto fue parte para que no llegase a un mesmo punto mi muerte. Y la declaración de la voluntad de Nísida escuchéla como pude, y aseguréla como supe de la entereza del pecho de Timbrio, a lo cual ella me respondió que ya no había necesidad de asegurarle aquello, porque estaba de manera que no podía, ni le convenía, dejar de creerme, y que sólo me rogaba, si fuese posible, procurase de persuadir a Timbrio buscase algún medio honroso para no venir a batalla con su enemigo; y, respondiéndole yo ser esto imposible sin quedar deshonrado, se sosegó, y, quitándose del cuello unas preciosas reliquias, me las dio para que a Timbrio de su parte las diese. Quedó ansimesmo concertado entre los dos que ella sabía que sus padres habían de ir a ver el combate de Timbrio, y que llevarían a ella y a su hermana consigo; mas, porque no le bastaría el ánimo de estar presente al riguroso trance de Timbrio, que ella fingiría estar mal dispuesta, con la cual ocasión se quedaría en una casa de placer donde sus padres habían de posar, que media legua estaba de la villa donde se había de hacer el combate; y que allí esperaría su buena o mala suerte, según la tuviese Timbrio. Mandóme también que, para acortar el deseo que tendría de saber el suceso de Timbrio, que llevase yo conmigo una toca blanca que ella me dio, y que si Timbrio venciese, me la atase al brazo y volviese a darle las nuevas; y si fuese vencido, que no la atase, y así ella sabría por la señal de la toca desde lejos el principio de su contento o el fin de su vida.

»Prometíle de hacer todo lo que me mandaba, y, tomando las reliquias y la toca, me despedí della, con la mayor tristeza y el mayor contento que jamás tuve: mi poca ventura causaba la tristeza, y la mucha de Timbrio el alegría. Él supo de mí lo que de parte de Nísida le llevaba, y quedó con ello tan lozano, contento y orgulloso, que el peligro de la batalla que esperaba por ninguno le tenía, pareciéndole que en ser favorescido de su señora, aun la mesma muerte contrastar no le podría. Paso agora en silencio los encarecimientos que Timbrio hizo para mostrarse agradecido a lo que a mi solicitud debía, porque fueron tales, que mostraba estar fuera de seso tratando en ello.

»Esforzado, pues, y animado con esta buena nueva, comenzó a aparejar su partida, llevando por padrinos un principal caballero español y otro napolitano. Y a la fama deste particular duelo, se movió a verlo infinita gente del reino, y yendo también allá los padres de Nísida, llevando con ellos a ella y a su hermana Blanca. Y, como a Timbrio tocaba escoger las armas, quiso mostrar que no en la ventaja dellas, sino en la razón que tenía fundaba su derecho; y así, las que escogió fueron espada y daga, sin otra arma defensiva alguna. Pocos días faltaban al término señalado, cuando de la ciudad de Nápoles se partieron, con otros muchos caballeros, Nísida y sus padres, habiendo llegado primero ella, acordá[n]dome muchas veces que no se olvidase nuestro concierto. Pero mi cansada memoria, que jamás sirvió sino de acordarme solas las cosas de mi desgusto, por no mudar su condición, se olvidó tanto de lo que Nísida me había dicho, cuanto vio que convenía para quitarme la vida, o, a lo menos, para ponerme en el miserable estado en que agora me veo.»

Con grande atención estaban los pastores escuchando lo que Silerio contaba, cuando interrompió el hilo de su cuento la voz de un lastimado pastor que entre unos árboles cantando estaba, y no tan lejos de las ventanas de la estancia donde ellos estaban que dejase de oírse todo lo que decía. La voz era de suerte que puso silencio a Silerio, el cual en ninguna manera quiso pasar adelante, antes rogó a los demás pastores que la escuchasen, pues, "para lo poco que de mi cuento quedaba, tiempo habría de acabarlo". Hiciéraseles de mal esto a Tirsi y Damón, si no les dijera Elicio:

–Poco se perderá, pastores, en escuchar al desdichado Mireno –que, sin duda, es el pastor que canta–, y a quien ha traído la fortuna a términos que imagino que no espera él ninguno en su contento.

–¿Cómo le ha de esperar –dijo Erastro–, si mañana se desposa Daranio con la pastora Silveria, con quien él pensaba casarse? Pero en fin, han podido más con los padres de Silveria las riquezas de Daranio que las habilidades de Mireno.

–Verdad dices –replicó Elicio–, pero con Silveria más había de poder la voluntad que de Mireno tenía conocida que otro tesoro alguno; cuanto más, que no es Mireno tan pobre que, aunque Silveria se casara con él, fuera su necesidad notada.

Por estas razones que Elicio y Erastro dijeron, creció el deseo en los pastores de escuchar lo que Mireno cantaba. Y así, rogó Silerio que más no se hablase, y todos con atento oído se pararon a escucharle, el cual, afligido de la ingratitud de Silveria, viendo que otro día con Daranio se desposaba, con la rabia y dolor que le causaba este hecho, se había salido de su casa, acompañado de solo su rabel; y, convidándole la soledad y silencio de un pequeño pradecillo que junto a las paredes de la aldea estaba, y confiado que en tan sosegada noche ninguno le escucharía, se sentó al pie de un árbol, y, templando su rabel, desta manera cantando estaba:

Mireno

Cielo sereno, que con tantos ojos

los dulces amorosos hurtos miras,

y con tu curso alegras o entristeces

a aquel que en tu silencio sus enojos

a quien los causa dice, o al que retiras

de gusto tal y espacio no le ofreces:

si acaso no careces

de tu benignidad para conmigo,

pues ya con sólo hablar me satisfago,

y sabes cuanto hago,

no es mucho que ahora escuches lo que digo,

que mi voz lastimera

saldrá con la doliente ánima fuera.

Ya mi cansada voz, ya mis lamentos

bien poco ofenderán al aire vano,

pues a término tal soy reducido,

que ofrece amor a los airados vientos

mis esperanzas, y en ajena mano

ha puesto el bien que tuve merescido.

Será el fruto cogido

que sembró mi amoroso pensamiento

y regaron mis lágrimas cansadas,

por las afortunadas

manos a quien faltó merescimiento

y sobró la ventura,

que allana lo difícil y asegura.

Pues el que vee su gloria convertida

en tan amarga dolorosa pena,

y tomando su bien cualquier camino,

¿por qué no acaba la enojosa vida?

¿Por qué no rompe la vital cadena

contra todas las fuerzas del destino?

Poco a poco camino

al dulce trance de la amarga muerte,

y así, atrevido aunque cansado brazo,

sufrid el embarazo

del vivir, pues ensalza nuestra suerte

saber que a amor le place

qu’el dolor haga lo qu’el hierro hace.

Cierta mi muerte está, pues no es posible

que viva aquél que tiene la esperanza

tan muerta y tan ajeno está de gloria;

pero temo que amor haga imposible

mi muerte, y que una falsa confianza

dé vida, a mi pesar, a la memoria.

Mas, ¿qué?, si por la historia

de mis pasados bienes la poseo,

y miro bien que todos son pasados,

y los graves cuidados

que triste agora en su lugar poseo,

ella será más parte

para que della y del vivir me aparte.

¡Ay, bien único y solo al alma mía,

sol que mi tempestad aserenaste,

término del valor que se desea!

¿Será posible que se llega el día

donde he de conocer que me olvidaste,

y que permita amor que yo le vea?

Primero que esto sea,

primero que tu blanco hermoso cuello

esté de ajenos brazos rodeado,

primero que el dorado

–oro es mejor decir– de tu cabello

a Daranio enriquezca,

con fenecer mi vida el mal fenezca.

Nadie por fe te tuvo merescida

mejor que yo; mas veo que es fe muerta

la que con obras no se manifiesta.

Si se estimara el entregar la vida

al dolor cierto y a la gloria incierta,

pudiera yo esperar alegre fiesta;

mas no se admite en esta

cruda ley que amor usa el buen deseo,

pues es proverbio antiguo entre amadores,

que son obras amores;

y yo, que por mi mal sólo poseo

la voluntad de hacellas,

¿qué no m’ha de faltar faltando en ellas?

En ti pensaba yo que se rompiera

esta ley del avaro amor usada,

pastora, y que los ojos levantaras

a una alma de la tuya prisionera,

y a tu proprio querer tan ajustada,

que si la conoscieras, la estimaras.

Pensé que no trocaras

una fe que dio muestras de tan buena

por una que quilata sus deseos

con los vanos arreos

de la riqueza, de cuidados llena:

entregástete al oro,

por entregarme a mí contino al lloro.

Abatida pobreza, causadora

deste dolor que me atormenta el alma,

aquel te loa que jamás te mira.

Turbóse en ver tu rostro mi pastora,

a su amor tu aspereza puso en calma;

y así, por no encontrarte, el pie retira.

Mal contigo se aspira

a conseguir intentos amorosos:

tú derribas las altas esperanzas,

y siembras mil mudanzas

en mujeriles pechos codiciosos;

tú jamás perfecionas

con amor el valor de las personas.

Sol es el oro cuyos rayos ciegan

la vista más aguda, si se ceba

en la vana apariencia del provecho.

A liberales manos no se niegan

las que gustan de hacer notoria prueba

de un blando, codicioso, hermoso pecho.

Oro tuerce el derecho

de la limpia intención y fe sincera,

y más que la firmeza de un amante,

acaba un diamante,

pues su dureza vuelve un pecho cera,

por más duro que sea,

pues se le da con él lo que desea.

De ti me pesa, dulce mi enemiga,

que tantas tuyas puras perfectiones

con una avara muestra has afeado.

Tanto del oro te mostraste amiga,

que echaste a las espaldas mis pasiones

y al olvido entregaste mi cuidado.

En fin, ¡que te has casado!

¡Casado te has, pastora! El cielo haga

tan buena tu electión como querrías,

y de las penas mías

injustas no rescibas justa paga;

mas, ¡ay!, que el cielo amigo

da premio a la virtud, y al mal, castigo.

