Miguel de Cervantes Saavedra [Principal| Biografía |Obras | CEC | Galería|Debates |Enlaces |Buscar | Novedades| Sugerencias |Libro de invitados | Tabla de contenidos |Universidad]

Del Viaje del Parnaso,

capítulo tercero

  Eran los remos de la real galera  
  de esdrújulos, y dellos compelida  
  se deslizaba por el mar ligera.  
  Hasta el tope la vela iba tendida,  
  hecha de muy delgados pensamientos,

5

  de varios lizos por amor tejida.  
  Soplaban dulces y amorosos vientos,  
  todos en popa, y todos se mostraban  
  al gran vïaje solamente atentos.  
  Las sirenas en torno navegaban,

10

  dando empellones al bajel lozano,  
  con cuya ayuda en vuelo le llevaban.  
  Semejaban las aguas del mar cano  
  colchas encarrujadas, y hacían  
  azules visos por el verde llano.

15

  Todos los del bajel se entretenían:  
  unos glosando pies dificultosos,  
  otros cantaban, otros componían;  
  otros, de los tenidos por curiosos,  
  referían sonetos, muchos hechos

20

  a diferentes casos amorosos;  
  otros, alfeñicados y deshechos  
  en puro azúcar, con la voz süave,  
  de su melifluidad muy satisfechos,  
  en tono blando, sosegado y grave,

25

  églogas pastorales recitaban,  
  en quien la gala y la agudeza cabe;  
  otros de sus señoras celebraban,  
  en dulces versos, de la amada boca  
  los escrementos que por ella echaban.

30

  Tal hubo a quien amor así le toca,  
  que alabó los riñones de su dama  
  con gusto grande y no elegancia poca.  
  Uno cantó que la amorosa llama  
  en mitad de las aguas le encendía,

35

  y como toro agarrochado brama.  
  Desta manera andaba la Poesía  
  de en uno en otro, haciendo que hablase  
  éste latín, aquél algarabía.  
  En esto, sesga la galera, vase

40

  rompiendo el mar con tanta ligereza,  
  que el viento aun no consie[n]te que la pase;  
  y, en esto, descubrióse la grandeza  
  de la escombrada playa de Valencia,  
  por arte hermosa y por naturaleza.

45

  Hizo luego de sí grata presencia  
  el gran don Luis Ferrer, marcado el pecho  
  de honor y el alma de divina ciencia;  
  desembarcóse el dios, y fue derecho  
  a darle cuatro mil y más abrazos,

50

  de su vista y su ayuda satisfecho.  
  Volvió la vista, y reiteró los lazos  
  en don Guillén de Castro, que venía  
  deseoso de verse en tales brazos.  
  Cristóbal de Virués se le seguía,

55

  con Pedro de Aguilar, junta famosa  
  de las que Turia en sus riberas cría.  
  No le pudo llegar más valerosa  
  escuadra al gran Mercurio, ni él pudiera  
  desearla mejor ni más honrosa.

60

  Luego se descubrió por la ribera  
  un tropel de gallardos valencianos,  
  que a ver venían la sin par galera;  
  todos con instrumentos en las manos  
  de estilos y librillos de memoria,

65

  por bizarría y por ingenio ufanos,  
  codiciosos de hallarse en la vitoria,  
  que ya tenían por segura y cierta,  
  de las heces del mundo y de la escoria.  
  Pero Mercurio les cerró la puerta,

70

  digo, no consintió que se embarcasen,  
  y el porqué no lo dijo, aunque se acierta.  
  Y fue, porque temió que no se alzasen,  
  siendo tantos y tales, con Parnaso,  
  y nuevo imperio y mando en él fundasen.

75

  En esto, vióse con brïoso paso  
  venir al magno Andrés Rey de Artieda,  
  no por la edad descaecido o laso;  
  hicieron todos espaciosa rueda,  
  y, cogiéndole en medio, le embarcaron,

80

  más rico de valor que de moneda.  
  Al momento las áncoras alzaron,  
  y las velas, ligadas a la entena,  
  los grumetes apriesa desataron.  
  De nuevo por el aire claro suena

85

  el son de los clarines, y de nuevo  
  vuelve a su oficio cada cual sirena.  
  Miró el bajel por entre nubes Febo,  
  y dijo en voz que pudo ser oída:  
  «Aquí mi gusto y mi esperanza llevo».

90

  De remos y sirenas impelida,  
  la galera se deja atrás el viento,  
  con milagrosa y próspera corrida.  
  Leíase en los rostros el contento  
  que llevaban los sabios pasajeros,

95

  durable por no ser nada violento.  
  Unos por el calor iban en cueros;  
  otros, por no tener godescas galas,  
  en traje se vistieron de romeros.  
  Hendía en tanto las neptúneas salas

100

  la galera, del modo como hiende  
  la grulla el aire con tendidas alas.  
  En fin, llegamos donde el mar se estiende  
  y ensancha y forma el golfo de Narbona,  
  que de ningunos vientos se defiende.

105

  Del gran Mercurio la cabal persona,  
  sobre seis resmas de papel sentada,  
  iba con cetro y con real corona;  
  cuando una nube, al parecer preñada,  
  parió cuatro poetas en crujía,

110

  o los llovió (razón más concertada).  
  Fue el uno aquél de quien Apolo fía  
  su honra: Juan Luis de Casanate,  
  poeta insigne de mayor cuantía;  
  el mismo Apolo de su ingenio trate,

115

  él le alabe, él le premie y recompense,  
  que el alabarle yo sería dislate.  
  Al segundo llovido, el uticense  
  Catón no le igualó, ni tiene Febo  
  que tanto por él mire ni en él piense;

120

  del contador Gaspar de Bar[r]ionuevo,  
  mal podrá el corto flaco ingenio mío  
  loar el suyo así como yo debo.  
  Llenó del gran bajel el gran vacío  
  el gran Francisco de Rioja, al punto

125

  que saltó de la nube en el navío.  
  A Cristóbal de Mesa vi allí junto  
  a los pies de Mercurio, dando fama  
  a Apolo, siendo dél propio trasumpto.  
  A la gavia un grumete se encarama,

130

  y dijo a voces: «La ciudad se muestra  
  que Génova, del dios Jano, se llama».  
  «Déjese la ciudad a la siniestra  
  mano», dijo Mercurio; «el bajel vaya,  
  y siga su derrota por la diestra».

135

  Hacer al Tíber vimos blanca raya  
  dentro del mar, habiendo ya pasado  
  la ancha, romana y peligrosa playa.  
  De lejos vióse el aire condensado  
  del humo que el Estrómbalo vomita,

140

  de azufre y llamas y de horror formado.  
  Huyen la isla infame, y solicita  
  el süave poniente así el viaje,  
  que lo acorta, lo allana y facilita.  
  Vímonos en un punto en el paraje

145

  do la nutriz de Eneas pïadoso  
  hizo el forzoso y último pasaje.  
  Vimos desde allí a poco el más famoso  
  monte que encierra en sí nuestro emisfero,  
  más gallardo a la vista y más hermoso;

150

  las cenizas de Títiro y Sincero  
  están en él, y puede ser por esto  
  nombrado entre los montes por primero.  
  Luego se descubrió donde echó el resto  
  de su poder Naturaleza, amiga

155

  de formar de otros muchos un compuesto.  
  Viose la pesadumbre sin fatiga  
  de la bella Parténope, sentada  
  a la orilla del mar, que sus pies liga,  
  de castillos y torres coronada,

160

  por fuerte y por hermosa en igual grado  
  tenida, conocida y estimada.  
  Mandóme el del alígero calzado  
  que me aprestase y fuese luego a tierra  
  a dar a los Lupercios un recado,

165

  en que les diese cuenta de la guerra  
  temida, y que a venir les persuadiese  
  al duro y fiero asalto, al ¡cierra, cierra!  
  «Señor», le respondí, «si acaso hubiese  
  otro que la embajada les llevase,

170

  que más grato a los dos hermanos fuese  
  que yo no soy, sé bien que negociase  
  mejor». Dijo Mercurio: «No te entiendo,  
  y has de ir antes que el tiempo más se pase».  
  «Que no me han de escuchar estoy temiendo»,

175

  le repliqué; «y así, el ir yo no importa,  
  puesto que en todo obedecer pretendo.  
  Que no sé quién me dice y quién me exhorta  
  que tienen para mí, a lo que imagino,  
  la voluntad, como la vista, corta.