Aquí dio fin a su canto el lastimado Mireno, con muestras de tanto dolor, que le causó a todos los que escuchándole estaban, principalmente a los que le conocían y sabían sus virtudes, gallarda dispusición y honroso trato. Y, después de haber dicho entre los pastores algunos discursos sobre la estraña condición de las mujeres, en especial sobre el casamiento de Silveria, que, olvidada del amor y bondad de Mireno, a las riquezas de Daranio se había entregado, deseosos de que Silerio diese fin a su cuento, puesto silencio a todo, sin ser menester pedírselo, él comenzó a seguir diciendo:

–«Llegado, pues, el día del riguroso trance, habiéndose quedado Nísida media legua antes de la villa en unos jardines, como conmigo había concertado, con escusa que dio a sus padres de no hallarse bien dispuesta, al partirme della me encargó la brevedad de mi tornada con la señal de la toca, porque, en traerla o no, ella entendiese el bueno o el mal suceso de Timbrio. Tornéselo yo a prometer, agraviándome de que tanto me lo encargase; y con esto me despedí della y de su hermana, que con ella se quedaba. Y, llegado al puesto del combate, y llegada la hora de comenzarle, después de haber hecho los padrinos de entrambos las ceremonias y amonestaciones que en tal caso se requieren, puestos los dos caballeros en el estacado, al temeroso son de una ronca trompeta, se acometieron con tanta destreza y arte que causaba admiración en quien los miraba. Pero el amor, o la razón –que es lo más cierto–, que a Timbrio favorescía, le dio tal esfuerzo que, aunque a costa de algunas heridas, en poco espacio puso a su contrario de suerte que, tiniéndole a sus pies herido y desangrado, le importunaba que si quería salvar la vida, se rindiese. Pero el desdichado Pransiles le persuadía que le acabase de matar, pues le era más fácil a él, y de menos daño, pasar por mil muertes que rendirse una. Mas el generoso ánimo de Timbrio es de manera que, ni quiso matar a su enemigo, ni menos que se confesase por rendido; sólo se contentó con que dijese y conociese que era tan bueno Timbrio como él, lo cual Pransiles confesó de buena gana, pues hacía en esto tan poco que, sin verse en aquel término, pudiera muy bien decirlo.

»Todos los circunstantes, que entendieron lo que Timbrio con su enemigo había pasado, lo alabaron y estimaron en mucho. Y, apenas hube yo visto el felix suceso de mi amigo, cuando, con alegría increíble y presta ligereza, volví a dar las nuevas a Nísida. Pero, ¡ay de mí!, que el descuido de entonces me ha puesto en el cuidado de agora. ¡Oh memoria, memoria mía! ¿Por qué no la tuviste para lo que tanto me importaba? Mas creo que estaba ordenado en mi ventura que el principio de aquella alegría fuese el remate y fin de todos mis contentos. Yo volví a ver a Nísida con la presteza que he dicho, pero volví sin ponerme la blanca toca al brazo. Nísida, que con crecido deseo estaba esperando y mirando desde unos altos corredores mi tornada, viéndome volver sin la toca, entendió que algún siniestro revés a Timbrio había sucedido, y creyólo y sintiólo de manera que, sin ser parte otra cosa, faltándole todos los espíritus, cayó en el suelo con tan estraño desmayo que todos por muerta la tuvieron. Cuando ya yo llegué, hallé a toda la gente de su casa alborotada, y a su hermana haciendo mil estremos de dolor sobre el cuerpo de la triste Nísida. Cuando yo la vi en tal estado, creyendo firmemente que era muerta y viendo que la fuerza del dolor me iba sacando de sentido, temeroso que, estando fuera dél, no diese o descubriese algunas muestras de mis pensamientos, me salí de la casa, y poco a poco volvía a dar las desdichadas nuevas al desdichado Timbrio. Pero, como me hubiesen privado las ansias de mi fatiga las fuerzas de cuerpo y alma, no fueron tan ligeros mis pasos que no lo hubiesen sido más otros que la triste nueva a los padres de Nísida llevasen, certificándoles cierto que de un agudo paracismo había quedado muerta. Debió de oír esto Timbrio, y debió de quedar cual yo quedé, si no quedó peor; sólo sé decir que cuando llegué a do pensaba hallarle, era ya algo anochecido, y supe de uno de sus padrinos que con el otro, y por la posta, se había partido a Nápoles, con muestras de tanto descontento, como si de la contienda vencido y deshonrado salido hubiera. Luego imaginé yo lo que ser podía, y púseme luego en camino para seguirle; y, antes que a Nápoles llegase, tuve nuevas ciertas de que Nísida no era muerta, sino que le había dado un desmayo que le duró veinte y cuatro horas, al cabo de las cuales había vuelto en sí con muchas lágrimas y sospiros. Con la certidumbre desta nueva me consolé, y con más contento llegué a Nápoles, pensando hallar allí a Timbrio; pero no fue así, porque el caballero con quien él había venido me certificó que, en llegando a Nápoles, se partió sin decir cosa alguna, y que no sabía a qué parte; sólo imaginaba que, según le vio triste y malencólico después de la batalla, que no podía creer sino que a desesperarse hubiese ido.

»Nuevas fueron estas que me tornaron a mis primeras lágrimas; y aun no contenta mi ventura con esto, ordenó que, al cabo de pocos días, llegasen a Nápoles los padres de Nísida, sin ella y sin su hermana, las cuales, según supe y según era pública voz, entrambas a dos se habían ausentado una noche viniendo con sus padres a Nápoles, sin que se supiese dellas nueva alguna. Tan confuso quedé con esto, que no sabía qué hacerme ni decirme; y, estando puesto en esta confusión tan estraña, vine a saber, aunque no muy cierto, que Timbrio, en el puerto de Gaeta, en una gruesa nave que para España iba, se había embarcado. Y, pensando que podría ser verdad, me vine luego a España, y en Jerez y en todas las partes que imaginé que podría estar, le he buscado sin hallar dél rastro alguno. Finalmente, he venido a la ciudad de Toledo, donde están todos los parientes de los padres de Nísida, y lo que he alcanzado a saber es que ellos se vuelven a Toledo sin haber sabido nuevas de sus hijas. Viéndome, pues, yo ausente de Timbrio, ajeno de Nísida, y considerando que ya que los hallase, ha de ser para gusto suyo y perdición mía, cansado ya y desengañado de las cosas deste falso mundo en que vivimos, he acordado de volver el pensamiento a mejor norte, y gastar lo poco que de vivir me queda en servicio del que estima los deseos y las obras en el punto que merescen. Y así, he escogido este hábito que veis y la ermita que habéis visto, adonde en dulce soledad reprima mis deseos y encamine mis obras a mejor paradero, puesto que, como viene de tan atrás la corrida de las malas inclinaciones que hasta aquí he tenido, no son tan fáciles de parar que no trascorran algo y vuelva la memoria a combatirme, representándome las pasadas cosas; y, cuando en estos puntos me veo, al son de aquella arpa que escogí por compañera en mi soledad, procuro aliviar la pesada carga de mis cuidados, hasta que el cielo le tenga y se acuerde de llamarme a mejor vida.» Éste es, pastores, el suceso de mi desventura; y si he sido largo en contárosle, es porque no ha sido ella corta en fatigarme. Lo que os ruego es me dejéis volver a mi ermita, porque, aunque vuestra compañía me es agradable, he llegado a términos que ninguna cosa me da más gusto que la soledad; y de aquí entenderéis la vida que paso y el mal que sostengo.

Acabó con esto Silerio su cuento, pero no las lágrimas con que muchas veces le había acompañado. Los pastores le consolaron en ellas lo mejor que pudieron, especialmente Damón y Tirsi, los cuales con muchas razones le persuadieron a no perder la esperanza de ver a su amigo Timbrio con más contento que él sabría imaginar, pues no era posible sino que tras tanta fortuna aserenase el cielo, del cual se debía esperar que no consintiría que la falsa nueva de la muerte de Nísida a noticia de Timbrio con más verdadera relación no viniese antes que la desesperación le acabase. Y que de Nísida se podía creer y conjecturar que, por ver a Timbrio ausente, se habría partido en su busca; y que si entonces la fortuna por tan estraños accidentes los había apartado, agora por otros no menos estraños sabría juntarlos. Todas estas razones y otras muchas que le dijeron le consolaron algo, pero no de manera que despertase en él la esperanza de verse en vida más contenta; ni aun él la procuraba, por parecerle que la que había escogido era la que más le convenía.

Gran parte era ya pasada de la noche, cuando los pastores acordaron de reposar el poco tiempo que hasta el día quedaba, en el cual se habían de celebrar las bodas de Daranio y Silveria. Mas, apenas había dejado la blanca aurora el enfadoso lecho del celoso marido, cuando dejaron los suyos todos los más pastores de la aldea, y cada cual, como mejor pudo, comenzó por su parte a regocijar la fiesta: cuál trayendo verdes ramos para adornar la puerta de los desposados, y cuál con su tamborino y flauta les daba la madrugada; acullá se oía la regocijada gaita; acá sonaba el acordado rabel; allí, el antiguo salterio; aquí, los cursados albogues; quién con coloradas cintas adornaba sus castañetas para los esperados bailes; quién pulía y repulía sus rústicos aderezos para mostrarse galán a los ojos de alguna su querida pastorcilla: de modo que, por cualquier parte de la aldea que se fuese, todo sabía a contento, placer y fiesta. Sólo el triste y desdichado Mireno era aquél a quien todas estas alegrías causaban summa tristeza; el cual, habiéndose salido de la aldea por no ver hacer sacrificio de su gloria, se subió en una costezuela que junto al aldea estaba, y allí, sentándose al pie de un antiguo fresno, puesta la mano en la mejilla y la caperuza encajada hasta los ojos, que en el suelo tenía clavados, comenzó a imaginar el desdichado punto en que se hallaba y cuán sin poderlo estorbar, ante sus ojos, había de ver coger el fruto de sus deseos. Y esta consideración le tenía de suerte, que lloraba tan tierna y amargamente, que ninguno en tal trance le viera que con lágrimas no le acompañara. A esta sazón, Damón y Tirsi, Elicio y Erastro se levantaron, y, asomándose a una ventana que al campo salía, lo primero en quien pusieron los ojos fue en el lastimado Mireno; y, en verle de la suerte que estaba, conocieron bien el dolor que padecía, y, movidos a compasión, determinaron todos de ir a consolarle, como lo hicieran si Elicio no les rogara que le dejaran ir a él solo, porque imaginaba que por ser Mireno tan amigo suyo, con él más abiertamente que con otro su dolor comunicaría. Los pastores se lo concedieron, y, yendo allá Elicio, hallóle tan fuera de sí y tan en su dolor trasportado, que ni le conoció Mireno, ni le habló palabra; lo cual visto por Elicio, hizo señal a los demás pastores que viniesen, los cuales, temiendo algún estraño accidente a Mireno sucedido, pues Elicio con priesa los llamaba, fueron luego allá, y vieron que estaba Mireno con los ojos tan fijos en el suelo, y tan sin hacer movimiento alguno, que una estatua semejaba, pues con la llegada de Elicio, ni con la de Tirsi, Damón y Erastro, no volvió de su estraño embelesamiento, si no fue que, a cabo de un buen espacio de tiempo, casi como entre dientes, comenzó a decir:

–¿Tú eres Silveria, Silveria? Si tú lo eres, yo no soy Mireno; y si soy Mireno, tú no eres Silveria: porque no es posible que esté Silveria sin Mireno, o Mireno sin Silveria. Pues, ¿quién soy yo, desdichado? ¿O quién eres tú, desconocida? Yo bien sé que no soy Mireno, porque tú no has querido ser Silveria; a lo menos, la Silveria que ser debías y yo pensaba que fueras.