180

  Que si esto así no fuera, este camino  
  con tan pobre recámara no hiciera,  
  ni diera en un tan hondo desatino.  
  Pues si alguna promesa se cumpliera  
  de aquellas muchas que al partir me hicieron,

185

  lléveme Dios si entrara en tu galera.  
  Mucho esperé, si mucho prometieron,  
  mas podía ser que ocupaciones nuevas  
  les obligue a olvidar lo que dijeron.  
  Muchos, señor, en la galera llevas

190

  que te podrán sacar el pie del lodo:  
  parte, y escusa de hacer más pruebas».  
  «Ninguno», dijo, «me hable dese modo,  
  que si me desembarco y los embisto,  
  voto a Dios, que me traiga al Conde y todo.

195

  Con estos dos famosos me enemisto,  
  que, habiendo levantado a la Poesía  
  al buen punto en que está, como se ha visto,  
  quieren con perezosa tiranía  
  alzarse, como dicen, a su mano

200

  con la ciencia que a ser divinos guía.  
  ¡Por el solio de Apolo soberano  
  juro...! Y no digo más». Y, ardiendo en ira,  
  se echó a las barbas una y otra mano,  
  y prosiguió diciendo: «El dotor Mira,

205

  apostaré, si no lo manda el Conde,  
  que también en sus puntos se retira.  
  Señor galán, parezca: ¿a qué se asconde?  
  Pues a fee, por llevarle, si él no gusta,  
  que ni le busque, aseche ni le ronde.

210

  ¿Es esta empresa acaso tan injusta  
  que se esquiven de hallar en ella cuantos  
  tienen conciencia limitada y justa?  
  ¿Carece el cielo de poetas santos,  
  puesto que brote a cada paso el suelo

215

  poetas, que lo son tantos y tantos?  
  ¿No se oyen sacros himnos en el cielo?  
  ¿La arpa de David allá no suena,  
  causando nuevo acidental consuelo?  
  ¡Fuera melindres! ¡Ícese la entena,

220

  que llegue al tope!» Y luego obedecido  
  fue de la chusma, sobre buenas buena.  
  Poco tiempo pasó, cuando un rüido  
  se oyó, que los oídos atronaba,  
  y era de perros áspero ladrido.

225

  Mercurio se turbó, la gente estaba  
  suspensa al triste son, y en cada pecho  
  el corazón más válido temblaba.  
  En esto descubrióse el corto estrecho  
  que Scila y que Caribdis espantosas

230

  tan temeroso con su furia han hecho.  
  «Estas olas que veis presunt[ü]osas  
  en visitar las nubes de contino,  
  y aun de tocar el cielo codiciosas,  
  venciólas el prudente peregrino

235

  amante de Calipso, al tiempo cuando  
  hizo», dijo Mercurio, «este camino.  
  Su prudencia nosotros imitando,  
  echaremos al mar en qué se ocupen,  
  en tanto que el bajel pasa volando,

240

  que en tanto que ellas tasquen, roan, chupen  
  el mísero que al mar ha de entregarse,  
  seguro estoy que el paso desocupen.  
  Miren si puede en la galera hallarse  
  algún poeta desdichado, acaso,

245

  que a las fieras gargantas pueda darse».  
  Buscáronle y hallaron a Lofraso,  
  poeta militar, sardo, que estaba  
  desmayado a un rincón, marchito y laso;  
  que a sus Diez libros de Fortuna andaba

250

  añadiendo otros diez, y el tiempo escoge  
  que más desocupado se mostraba.  
  Gritó la chusma toda: «¡Al mar se arroje;  
  vaya Lofraso al mar sin resistencia!»  
  «Por Dios», dijo Mercurio, «que me enoje.