A esta sazón, alzó los ojos, y, como vio alrededor de sí los cuatro pastores y conoció entre ellos a Elicio, se levantó, y, sin dejar su amargo llanto, le echó los brazos al cuello, diciéndole:

–¡Ay, verdadero amigo mío, y cómo agora no tendrás ocasión de envidiar mi estado, como le envidiabas cuando de Silveria me veías favorescido; pues si entonces me llamaste venturoso, agora puedes llamarme desdichado y trocar todos los títulos alegres que en aquel tiempo me dabas, en los de pesar que ahora puedes darme! Yo sí que te podré llamar dichoso, Elicio, pues te consuela más la esperanza que tienes de ser querido, que no te fatiga el verdadero temor de ser olvidado.

–Confuso me tienes, ¡oh Mireno! –respondió Elicio–, de ver los estremos que haces por lo que Silveria ha hecho, sabiendo que tiene padres a quien ha sido justo haber obedecido.

–Si ella tuviera amor –replicó Mireno–, poco inconviniente era la obligación de los padres para dejar de cumplir con lo que al amor debía; de do vengo a considerar, ¡oh Elicio!, que si me quiso bien, hizo mal en casarse, y si fue fingido el amor que me mostraba, hizo peor en engañarme; y ofréceme el desengaño a tiempo que no puede aprovecharme si no es con dejar en sus manos la vida.

–No está en términos la tuya, Mireno –replicó Elicio–, que tengas por remedio el acabarla, pues podría ser que la mudanza de Silveria no estuviese en la voluntad, sino en la fuerza de la obediencia de sus padres; y si tú la quisiste limpia y honestamente doncella, también la puedes querer agora casada, correspondiendo ella ahora como entonces a tus buenos y honestos deseos.

–Mal conoces a Silveria, Elicio –respondió Mireno–, pues imaginas della que ha de hacer cosa de que pueda ser notada.

–Esta mesma razón que has dicho te condemna –respondió Elicio–, pues si tú, Mireno, sabes de Silveria que no hará cosa que mal le esté, en la que ha hecho no debe de haber errado.

–Si no ha errado –respondió Mireno–, ha acertado a quitarme todo el buen suceso que de mis buenos pensamientos esperaba, y sólo en esto la culpo: que nunca me advirtió deste daño; antes, temiéndome dél, con firme juramento que me aseguraba que eran imaginaciones mías, y que nunca a la suya había llegado pensar con Daranio casarse, ni se casaría, si conmigo no, con él ni con otro alguno, aunque aventurara en ello quedar en perpetua desgracia con sus padres y parientes; y, debajo deste siguro y prometimiento, faltar y romper la fe agora de la manera que has visto, ¿qué razón hay que tal consienta, o qué corazón que tal sufra?

Aquí tornó Mireno a renovar su llanto, y aquí de nuevo le tuvieron lástima los pastores. A este instante, llegaron dos zagales adonde ellos estaban, que el uno era pariente de Mireno y el otro criado de Daranio, que a llamar a Elicio, Tirsi, Damón y Erastro venía, porque las fiestas de su desposorio querían comenzarse. Pesábales a los pastores de dejar solo a Mireno, pero aquel pastor su pariente se ofreció a quedar con él. Y aun Mireno dijo a Elicio que se quería ausentar de aquella tierra, por no ver cada día a los ojos la causa de su desventura. Elicio le loó su determinación, y le encargó que, doquiera que estuviese, le avisase de cómo le iba. Mireno se lo prometió, y, sacando del seno un papel, le rogó que, en hallando comodidad, se le diese a Silveria; y con esto se despidió de todos los pastores, no sin muestras de mucho dolor y tristeza. El cual no se hubo bien apartado de su presencia, cuando Elicio, deseoso de saber lo que en el papel venía, viendo que, pues estaba abierto, importaba poco leerle, le descogió, y, convidando a los otros pastores a escucharle, vio que en él venían escriptos estos versos:

Mireno a Silveria

El pastor que te ha entregado

lo más de cuanto tenía,

pastora, agora te envía

lo menos que le’ha quedado;

que es este pobre papel,

adonde claro verás

la fe que en ti no hallarás

y el dolor que queda en él.

Pero poco al caso hace

darte desto cuenta estrecha,

si mi fe no me aprovecha

y mi mal te satisface.

No pienses que es mi intención

quejarme porque me dejas,

que llegan tarde las quejas

de mi temprana pasión.

Tiempo fue ya que escucharas

el cuento de mis enojos,

y aun, si lloraran mis ojos,

las lágrimas enjugaras.

Entonces era Mireno

el que era de ti mirado;

mas ¡ay, cómo te has trocado,

tiempo bueno, tiempo bueno!

Si durara aquel engaño,

templárase mi desgusto,

pues más vale un falso gusto,

que un notorio y cierto daño.

Pero tú, por quien se ordena

mi terrible mala andanza,

has hecho con tu mudanza

falso el bien, cierta la pena.

Tus palabras lisonjeras

y mis crédulos oídos,

me han dado bienes fingidos

y males que son de veras.

Los bienes, con su aparencia,

crescieron mi sanidad;

los males, con su verdad,

han doblado mi dolencia.

Por esto juzgo y discierno,

por cosa cierta y notoria,

que tiene el amor su gloria

a las puertas del infierno,

y que un desdén acarrea

y un olvido en un momento

desde la gloria al tormento

al que en amar no se emplea.

Con tanta presteza has hecho

este mudamiento estraño,

que estoy ya dentro del daño

y no salgo del provecho:

porque imagino que ayer

era cuando me querías,

o a lo menos lo fingías,

que es lo que se ha de creer;

y el agradable sonido

de tus palabras sabrosas

y razones amorosas

aún me suena en el oído.

Estas memorias süaves

al fin me dan más tormento,

pues tus palabras el viento

llevó, y las obras, quien sabes.

¿Eras tú la que jurabas

que se acabasen tus días

si a Mireno no querías

sobre todo cuanto amabas?

¿Eres tú, Silveria, quien

hizo de mí tal caudal,

que siendo todo tu mal,

me tenías por tu bien?

¡Oh, qué títulos te diera

de ingrata, como mereces,

si como tú me aborreces,

también yo te aborreciera!

Mas no puedo aprovecharme

del medio de aborrecerte,

que estimo más el quererte

que tú has hecho el olvidarme.

Triste gemido a mi canto

ha dado tu mano fiera;

invierno a mi primavera,

y a mi risa amargo llanto.

Mi gasajo ha vuelto en luto,

y de mis blandos amores

cambio en abrojos las flores

y en veneno el dulce fruto.

Y aun dirás –y esto me daña–

que es el haberte casado

y el haberme así olvidado

una honesta honrosa hazaña.

¡Disculpa fuera admitida,

si no te fuera notorio

que estaba en tu desposorio

el fin de mi triste vida!

Mas, en fin, tu gusto fue

gusto; pero no fue justo,

pues con premio tan injusto

pagó mi inviolable fe;

la cual, por ver que se ofrece

de mostrar la fe que alcanza,

ni la muda tu mudanza,

ni mi mal la desfallece.

Quien esto vendrá a entender

cierto estoy que no se asombr[e],

viendo al fin que yo soy hombre,

y tú, Silveria, mujer,

adonde la ligereza

hace de contino asiento,

y adonde en mí el sufrimiento

es otra naturaleza.

Ya te contemplo casada,

y de serlo arrepentida,

porque ya es cosa sabida

que no estarás firme en nada.

Procura alegre llevallo

el yugo que echaste al cuello,

que podrás aborrecello

y no podrás desechallo.

Mas eres tan inhumana

y de tan mudable ser,

que lo que quisiste ayer

has de aborrecer mañana.

Y así, por estraña cosa,

dirá aquél que de ti hable:

"Hermosa, pero mudable;

mudable, pero hermosa".

No parecieron mal los versos de Mireno a los pastores, sino la ocasión a que se habían hecho, considerando con cuánta presteza la mudanza de Silveria le había traído a punto de desamparar la amada patria y queridos amigos, temeroso cada uno que en el suceso de sus pretensiones lo mesmo le sucediese. Entrados, pues, en el aldea y llegados adonde Daranio y Silveria estaban, la fiesta se comenzó tan alegre y regocijadamente, cuanto en las riberas de Tajo en muchos tiempos se había visto; que, por ser Daranio uno de los más ricos pastores de toda aquella comarca, y Silveria de las más hermosas pastoras de toda la ribera, acudieron a sus bodas toda o la más pastoría de aquellos contornos. Y así, se hizo una célebre junta de discretos pastores y hermosas pastoras, y entre los que a los demás en muchas y diversas habilidades se aventajaron, fueron el triste Orompo, el celoso Orfenio, el ausente Crisio y el desamado Masilio, mancebos todos y todos enamorados, aunque de diferentes pasiones oprimidos; porque al triste Orompo fatigaba la temprana muerte de su querida Listea; y al celoso Orfenio, la insufrible rabia de los celos, siendo enamorado de la hermosa pastora Eandra; al ausente Crisio, el verse apartado de Claraura, bella y discreta pastora, a quien él por único bien suyo tenía; y al desesperado Marsilio, el desamor que para con él en el pecho de Belisa se encerraba. Eran todos amigos y de una mesma aldea, y la pasión del uno el otro no la ignoraba; antes, en dolorosa competencia, muchas veces se habían juntado a encarecer cada cual la causa de su tormento, procurando cada uno mostrar, como mejor podía, que su dolor a cualquier otro se aventajaba, teniendo por summa gloria ser en la pena mejorado; y tenían todos tal ingenio, o por mejor decir, tal dolor padecían, que comoquiera que le significasen, mostraban ser el mayor que imaginar se podía. Por estas disputas y competencias eran famosos y conocidos en todas las riberas de Tajo, y habían puesto deseo a Tirsi y a Damón de conocerlos; y, viéndolos allí juntos, unos a otros se hicieron corteses y agradables rescibimientos; principalmente, todos con admiración miraban a los dos pastores Tirsi y Damón, hasta allí dellos solamente por fama conocidos.

A esta sazón, salió el rico pastor Daranio a la serrana vestido: traía camisa alta de cuello plegado, almilla de frisa, sayo verde escotado, zaragüelles de delgado lienzo, antiparas azules, zapato redondo, cinto tachonado, y de la color del sayo una cuarteada caperuza. No menos salió bien aderezada su esposa Silveria, porque venía con saya y cuerpos leonados guarnecidos de raso blanco, camisa de pechos labrada de azul y verde, gorguera de hilo amarillo sembrado de argentería (invención de Galatea y Florisa, que la vistieron), garbín turquesado con fluecos de encarnada seda, alcorque dorado, zapatillas justas, corales ricos y sortija de oro; y, sobre todo, su belleza, que más que todo la adornaba. Salió luego tras ella la sin par Galatea, como sol tras el aurora, y su amiga Florisa, con otras muchas y hermosas pastoras que, por honrar las bodas, a ellas habían venido, entre las cuales también iba Teolinda, con cuidado de hurtar el rostro a los ojos de Damón y Tirsi, por no ser de ellos conocida. Y luego las pastoras, siguiendo a los pastores que guiaban, al son de muchos pastoriles instrumentos, hacia el templo se encaminaron, en el cual espacio le tuvieron Elicio y Erastro de cebar los ojos en el hermoso rostro de Galatea, deseando que durara aquel camino más que la larga peregrinación de Ulises. Y, con el contento de verla, iba tan fuera de sí Erastro que hablando con Elicio le dijo:

–¿Qué miras, pastor, si a Galatea no miras? Pero, ¿cómo podrás mirar el sol de sus cabellos, el cielo de su frente, las estrellas de sus ojos, la nieve de su rostro, la grana de sus mejillas, el color de sus labios, el marfil de sus dientes, el cristal de su cuello, el mármol de su pecho?

–Todo eso he podido ver, ¡oh Erastro! –respondió Elicio–, y ninguna cosa de cuantas has dicho es causa de mi tormento, si no es la aspereza de su condición, que si no fuera tal como tú sabes, todas las gracias y bellezas que en Galatea conoces fueran ocasión de mayor gloria nuestra.

–Bien dices –dijo Erastro–; pero todavía no me podrás negar que a no ser Galatea tan hermosa, no fuera tan deseada, y a no ser tan deseada, no fuera tanta nuestra pena, pues toda ella nace del deseo.

–No te puedo yo negar, Erastro –respondió Elicio–, que todo cualquier dolor y pesadumbre no nazca de la privación y falta de aquello que deseamos; mas juntamente con esto te quiero decir que ha perdido conmigo mucho la calidad del amor con que yo pensé que a Galatea querías; porque si solamente la quieres por ser hermosa, muy poco tiene que agradecerte, pues no habrá ningún hombre, por rústico que sea, que la mire que no la desea, porque la belleza, dondequiera que está, trae consigo el hacer desear. Así que, a este simple deseo, por ser tan natural, ningún premio se le debe, porque si se le debiera, con sólo desear el cielo le tuviéramos merescido; mas ya ves, Erastro, ser esto tan al revés como nuestra verdadera ley nos lo tiene mostrado. Y, puesto caso que la hermosura y belleza sea una principal parte para atraernos a desearla y a procurar gozarla, el que fuere verdadero enamorado no ha de tener tal gozo por último fin suyo, sino que, aunque la belleza le acarree este deseo, la ha de querer solamente por ser bueno, sin que otro algún interese le mueva. Y éste se puede llamar, aun en las cosas de acá, perfecto y verdadero amor, y es digno de ser agradecido y premiado, como vemos que premia conocida y aventajadamente el Hacedor de todas las cosas a aquellos que sin moverles otro interese alguno de temor, de pena o de esperanza de gloria, le quieren, le aman y le sirven solamente por ser bueno y digno de ser amado; y ésta es la última y mayor perfectión que en el amor divino se encierra, y en el humano también, cuando no se quiere más de por ser bueno lo que se ama, sin haber error de entendimiento; porque muchas veces lo malo nos parece bueno y lo bueno malo; y así, amamos lo uno y aborrecemos lo otro, y este tal amor no meresce premio, sino castigo. Quiero inferir de todo lo que he dicho, ¡oh Erastro!, que si tú quieres y amas la hermosura de Galatea con intención de gozarla, y en esto para el fin de tu deseo, sin pasar adelante a querer su virtud, su acrescentamiento de fama, su salud, su vida y bienes, entiende que no amas como debes, ni debes ser remunerado como quieres.

Quisiera Erastro replicar a Elicio y darle a entender cómo no entendía bien del amor con que a Galatea amaba, pero estorbólo el son de la zampoña del desamorado Lenio, el cual quiso también hallarse a las bodas de Daranio y regocijar la fiesta con su canto. Y así, puesto delante de los desposados, en tanto que al templo llegaban, al son del rabel de Eugenio, estos versos fue cantando:

Lenio

¡Desconocido, ingrato Amor, que asombras

a veces los gallardos corazones,

y con vanas figuras, vanas sombras,

pones al alma libre mil prisiones!,

si de ser dios te precias, y te nombras

con tan subido nombre, no perdones

al que, rendido al lazo de Himineo,

rindiere a nuevo ñudo su deseo.

En conservar la ley pura y sincera

del sancto matrimonio pon tu fuerza;

descoge en este campo tu bandera;

haz a tu condición en esto fuerza,

que bella flor, que dulce fruto espera,

por pequeño trabajo, el que se esfuerza

a llevar este yugo como debe,

que, aunque parece carga, es carga leve.

Tú puedes, si te olvidas de tus hechos

y de tu condición tan desabrida,

hacer alegres tálamos y lechos

do el yugo conyugal a dos anida.

Enciérrate en sus almas y en sus pechos

hasta que acabe el curso de su vida

y vayan a gozar, como se espera,

de la agradable eterna primavera.

Deja las pastoriles cabañuelas,

y al libre pastorcillo hacer su oficio;

vuela más alto ya, pues tanto vuelas,

y aspira a mejor grado y ejercicio.

En vano te fatigas y desvelas

en hacer de las almas sacrificio,

si no las rindes con mejor intento

al dulce de Himineo ayuntamiento.

Aquí puedes mostrar la poderosa

mano de tu poder maravilloso,

haciendo que la nueva tierna esposa

quiera, y que sea querida de su esposo,

sin que aquella infernal rabia celosa

les turbe su contento y su reposo,

ni el desdén sacudido y zahareño

les prive del sabroso y dulce sueño.

Mas si, ¡pérfido Amor!, nunca escuchadas

fueron de ti plegarias de tu amigo,

bien serán estas mías desechadas,

que te soy y seré siempre enemigo.

Tu condición, tus obras mal miradas,

de quien es todo el mundo buen testigo,

hacen que yo no espere de tu mano

contento alegre, venturoso y sano.

Ya se maravillaban los que al desamorado Lenio escuchando iban, de ver con cuanta mansedumbre las cosas de amor trataba, llamándole dios y de mano poderosa, cosa que jamás le habían oído decir. Mas, habiendo oído los versos con que acabó su canto, no pudieron dejar de reírse, porque ya les pareció que se iba colerizando, y, que si adelante en su canto pasara, él pusiera al amor como otras veces solía; pero faltóle el tiempo, porque se acabó el camino. Y así, llegados al templo y hechas en él por los sacerdotes las acostumbradas ceremonias, Daranio y Silveria quedaron en perpetuo y estrecho ñudo ligados, no sin envidia de muchos que los miraban, ni sin dolor de algunos que la hermosura de Silveria codiciaban; pero a todo dolor sobrepujara el que sintiera el sin ventura Mireno, si a este espectáculo se hallara presente. Vueltos, pues, los desposados del templo con la mesma compañía que habían llevado, llegaron a la plaza de la aldea, donde hallaron las mesas puestas, y adonde quiso Daranio hacer públicamente demostración de sus riquezas, haciendo a todo el pueblo un generoso y sumptuoso convite. Estaba la plaza tan enramada que una hermosa verde floresta parescía, entretejidas las ramas por cima de tal modo, que los agudos rayos del sol en todo aquel circuito no hallaban entrada para calentar el fresco suelo, que cubierto con muchas espadañas y con mucha diversidad de flores se mostraba.

Allí, pues, con general contento de todos, se solemnizó el generoso banquete, al son de muchos pastorales instrumentos, sin que diesen menos gusto que el que suelen dar las acordadas músicas que en los reales palacios se acostumbran. Pero lo que más autorizó la fiesta fue ver que, en alzándose las mesas, en el mesmo lugar, con mucha presteza, hicieron un tablado, para efecto de que los cuatro discretos y lastimados pastores, Orompo, Marsilo, Crisio y Orfenio, por honrar las bodas de su amigo Daranio, y por satisfacer el deseo que Tirsi y Damón tenían de escucharles, querían allí en público recitar una égloga que ellos mesmos de la ocasión de sus mesmos dolores habían compuesto. Acomodados, pues, en sus asientos todos los pastores y pastoras que allí estaban, después que la zampoña de Erastro y la lira de Lenio y los otros instrumentos hicieron prestar a los presentes un sosegado y maravilloso silencio, el primero que se mostró en el humilde teatro fue el triste Orompo, con un pellico negro vestido y un cayado de amarillo boj en la mano, el remate del cual era una fea figura de la muerte; venía con hojas de funesto ciprés coronado, insinias todas de la tristeza que en él reinaba por la inmatura muerte de su querida Listea; y, después que con triste semblante los llorosos ojos a una y a otra parte hubo tendido, con muestras de infinito dolor y amargura, rompió el silencio con semejantes razones:

Orompo

Salid de lo hondo del pecho cuitado,

palabras sangrientas, con muerte mezcladas;

y si los sospiros os tienen atadas,

abrid y romped el siniestro costado.

El aire os impide, que está ya inflamado

del fiero veneno de vuestros acentos;

salid, y siquiera os lleven los vientos,

que todo mi bien también me han llevado.

Poco perdéis en veros perdidas,

pues ya os ha faltado el alto subjecto

por quien en estilo grave y perfecto

hablábades cosas de punto subidas;

notadas un tiempo y bien conocidas

fuistes por dulces, alegres, sabrosas;

agora por tristes, amargas, llorosas,

seréis de la tierra y del cielo tenidas.

Pero, aunque salgáis, palabras, temblando,

¿con cuáles podréis decir lo que siento?,

si es incapaz mi fiero tormento

de irse cual es al vivo pintando.

Mas, ya que me falta el cómo y el cuándo

de significar mi pena y mi mengua,

aquello que falta y no puede la lengua,

suplan mis ojos, contino llorando.

¡Oh muerte, que atajas y cortas el hilo

de mil pretensiones gustosas humanas,

y en un volver de ojos las sierras allanas

y haces iguales a Henares y al Nilo!

¿Por qué no templaste, traidora, el estilo

tuyo cruel? ¿Por qué a mi despecho,

probaste en el blanco y más lindo pecho,

de tu fiero alfanje la furia y el filo?