255

  ¿Cómo, y no será cargo de conciencia,  
  y grande, echar al mar tanta poesía,  
  puesto que aquí nos hunda su inclemencia?  
  Viva Lofraso, en tanto que dé al día  
  Apolo luz, y en tanto que los hombres

260

  tengan discreta, alegre fantasía.  
  Tócante a ti, ¡oh Lofraso!, los renombres  
  y epítetos de agudo y de sincero,  
  y gusto que mi cómitre te nombres».  
  Esto dijo Mercurio al caballero,

265

  el cual en la crujía en pie se puso  
  con un rebenque despiadado y fiero.  
  Creo que de sus versos le compuso,  
  y no sé cómo fue, que, en un momento  
  (o ya el cielo, o Lofraso lo dispuso),

270

  salimos del estrecho a salvamento,  
  sin arrojar al mar poeta alguno:  
  ¡tanto del sardo fue el merecimiento!  
  Mas luego otro peligro, otro importuno  
  temor amenazó, si no gritara

275

  Mercurio cual jamás gritó ninguno,  
  diciendo al timonero: «¡A orza, para,  
  amáinese de golpe!» Y todo a un punto  
  se hizo, y el peligro se repara.  
  «Estos montes que veis, que están tan junto,

280

  son los que Acroceraunos son llamados,  
  de infame nombre, como yo barrunto».  
  Asieron de los remos los honrados,  
  los tiernos, los melifluos, los godescos,  
  y los de a cantimplora acostumbrados;

285

  los fríos los asieron y los frescos;  
  asiéronlos también los calurosos,  
  y los de calzas largas y greguescos;  
  del sopraestante daño temerosos,  
  todos a una la galera empujan

290

  con flacos y con brazos poderosos.  
  Debajo del bajel se somurmujan  
  las sirenas, que dél no se apartaron,  
  y a sí mismas en fuerzas sobrepujan;  
  y en un pequeño espacio la llevaron

295

  a vista de Corfú, y a mano diestra  
  la isla inexpugnable se dejaron;  
  y, dando la galera a la siniestra,  
  discurría de Grecia las riberas,  
  adonde el cielo su hermosura muestra.

300

  Mostrábanse las olas lisonjeras,  
  impeliendo el bajel süavemente,  
  como burlando con alegres veras.  
  Y luego, al parecer por el Oriente  
  rayando el rubio sol nuestro horizonte

305

  con rayas rojas, hebras de su frente,  
  gritó un grumete y dijo: «El monte, el monte;  
  el monte se descubre donde tiene  
  su buen rocín el gran Belorofonte».  
  Por el monte se arroja, y a pie viene

310

  Apolo a recebirnos. «Yo lo creo»,  
  dijo Lofraso, «y llega a la Hipocrene.  
  Yo desde aquí columbro, miro y veo  
  que se andan solazando entre unas matas  
  las Musas con dulcísimo recreo:

315

  unas antiguas son, otras novatas,  
  y todas con ligero paso y tardo  
  andan las cinco en pie, las cuatro a gatas».  
  «Si tú tal ves», dijo Mercurio, «¡oh sardo  
  poeta!, que me corten las orejas,

320

  o me tengan los hombres por bastardo.  
  Dime: ¿por qué algún tanto no te alejas  
  de la ignorancia, pobretón, y adviertes  
  lo que cantan tus rimas en tus quejas?  
  ¿Por qué con tus mentiras nos diviertes

325

  de recebir a Apolo cual se debe,  
  por haber mejorado vuestras suertes?»  
  En esto, mucho más que el viento leve,  
  bajó el lucido Apolo a la marina,  
  a pie, porque en su carro no se atreve.

330

  Quitó los rayos de la faz divina,  
  mostróse en calzas y en jubón vistoso,  
  porque dar gusto a todos determina.  
  Seguíale detrás un numeroso  
  escuadrón de doncellas bailadoras,

335

  aunque pequeñas, de ademán brïoso.  
  Supe poco después que estas señoras,  
  sanas las más, las menos malparadas,  
  las del tiempo y del sol eran las Horas:  
  las medio rotas eran las menguadas;

340

  las sanas, las felices, y con esto  
  eran todas en todo apresuradas.  
  Apolo luego con alegre gesto  
  abrazó a los soldados que esperaba  
  para la alta ocasión que se ha propuesto;

345

  y no de un mismo modo acariciaba  
  a todos, porque alguna diferencia  
  hacía con los que él más se alegraba;  
  que a los de señoría y excelencia  
  nuevos abrazos dio, razones dijo,