¿En qué te ofendían, ¡oh falsa!, los años

tan tiernos y verdes de aquella cordera?

¿Por qué te mostraste con ella tan fiera?

¿Por qué en el suyo creciste mis daños?

¡Oh mi enemiga, y amiga de engaños!,

de mí, que te busco, te escondes y ausentas,

y quieres y trabas razones y cuentas

con el que más teme tus males tamaños.

En años maduros, tu ley, tan injusta,

pudiera mostrar su fuerza crescida,

y no descargar la dura herida

en quien del vivir ha poco que gusta.

Mas esa tu hoz, que todo lo ajusta,

y mando ni ruego jamás la doblega,

así con rigor la flor tierna siega,

como la caña ñudosa y robusta.

Cuando a Listea del suelo quitaste,

tu ser, tu valor, tu fuerza, tu brío,

tu ira, tu mando y tu señorío

con solo aquel triunfo al mundo mostraste.

Llevando a Listea, también te llevaste

la gracia, el donaire, belleza y cordura

mayor de la tierra, y en su sepultura

este bien todo con ella encerraste.

Sin ella, en tiniebla perpetua ha quedado

mi vida penosa, que tanto se alarga,

que es insufrible a mis hombros su carga:

que es muerte la vida del que es desdichado.

Ni espero en fortuna, ni espero en el hado,

ni espero en el tiempo, ni espero en el cielo,

ni tengo de quién espere consuelo,

ni es bien que se espere en mal tan sobrado.

¡Oh vos, que sentís qué cosa es dolores!,

venid y tomad consuelo en los míos;

que en viendo su ahínco, sus fuerzas, sus bríos,

veréis que los vuestros son mucho menores.

¿Dó estáis agora, gallardos pastores?

Crisio, Marsilo y Orfenio, ¿qué hacéis?

¿Por qué no venís? ¿Por qué no tenéis

por más que los vuestros mis daños mayores?

Mas, ¿quién es aquel que asoma y que quiebra

por la encrucijada de aqueste sendero?

Marsilo es, sin duda, de amor prisionero:

Belisa es la causa, a quien siempre celebra.

A éste le roe la fiera culebra

del crudo desdén el pecho y el alma,

y pasa su vida en tormenta sin calma,

y aun no es, cual la mía, su suerte tan negra.

Él piensa qu’el mal qu’el alma le aqueja

es más que el dolor de mi desventura.

Aquí será bien que entre esta espesura

me esconda, por ver si acaso se queja.

Mas, ¡ay!, que a la pena que nunca me deja

pensar igualarla es gran desatino,

pues abre la senda y cierra el camino

al mal que se acerca y al bien que se aleja.

Marsilo

¡Pasos que al de la muerte

me lleváis paso a paso,

forzoso he de acusar vuestra pereza!

Seguid tan dulce suerte,

que en este amargo paso

está mi bien y en vuestra ligereza.

Mirad que la dureza

de la enemiga mía

en el airado pecho,

contrario a mi provecho,

en su entereza está cual ser solía;

huigamos, si es posible,

del áspero rigor suyo terrible.

¿A qué apartado clima,

a qué región incierta

iré a vivir, que pueda asegurarme

del mal que me lastima,

del ansia triste y cierta

que no se ha de acabar hasta acabarme?

Ni estar quedo, o mudarme

a la arenosa Libia,

o al lugar donde habita

el fiero y blanco scita,

un solo punto mi dolor alivia:

que no está mi contento

en hacer de lugares mudamiento.

Aquí y allí me alcanza

el desdén riguroso

de la sin par cruel pastora mía,

sin que amor ni esperanza

un término dichoso

me puedan prometer en tal porfía.

¡Belisa, luz del día,

gloria de la edad nuestra,

si valen ya contigo

ruegos de un firme amigo,

tiempla el rigor airado de tu diestra,

y el fuego deste mío

pueda en tu pecho deshacer el frío!

Más sorda a mi lamento,

más implacable y fiera

que a la voz del cansado marinero

el riguroso viento

qu’el mar turba y altera

y amenaza a la vida el fin postrero;

mármol, diamante, acero,

alpestre y dura roca,

robusta, antigua encina,

roble que nunca inclina

la altiva rama al cierzo que le toca:

todo es blando y suave,

comparado al rigor que’n tu alma cabe.

Mi duro amargo hado,

mi inexorable estrella,

mi voluntad, que todo lo consiente,

me tienen condemnado,

Belisa ingrata y bella,

a que te sirva y ame eternamente.

Y, aunque tu hermosa frente,

con riguroso ceño,

y tus serenos ojos

me anuncien mil enojos,

serás desta alma conocida dueño,

en tanto que en el suelo

la cubriere mortal corpóreo velo.

¿Hay bien que se le iguale

al mal que me atormenta?

¿Y hay mal en todo el mundo tan esquivo?

El uno y otro sale

de toda humana cuenta,

y aun yo sin ella en viva muerte vivo.

En el desdén avivo

mi fe, y allí se enciende

con el helado frío;

mirad qué desvarío,

y el dolor desusado que me ofende,

y si podrá igualarse

al mal que más quisiere aventajarse.

Mas, ¿quién es el que mueve

las ramas intricadas

deste acopado mirto y verde asiento?

Orompo

Un pastor que se atreve,

con razones fundadas

en la pura verdad de su tormento,

mostrar que el sentimiento

de su dolor crescido

al tuyo se aventaja,

por más que tú le estimes,

levantes y sublimes.

Marsilo

Vencido quedarás en tal baraja,

Orompo, fiel amigo,

y tú mesmo serás dello testigo.

Si de las ansias mías,

si de mi mal insano

la más mínima parte conocieras,

cesaran tus porfías,

Orompo, viendo llano

que tú penas de burla, y yo de veras.

Orompo

Haz, Marsilo, quimeras

de tu dolor estraño,

y al mío menoscaba

que la vida me acaba,

que yo espero sacarte d’ese engaño,

mostrando al descubierto

que el tuyo es sombra de mi mal, que’s cierto.

Pero la voz sonora

de Crisio oigo que suena,

pastor que en la opinión se te parece;

escuchémosle ahora,

que su cansada pena

no menos que la tuya la engrandece.

Marsilo

Hoy el tiempo me ofrece

lugar y coyuntura

donde pueda mostraros

a entrambos y enteraros

de que sola la mía es desventura.

Orompo

Atiende ahora, Marsilo,

la voz de Crisio y lamentable estilo.

Crisio

¡Ay dura, ay importuna, ay triste ausencia!,

¡cuán fuera debió estar de conocerte

el que igualó tu fuerza y violencia

al poder invencible de la muerte!

Que, cuando con mayor rigor sentencia,

¿qué puede más su limitada suerte

que deshacer el ñudo y recia liga

que a cuerpo y alma estrechamente liga?

Tu duro alfanje a mayor mal se estiende,

pues un espíritu en dos mitades parte.

¡Oh milagros de amor que nadie entiende,

ni se alcanzan por sciencia ni por arte!

¡Que deje su mitad con quien la enciende

allá mi alma, y traiga acá la parte

más frágil, con la cual más mal se siente

que estar mil veces de la vida ausente!

Ausente estoy de aquellos ojos bellos

que serenaban la tormenta mía;

ojos vida de aquél que pudo vellos,

si de allí no pasó la fantasía:

que verlos y pensar de merescellos

es loco atrevimiento y demasía.

Yo los vi, ¡desdichado!, y no los veo,

y mátame de verlos el deseo.

Deseo, y con razón, ver dividida,

por acortar el término a mi daño,

esta antigua amistad, que tiene unida

mi alma al cuerpo con amor tamaño,

que siendo de las carnes despedida

con ligereza presta y vuelo estraño,

podrá tornar a ver aquellos ojos,

que son descanso y gloria a sus enojos.

Enojos son la paga y recompensa

que amor concede al amador ausente,

en quien se cifra el mayor mal y ofensa

que en los males de amor s’encierra y siente.

Ni poner discreción a la defensa,

ni un querer firme, levantado, ardiente,

aprovecha a templar deste tormento

la dura pena y el furor violento.

Violento es el rigor desta dolencia;

pero junto con esto, es tan durable,

que se acaba primero la paciencia,

y aun de la vida el curso miserable.

Muertes, desvíos, celos, inclemencia

de airado pecho, condición mudable,

no atormentan así ni dañan tanto

como este mal, que’l nombre aun pone espanto.

Espanto fuera si dolor tan fiero

dolores tan mortales no causara;

pero todos son flacos, pues no muero,

ausente de mi vida dulce y cara.

Mas cese aquí mi canto lastimero,

que a compañía tan discreta y rara

como es la que allí veo, será justo

que muestre al verla más sabroso gusto.

Orompo

Gusto nos da, buen Crisio, tu presencia,

y más viniendo a tiempo que podremos

acabar nuestra antigua diferencia.

Crisio

Orompo, si es tu gusto, comencemos,

pues que juez de la contienda nuestra

tan recto aquí en Marsilo le tendremos.

Marsilo

Indicio dais y conocida muestra

del error en que os trae tan embebidos

esa vana opinión notoria vuestra,

pues queréis que a los míos preferidos

vuestros dolores, tan pequeños, sean,

harto llorados más que conoscidos.

Mas, porque el suelo y cielo juntos vean

cuánto vuestro dolor es menos grave

que las ansias que el alma me rodean,

la más pequeña que en mi pecho cabe

pienso mostrar en vuestra competencia,

así como mi ingenio torpe sabe;

y dejaré a vosotros la sentencia

y el juzgar si mi mal es muy más fuerte

qu’el riguroso de la larga ausencia,

o el amargo espantoso de la muerte,

de quien entrambos os quejáis sin tiento,

llamando dura y corta a vuestra suerte.

Orompo

Deso yo, soy, Marsilo, muy contento,

pues la razón que tengo de mi parte

el triunfo le asegura a mi tormento.

Crisio

Aunque de exagerar me falta el arte,

veréis, cuando yo os muestre mi tristeza,

cómo quedan las vuestras a una parte.

Marsilo

¿Qué ausencia llega a la inmortal dureza

de mi pastora?, que es, con ser tan dura,

señora universal de la belleza.

Orompo

¡Oh, a qué buen tiempo llega y coyuntura

Orfenio! ¿Veisle?, asoma. Estad atentos:

oiréisle ponderar su desventura.

Celos es la ocasión de sus tormentos:

celos, cuchillo y ciertos turbadores

de las paces de amor y los contentos.

Crisio

Escuchad, que ya canta sus dolores.

Orfinio

¡Oh sombra escura que contino sigues

a mi confusa triste fantasía;

enfadosa tiniebla, siempre fría,

que a mi contento y a mi luz persigues!

¿Cuándo será que tu rigor mitigues,

monstruo cruel y rigurosa harpía?

¿Qué ganas en turbarme la alegría,

o qué bien en quitármele consigues?

Mas, si la condición de que te arreas

se estiende a pretender quitar la vida

al que te dio la tuya y te ha engendrado,

no me debe admirar que de mí seas

y de todo mi bien fiero homicida,

sino de verme vivo en tal estado.

Orompo

Si el prado deleitoso,

Orfinio, te es alegre, cual solía

en tiempo más dichoso,

ven; pasarás el día

en nuestra lastimada compañía.

Con los tristes el triste

bien ves que se acomoda fácilmente;

ven, que aquí se resiste,

par desta clara fuente,

del levantado sol el rayo ardiente.

Ven, y el usado estilo

levanta, y como sueles te defiende

de Crisio y de Marsilio,

que cada cual pretende

mostrar que sólo es mal el que le ofende.

Yo solo, en este caso

contrario habré de ser a ti y a ellos,

pues los males que paso

bien podré encarecellos,

mas no mostrar la menor parte dellos.

Orfinio

No al gusto le es sabrosa

así a la corderuela deshambrida

la yerba, ni gustosa

salud restituida

a aquel que ya la tuvo por perdida,

como es a mí sabroso

mostrar en la contienda que se ofrece

que el dolor riguroso

que el corazón padece

sobr’el mayor del suelo se engrandece.

Calle su mal sobrado

Orompo; encubra Crisio su dolencia;

Marsilo esté callado:

muerte, desdén ni ausencia

no tengan con los celos competencia.

Pero si el cielo quiere

que hoy salga a campo la contienda nuestra,

comience el que quisiere,

y dé a los otros muestra

de su dolor con torpe lengua o diestra:

que no está en la elegancia

y modo de decir el fundamento

y principal sustancia

del verdadero cuento

que en la pura verdad tiene su asiento.

Crisio

Siento, pastor, que tu arrogancia mucha

en esta lucha de pasiones nuestras

dará mil muestras de tu desvarío.

Orfinio

Tiempla ese brío, o muéstralo a su tiempo;

que es pasatiempo, Crisio, tu congoja:

que el mal que afloja con volver el paso

no hay que hacer caso de su sentimiento.

Crisio

Es mi tormento tan estraño y fiero,

que presto espero que tú mesmo digas

que a mis fatigas no se iguala alguna.

Marsilo

Desde la cuna soy yo desdichado.

Orompo

Aun engendrado creo que no estaba,

cuando sobraba en mí la desventura.

Orfinio

En mí se apura la mayor desdicha.

Crisio

Tu mal es dicha, comparado al mío.

Marsilo

Opuesto al brío de mi mal estraño,

es gloria el daño que a vosotros daña.

Orompo

Esta maraña quedará muy clara

cuando a la clara mi dolor descubra.

Ninguno encubra agora su tormento,

que yo del mío doy principio al cuento.

Mis esperanzas, que fueron

sembradas en parte buena,

dulce fruto prometieron,

y cuando darle quisieron

convirtióle el cielo en pena.

Vi su flor maravillosa

en mil muestras deseosa

de darme una rica suerte,

y en aquel punto la muerte

cortómela de envidiosa.

Yo quedé cual labrador

que del trabajo contino

de su espaciosa labor

fruto amargo de dolor

le concede su destino;

y aun le quita la esperanza

de otra nueva buena andanza,

porque cubrió con la tierra

el cielo donde se encierra

de su bien la confianza.

Pues si a término he llegado

que de tener gusto o gloria

vivo ya desesperado,

de que yo soy más penado

es cosa cierta y notoria:

que la esperanza asegura

en la mayor desventura

un dichoso fin que viene;

mas, ¡ay de aquél que la tiene

cerrada en la sepultura!

Marsilo

Yo, qu’el humor de mis ojos

siempre derramado ha sido

en lugar donde han nascido

cien mil espinas y abrojos

qu’el corazón m’han herido;

yo sí soy el desdichado,

pues con nunca haber mostrado

un momento el rostro enjuto,

ni hoja, ni flor, ni fruto

he del trabajo sacado.

Que si alguna muestra viera

de algún pequeño provecho,

sosegárase mi pecho;

y, aunque nunca se cumpliera,

quedara al fin satisfecho,

porque viera que valía

mi enamorada porfía

con quien es tan desabrida,

que a mi yelo está encendida

y a mi fuego helada y fría.

Pues si es el trabajo vano

de mi llanto y sospirar,

y dél no pienso cesar,

a mi dolor inhumano,

¿cuál se le podrá igualar?

Lo que tu dolor concierta

es que está la causa muerta,

Orompo, de tu tristeza;

la mía, en más entereza,

cuanto más me desconcierta.

Crisio

Yo, que tiniendo en sazón

el fruto que se debía

a mi contina pasión,

una súbita ocasión

de gozarle me desvía;

muy bien podré ser llamado

sobre todos desdichado,

pues que vendré a perecer,

pues no puedo parecer

adonde el alma he dejado.

Del bien que lleva la muerte

el no poder recobrallo

en alivio se convierte,

y un corazón duro y fuerte

el tiempo suele ablandallo.

Mas en ausencia se siente,

con un estraño accidente,

sin sombra de ningún bien,

celos, muertes y desdén,

que esto y más teme el ausente.

Cuando tarda el cumplimiento

de la cercana esperanza,

aflige más el tormento,

y allí llega el sufrimiento

adonde ella nunca alcanza.

En las ansias desiguales,

el remedio de los males

es el no esperar remedio;

mas carecen deste medio

las de ausencia más mortales.

Orfinio

El fruto que fue sembrado

por mi trabajo contino,

a dulce sazón llegado,

fue con próspero destino

en mi poder entregado.

Y apenas pude llegar

a términos tan sin par,

cuando vine a conocer

la ocasión de aquel placer

ser para mí de pesar.

Yo tengo el fruto en la mano,

y el tenerle me fatiga,

porque en mi mal inhumano,

a la más granada espiga

la roe un fiero gusano.

Aborrezco lo que quiero,

y por lo que vivo muero,

y yo me fabrico y pinto

un revuelto laberinto

de do salir nunca espero.

Busco la muerte en mi daño,

que ella es vida a mi dolencia;

con la verdad más me engaño,

y en ausencia y en presencia

va creciendo un mal tamaño.

No hay esperanza que acierte

a remediar mal tan fuerte,

ni por estar ni alejarme

es imposible apartarme

desta triste viva muerte.

Orompo

¿No es error conocido

decir que el daño que la muerte hace,

por ser tan estendido,

en parte satisface,

pues la esperanza quita

qu’el dolor administra y solicita?

Si de la gloria muerta

no se quedara viva la memoria

qu’el gusto desconcierta,

es cosa ya notoria

que el no esperar tenella,

tiempla el dolor en parte de perdella.

Pero si está presente

la memoria del bien ya fenescido,

más viva y más ardiente

que cuando poseído,

¿quién duda que esta pena

no está más que otras de miserias llena?

Marsilo

Si a un pobre caminante

le sucediese, por estraña vía,

huírsele delante,

al fenecer del día,

el albergue esperado

y con vana presteza procurado,

quedaría, sin duda,

confuso del temor que allí le ofrece

la escura noche y muda,

y más si no amanesce,

que el cielo a su ventura

no concede la luz serena y pura.

Yo soy el que camino

para llegar a un albergue venturoso,

y cuando más vecino

pienso estar del reposo,

cual fugitiva sombra,

el bien me huye y el dolor me asombra.

Crisio

Cual raudo y hondo río

suele impedir al caminante el paso,

y al viento, nieve y frío

le tiene en campo raso,

y el albergue delante

se le muestra de allí poco distante,

tal mi contento impide

esta penosa y tan prolija ausencia,

que nunca se comide

a aliviar su dolencia,

y casi ante mis ojos

veo quien remediará mis enojos.

Y el ver de mis dolores

tan cerca la salud, tanto me aprieta,

que los hace mayores,

pues por causa secreta,

cuanto el bien es cercano,

tanto más lejos huye de mi mano.

Orfinio

Mostróseme a la vista

un rico albergue de mil bienes lleno;

triunfé de su conquista,

y, cuando más sereno

se me mostraba el hado,

vilo en escuridad negra cambiado.

Allí donde consiste

el bien de los amantes bien queridos,

allí mi mal asiste;

allí se ven unidos

los males y desdenes

donde suelen estar todos los bienes.

Dentro desta morada

estoy, de do salir nunca procuro,

por mi dolor fundada

de tan estraño muro,

que pienso que le abaten

cuantos le quieren, miran y combaten.

Orompo

Antes el sol acabará el camino

que es proprio suyo, dando vuelta al cielo

después de haber tocado en cada signo,

que la parte menor de nuestro duelo

podamos declarar como se siente,

por más q[u]’[e]l bien hablar levante el vuelo.

Tú dices, Crisio, qu’el que vive ausente

muere; yo, que estoy muerto, pues mi vida

a muerte la entregó el hado inclemente.

Y tú, Marsilo, afirmas que perdida

tienes de gusto y bien toda esperanza,

pues un fiero desdén es tu homicida.

Tú repites, Orfinio, que la lanza

aguda de los celos te traspasa,

no sólo el pecho, que hasta el alma alcanza.

Y como el uno lo que el otro pasa

no siente, su dolor solo exagera,

y piensa que al rigor del otro pasa.

Y, por nuestra contienda lastimera,

de tristes argumentos está llena

del caudaloso Tajo la ribera.

Ni por esto desmengua nuestra pena;

antes, por el tratar la llaga tanto,

a mayor sentimiento nos condemna.

Cuanto puede decir la lengua, y cuanto

pueden pensar los tristes pensamientos,

es ocasión de renovar el llanto.

Cesen, pues, los agudos argumentos,

que en fin no hay mal que no fatigue y pene,

ni bien que dé siguros los contentos.

¡Harto mal tiene quien su vida tiene

cerrada en una estrecha sepultura,

y en soledad amarga se mantiene!

¡Desdichado del triste sin ventura

que padece de celos la dolencia,

con quien no valen fuerzas ni cordura,

y aquel que en el rigor de larga ausencia

pasa los tristes miserables días,

llegado al flaco arrimo de paciencia,

y no menos aquel qu’en sus porfías

siente, cuando más arde, en su pastora

entrañas duras e intenciones frías!

Crisio

Hágase lo que pide Orompo agora,

pues ya de recoger nuestro ganado

se va llegando a más andar la hora;

y, en tanto que al albergue acostumbrado

llegamos, y que el sol claro se aleja,

escondiendo su faz del verde prado,

con voz amarga y lamentable queja,

al son de los acordes instrumentos,

cantemos el dolor que nos aqueja.

Marsilo

Comienza, pues, ¡oh Crisio!, y tus acentos

lleguen a los oídos de Claraura,

llevados mansamente de los vientos,

como a quien todo tu dolor restaura.

Crisio

Al que ausencia viene a dar

su cáliz triste a beber,

no tiene mal que temer,

ni ningún bien que esperar.

En esta amarga dolencia

no hay mal que no esté cifrado:

temor de ser olvidado,

celos de ajena presencia;

quien la viniere a probar

luego vendrá a conocer

que no hay mal de que temer,

ni menos bien que esperar.

Orompo

Ved si es mal el que me aqueja

más que muerte conoscida,

pues forma quejas la vida

de que la muerte la deja.

Cuando la muerte llevó

toda mi gloria y contento,

por darme mayor tormento,

con la vida me dejó.

El mal viene, el bien se aleja

con tan ligera corrida,

que forma quejas la vida

de que la muerte la deja.

Marsilo

En mi terrible pesar

ya faltan, por más enojos,

las lágrimas a los ojos

y el aliento al sospirar.

La ingratitud y desdén

me tienen ya de tal suerte,

que espero y llamo a la muerte

por más vida y por más bien.

Poco se podrá tardar,

pues faltan en mis enojos

las lágrimas a los ojos

y el aliento al sospirar.

Orfinio

Celos, a fe, si pudiera,

que yo hiciera por mejor

que fueran celos amor,

y que el amor celos fuera.

Deste trueco granjeara

tanto bien y tanta gloria,

que la palma y la victoria

de enamorado llevara.

Y aun fueran de tal manera

los celos en mi favor,

que a ser los celos amor,

el amor yo solo fuera.

Con esta última canción del celoso Orfinio dieron fin a su égloga los discretos pastores, dejando satisfechos de su discreción a todos los que escuchado los habían; especialmente a Damón y a Tirsi, que gran contento en oírlos rescibieron, paresciéndoles que más que de pastoril ingenio parescían las razones y argumentos que para salir con su propósito los cuatro pastores habían propuesto. Pero, habiéndose movido contienda entre muchos de los circunstantes sobre cuál de los cuatro había alegado mejor de su derecho, en fin se vino a conformar el parecer de todos con el que dio el discreto Damón, diciéndoles que él para sí tenía que, entre todos los disgustos y sinsabores que el amor trae consigo, ninguno fatiga tanto al enamorado pecho como la incurable pestilencia de los celos; y que no se podían igualar a ella la pérdida de Orompo, ausencia de Crisio, ni la desconfianza de Marsilo.

–La causa es –dijo– que no cabe en razón natural que las cosas que están imposibilitadas de alcanzarse, puedan por largo tiempo apremiar la voluntad a quererlas, ni fatigar al deseo por alcanzarlas, porque el que tuviese voluntad y deseo de alcanzar lo imposible, claro está que, cuanto más el deseo le sobrase, tanto más el entendimiento le faltaría. Y por esta mesma razón digo que la pena que Orompo padece no es sino una lástima y compasión del bien perdido; y, por haberle perdido de manera que no es posible tornarle a cobrar, esta imposibilidad ha de ser causa para que su dolor se acabe; que, puesto que el humano entendimiento no puede estar tan unido siempre con la razón que deje de sentir la pérdida del bien que cobrar no se puede, y que en efecto, ha de dar muestras de su sentimiento con tiernas lágrimas, ardientes sospiros y lastimosas palabras, so pena de que quien esto no hiciese, antes por bruto que por hombre racional sería tenido; en fin fin, el discurso del tiempo cura esta dolencia, la razón la mitiga y las nuevas ocasiones tienen mucha parte para borrarla de la memoria.

»Todo esto es al revés en el ausencia, como apuntó bien Crisio en sus versos, que, como la esperanza en el ausente ande tan junta con el deseo, dale terrible fatiga la dilación de la tornada, porque, como no le impide otra cosa el gozar su bien sino algún brazo de mar, o alguna distancia de tierra, parécele que tiniendo lo principal, que es la voluntad de la persona amada, que se hace notorio agravio a su gusto que cosas que son tan menos como un poco de agua o tierra le impidan su felicidad y gloria. Júntase asimesmo a esta pena el temor de ser olvidado, las mudanzas de los humanos corazones; y, en tanto que la ausencia dura, sin duda alguna que es estraño el rigor y aspereza con que trata al alma del desdichado ausente; pero, como tiene tan cerca el remedio, que consiste en la tornada, puédese llevar con algún alivio su tormento, y si sucediere ser la ausencia de manera que sea imposible volver a la presencia deseada, aquella imposibilidad viene a ser el remedio, como en el de la muerte.

»El dolor de que Marsilo se queja, puesto que es como el mesmo que yo padezco, y por esta causa me había de parescer mayor que otro alguno, no por eso dejaré de decir lo que en él la razón me muestra, antes que aquello a que la pasión me incita. Confieso que es terrible dolor querer y no ser querido, pero mayor sería amar y ser aborrecido. Y si los nuevos amadores nos guiásemos por lo que la razón y la experiencia nos enseña, veríamos que todos los principios en cualquier cosa son dificultosos, y que no padece esta regla excepción en los casos de amor, antes en ellos más se confirma y fortalece; así que, quejarse el nuevo amante de la dureza del rebelde pecho de su señora, va fuera de todo razonable término, porque, como el amor sea y ha de ser voluntario, y no forzoso, no debo yo quejarme de no ser querido de quien quiero, ni debo hacer caudal del cargo que le hago, diciéndole que está obligada a amarme porque yo la amo; que, puesto que la persona amada debe, en ley de naturaleza y en buena cortesía, no mostrarse ingrata con quien bien la quiere, no por eso le ha de ser forzoso y de obligación que corresponda del todo y por todo a los deseos de su amante; que si esto así fuese, mil enamorados importunos habría que por su solicitud alcanzasen lo que quizá no se les debría de derecho. Y, como el amor tenga por padre al conocimiento, puede ser que no halle en mí la que es de mí bien querida, partes tan buenas que la muevan e inclinen a quererme; y así, no está obligada, como ya he dicho, a amarme, como yo estaré obligado a adorarla, porque hallé en ella lo que a mí me falta. Y por esta razón no debe el desdeñado quejarse de su amada, sino de su ventura, que le negó las gracias que al conocimiento de su señora pudieran mover a bien quererle. Y así, debe procurar con continos servicios, con amorosas razones, con la no importuna presencia, con las ejercitadas virtudes, adobar y enmendar en él la falta que naturaleza hizo, que este es tan principal remedio, que estoy por afirmar que será imposible dejar de ser amado el que con tan justos medios procurase granjear la voluntad de su señora. Y, pues este mal del desdén tiene el bien deste remedio, consuélese Marsilo y tenga lástima al desdichado y celoso Orfinio, en cuya desventura se encierra la mayor que en las de amor imaginar se puede.

»¡Oh celos, turbadores de la sosegada paz amorosa; celos, cuchillo de las más firmes esperanzas! No sé yo qué pudo saber de linajes el que a vosotros os hizo hijos del amor, siendo tan al revés, que por el mesmo caso dejara el amor de serlo si tales hijos engendrara. ¡Oh celos, hipócritas y fementidos ladrones, pues, para que se haga cuenta de vosotros en el mundo, en viendo nascer alguna centella de amor en algún pecho, luego procuráis mezclaros con ella, volviéndoos de su color, y aun procuráis usurparle el mando y señorío que tiene! Y de aquí nasce que, como os ven tan unidos con el amor, puesto que por vuestros efectos dais a conoscer que no sois el mesmo amor, todavía procuráis que entienda el ignorante que sois sus hijos, siendo, como lo sois, nascidos de una baja sospecha, engendrados de un vil y desastrado temor, criados a los pechos de falsas imaginaciones, crescidos entre vilísimas envidias, sustentados de chismes y mentiras. Y, porque se vea la destruición que hace en los enamorados pechos esta maldita dolencia de los rabiosos celos, en siendo el amante celoso, conviene –con paz sea dicho de los celosos enamorados–, conviene, digo, que sea, como lo es, traidor, astuto, revoltoso, chismero, antojadizo y aun mal criado; y a tanto se estiende la celosa furia que le señorea, que a la persona que más quiere es a quien más mal desea. Querría el amante celoso que sólo para él su dama fuese hermosa, y fea para todo el mundo; desea que no tenga ojos para ver más de lo que él quisiere, ni oídos para oír, ni lengua para hablar; que sea retirada, desabrida, soberbia y mal acondicionada; y aun a veces desea, apretado desta pasión diabólica, que su dama se muera y que todo se acabe.

»Todas estas pasiones engendran los celos en los ánimos de los amantes celosos; al revés de las virtudes que el puro y sencillo amor multiplica en los verdaderos y comedidos amadores, porque en el pecho de un buen enamorado se encierra discreción, valentía, liberalidad, comedimiento y todo aquello que le puede hacer loable a los ojos de las gentes. Tiene más, asimesmo, la fuerza deste crudo veneno: que no hay antídoto que le preserve, consejo que le valga, amigo que le ayude, ni disculpa que le cuadre; todo esto cabe en el enamorado celoso, y más: que cualquiera sombra le espanta, cualquiera niñería le turba y cualquier sospecha, falsa o verdadera, le deshace; y a toda esta desventura se le añade otra: que con las disculpas que le dan, piensa que le engañan. Y no habiendo para la enfermedad de los celos otra medicina que las disculpas, y no queriendo el enfermo celoso admitirlas, síguese que esta enfermedad es sin remedio, y que a todas las demás debe anteponerse. Y así, es mi parecer que Orfinio es el más penado, pero no el más enamorado, porque no son los celos señales de mucho amor, sino de mucha curiosidad impertinente; y si son señales de amor, es como la calentura en el hombre enfermo, que el tenerla es señal de tener vida, pero vida enferma y mal dispuesta; y así, el enamorado celoso tiene amor, mas es amor enfermo y mal acondicionado. Y también el ser celoso es señal de poca confianza del valor de sí mesmo. Y que sea esto verdad nos lo muestra el discreto y firme enamorado, el cual, sin llegar a la escuridad de los celos, toca en las sombras del temor, pero no se entra tanto en ellas que le escurezcan el sol de su contento, ni dellas se aparta tanto que le descuiden de andar solícito y temeroso; que si este discreto temor faltase en el amante, yo le tendría por soberbio y demasiadamente confiado, porque, como dice un común proverbio nuestro: "quien bien ama, teme"; teme, y aun es razón que tema el amante que, como la cosa que ama es en estremo buena, o a él le pareció serlo, no parezca lo mesmo a los ojos de quien la mirare, y por la mesma causa se engendre el amor en otro que pueda y venga a turbar el suyo. Teme y tema el buen enamorado las mudanzas de los tiempos, de las nuevas occasiones que en su daño podrían ofrecerse, de que con brevedad no se acabe el dichoso estado que goza; y este temor ha de ser tan secreto que no le salga a la lengua para decirle, ni aun a los ojos para significarle; y hace tan contrarios efectos este temor del que los celos hacen en los pechos enamorados, que cría en ellos nuevos deseos de acrescentar más el amor, si pudiesen; de procurar con toda solicitud que los ojos de su amada no vean en ellos cosa que no sea digna de alabanza, mostrándose liberales, comedidos, galanes, limpios y bien criados; y tanto cuanto este virtuoso temor es justo se alabe, tanto y más es digno que los celos se vituperen.

Calló en diciendo esto el famoso Damón, y llevó tras la suya las contrarias opiniones de algunos que escuchado le habían, dejando a todos satisfechos de la verdad que con tanta llaneza les había mostrado. Pero no se quedara sin respuesta si los pastores Orompo, Crisio, Marsilo y Orfinio hubieran estado presentes a su plática, los cuales, cansados de la recitada égloga, se habían ido a casa de su amigo Daranio.

Estando todos en esto, ya que los bailes y danzas querían renovarse, vieron que por una parte de la plaza entraban tres dispuestos pastores, que luego de todos fueron conoscidos, los cuales eran el gentil Francenio, el libre Lauso y el anciano Arsindo, el cual venía en medio de los dos pastores con una hermosa guirnalda de verde lauro en las manos; y, atravesando por medio de la plaza, vinieron a parar adonde Tirsi, Damón, Elicio y Erastro y todos los más principales pastores estaban, a los cuales con corteses palabras saludaron, y con no menor cortesía fueron dellos rescebidos, especialmente Lauso de Damón, de quien era antiguo y verdadero amigo. Cesando los comedimientos, puestos los ojos Arsindo en Damón y en Tirsi, comenzó a hablar desta manera:

–La fama de vuestra sabiduría, que cerca y lejos se estiende, discretos y gallardos pastores, es la que a estos pastores y a mí nos trae a suplicaros queráis ser jueces de una graciosa contienda que entre estos dos pastores ha nascido; y es que la fiesta pasada, Francenio y Lauso, que están presentes, se hallaron en una conversación de hermosas pastoras, entre las cuales, por pasar sin pesadumbre las horas ociosas del día, entre otros muchos juegos, ordenaron el que se llama de los propósitos. Sucedió, pues, que, llegando la vez de proponer y comenzar a uno destos pastores, quiso la suerte que la pastora que a su lado estaba y a la mano derecha tenía, fuese, según él dice, la tesorera de los secretos de su alma, y la que por más discreta y más enamorada en la opinión de todos estaba. Llegándosele, pues, al oído, le dijo: "Huyendo va la esperanza". La pastora, sin detenerse en nada, prosiguió adelante, y al decir después cada uno en público lo que al otro había dicho en secreto, hallóse que la pastora había seguido el propósito, diciendo: "Tenella con el deseo". Fue celebrada por los que presentes estaban la agudeza desta respuesta, pero el que más la solemnizó fue el pastor Lauso; y no menos le pareció bien a Francenio. Y así, cada uno, viendo que lo propuesto y respondido eran versos medidos, se ofreció de glosallos; y, después de haberlo hecho, cada cual procura que su glosa a la del otro se aventaje; y, para asegurarse desto, me quisieron hacer juez dello. Pero, como yo supe que vuestra presencia alegraba nuestras riberas, aconsejéles que a vosotros viniesen, de cuya estremada sciencia y sabiduría questiones de mayor importancia pueden bien fiarse. Han seguido ellos mi parecer, y yo he querido tomar trabajo de hacer esta guirnalda, para que sea dada en premio al que vosotros, pastores, viéredes que mejor ha glosado.

Calló Arsindo y esperó la respuesta de los pastores, que fue agradecerle la buena opinión que dellos tenía, y ofrecerse de ser jueces desapasionados en aquella honrosa contienda. Con este seguro, luego Francenio tornó a repetir los versos y a decir su glosa, que era ésta:

Huyendo va la esperanza;

tenella con el deseo.

Glosa

Cuando me pienso salvar

en la fe de mi querer,

me vienen luego a espantar

las faltas del merescer

y las sobras del pesar.

Muérese la confianza,

no tiene pulsos la vida,

pues se ve en mi mala andanza

que, del temor perseguida,

huyendo va la esperanza.

Huye y llévase consigo

todo el gusto de mi pena,

dejando, por más castigo,

las llaves de mi cadena

en poder de mi enemigo.

Tanto se aleja que creo

que presto se hará invisible,

y en su ligereza veo

que, ni puedo, ni es posible

tenerla con el deseo.

Dicha la glosa de Francenio, Lauso comenzó la suya, que así decía:

En el punto que os miré,

como tan hermosa os vi,

luego temí y esperé;

pero, en fin, tanto temí

que con el temor quedé.

De veros, esto se alcanza:

una flaca confianza

y un temor acobardado,

que, por no verle a su lado,

huyendo va la esperanza.

Y, aunque me deja y se va

con tan estraña corrida,

por milagro se verá

que se acabará mi vida

y mi amor no acabará.

Sin esperanza me veo;

mas, por llevar el trofeo

de amador sin interese,

no querría, aunque pudiese,

tenella con el deseo.

En acabando Lauso de decir su glosa, dijo Arsindo:

–Veis aquí, famosos Damón y Tirsi, declarada la causa sobre que es la contienda destos pastores; sólo resta agora que vosotros deis la guirnalda a quien viéredes que con más justo título la meresce: que Lauso y Francenio son tan amigos, y vuestra sentencia será tan justa, que ellos tendrán por bien lo que por vosotros fuere juzgado.

–No entiendas Arsindo –respondió Tirsi–, que con tanta presteza, aunque nuestros ingenios fueran de la calidad que tú los imaginas, se puede ni debe juzgar la diferencia, si hay alguna, destas discretas glosas. Lo que yo sé decir dellas, y lo que Damón no querrá contradecirme, es que igualmente entrambas son buenas, y que la guirnalda se debe dar a la pastora que dio la ocasión a tan curiosa y loable contienda. Y si deste parecer quedáis satisfechos, pagádnosle con honrar las bodas de nuestro amigo Daranio, alegrándolas con vuestras agradables canciones y autorizándolas con vuestra honrosa presencia.

A todos pareció bien la sentencia de Tirsi; los dos pastores la consintieron y se ofrecieron de hacer lo que Tirsi les mandaba. Pero las pastoras y pastores que a Lauso conoscían se maravillaban de ver la libre condición suya en la red amorosa envuelta, porque luego vieron en la amarillez de su rostro, en el silencio de su lengua y en la contienda que con Francenio había tomado, que no estaba su voluntad tan esenta como solía; y andaban entre sí imaginando quién podría ser la pastora que de su libre corazón triunfado había. Quién imaginaba que la discreta Belisa, y quién que la gallarda Leandra, y algunos que la sin par Arminda, moviéndoles a imaginar esto la ordinaria costumbre que Lauso tenía de visitar las cabañas destas pastoras, y ser cada una dellas para subjectar con su gracia, valor y hermosura otros tan libres corazones como el de Lauso. Y desta duda tardaron muchos días en certificarse, porque el enamorado pastor apenas de sí mesmo fiaba el secreto de sus amores. Acabado esto, luego toda la joventud del pueblo renovó las danzas, y los pastoriles instrumentos formaron una agradable música. Pero, viendo que ya el sol apresuraba su carrera hacia el ocaso, cesaron las concertadas voces, y todos los que allí estaban determinaron de llevar a los desposados hasta su casa. Y el anciano Arsindo, por cumplir lo que a Tirsi había prometido, en el espacio que había desde la plaza hasta la casa de Daranio, al son de la zampoña de Erastro, estos versos fue cantando:

Arsindo

Haga señales el cielo

de regocijo y contento

en tan venturoso día;

celébrese en todo el suelo

este alegre casamiento

con general alegría.

Cámbiese de hoy más el llanto

en süave y dulce canto,

y, en lugar de los pesares,

vengan gustos a millares

que destierren el quebranto.

Todo el bien suceda en colmo

entre desposados tales,

tan para en uno nascidos:

peras les ofrezca el olmo,

cerezas los carrascales,

guindas los mirtos floridos;

hallen perlas en los riscos,

uvas les den los lentiscos,

manzanas los algarrobos,

y sin temor de los lobos

ensanchen más sus apriscos.

Y sus machorras ovejas

vengan a ser parideras,

con que doblen su ganancia;

las solícitas abejas

en los surcos de sus eras

hagan miel en abundancia;

logren siempre su semilla

en el campo y en la villa,

cogida a tiempo y sazón;

no entre en sus viñas pulgón,

ni en su trigo la neguilla.

Y dos hijos presto tengan,

tan hechos en paz y amor

cuanto pueden desear;

y, en siendo crescidos, vengan

a ser el uno doctor,

y otro, cura del lugar.

Sean siempre los primeros

en virtudes y en dineros,

que sí serán, y aun señores,

si no salen fiadores

de agudos alcabaleros.

Más años que Sarra vivan,

con salud tan confirmada

que dello pese al doctor;

y ningún pesar resciban,

ni por hija mal casada,

ni por hijo jugador.

Y, cuando los dos estén

viejos cual Matusalén,

mueran sin temor de daño,

y háganles su cabo de año

por siempre jamás, amén.

Con grandísimo gusto fueron escuchados los rústicos versos de Arsindo, en los cuales más se alargara si no lo impidiera el llegar a la casa de Daranio, el cual, convidando a todos los que con él venían, se quedó en ella, si no fue que Galatea y Florisa, por temor que Teolinda de Tirsi y Damón no fuese conocida, no quisieron quedarse a la cena de los desposados. Bien quisiera Elicio y Erastro acompañar a Galatea hasta su casa, pero no fue posible que lo consintiese; y así, se hubieron de quedar con sus amigos, y ellas se fueron cansadas de los bailes de aquel día; y Teolinda con más pena que nunca, viendo que en las solemnes bodas de Daranio, donde tantos pastores habían acudido, sólo su Artidoro faltaba. Con esta penosa imaginación, pasó aquella noche en compañía de Galatea y Florisa, que con más libres y desapasionados corazones la pasaron, hasta que, en el nuevo venidero día, les sucedió lo que se dirá en el libro que se sigue.

Fin del tercero libro

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Universidad de Alcalá
1997

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