350

  en que guardó decoro y preeminencia.  
  Entre ellos abrazó a don Juan de Arguijo,  
  que no sé en qué, o cómo, o cuándo hizo  
  tan áspero viaje y tan prolijo;  
  Con él a su deseo satisfizo

355

  Apolo, y confirmó su pensamiento:  
  mandó, vedó, quitó, hizo y deshizo.  
  Hecho, pues, el sin par recebimiento,  
  do se halló don Luis de Barahona,  
  llevado allí por su merecimiento,

360

  del siempre verde lauro una corona  
  le ofrece Apolo en su intención, y un vaso  
  del agua de Castalia y de Helicona;  
  y luego vuelve el majestoso paso,  
  y el escuadrón pensado y de repente

365

  le sigue por las faldas del Parnaso.  
  Llegóse, en fin, a la Castalia fuente,  
  y, en viéndola, infinitos se arrojaron,  
  sedientos, al cristal de su corriente:  
  unos no solamente se hartaron,

370

  sino que pies y manos y otras cosas  
  algo más indecentes se lavaron;  
  otros, más advertidos, las sabrosas  
  aguas gustaron poco a poco, dando  
  espacio al gusto, a pausas melindrosas.

375

  El bríndez y el caraos se puso en bando,  
  porque los más de bruces, y no a sorbos,  
  el süave licor fueron gustando;  
  de ambas manos hacían vasos corvos  
  otros, y algunos de la boca al agua

380

  temían de hallar cien mil estorbos.  
  Poco a poco la fuente se desagua,  
  y pasa en los estómagos bebientes,  
  y aún no se apaga de su sed la fragua.  
  Mas díjoles Apolo: «Otras dos fuentes

385

  aún quedan, Aganipe e Hipocrene,  
  ambas sabrosas, ambas excelentes;  
  cada cual de licor dulce y perene,  
  todas de calidad aumentativa  
  del alto ingenio que a gustarlas viene».

390

  Beben, y suben por el monte arriba,  
  por entre palmas y entre cedros altos  
  y entre árboles pacíficos de oliva;  
  de gusto llenos y de angustia faltos,  
  siguiendo a Apolo el escuadrón camina,

395

  unos a pedicoj, otros a saltos.  
  Al pie sentado de una antigua encina,  
  vi a Alonso de Ledesma, componiendo  
  una canción angélica y divina;  
  conocíle, y a él me fui corriendo

400

  con los brazos abiertos como amigo,  
  pero no se movió con el estruendo.  
  «¿No ves», me dijo Apolo, «que consigo  
  no está Ledesma agora? ¿No ves claro  
  que está fuera de sí y está conmigo?»

405

  A la sombra de un mirto, al verde amparo,  
  Jerónimo de Castro sesteaba,  
  varón de ingenio peregrino y raro;  
  un motete imagino que cantaba  
  con voz süave; yo quedé admirado

410

  de verle allí, porque en Madrid quedaba.  
  Apolo me entendió y dijo: «Un soldado  
  como éste no era bien que se quedara  
  entre el ocio y el sueño sepultado.  
  Yo le truje, y sé cómo, que a mi rara

415

  potencia no la impide otra ninguna,  
  ni inconviniente alguno la repara».  
  En esto, se llegaba la oportuna  
  hora, a mi parecer, de dar sustento  
  al estómago pobre, y más si ayuna.

420

  Pero no le pasó por pensamiento  
  a Delio, que el ejército conduce,  
  satisfacer al mísero hambriento.  
  Primero a un jardín rico nos reduce,  
  donde el poder de la Naturaleza

425

  y el de la industria más campea y luce.  
  Tuvieron los Hespérides belleza  
  menor; no le igualaron los Pensiles  
  en sitio, en hermosura y en grandeza;  
  en su comparación, se muestran viles

430

  los de Alcinöo, en cuyas alabanzas  
  se han ocupado ingenios bien sotiles.  
  No sujeto del tiempo a las mudanzas,  
  que todo el año primavera ofrece  
  frutos en posesión, no en esperanzas,

435

  Naturaleza y arte allí parece  
  andar en competencia, y está en duda  
  cuál vence de las dos, cuál más merece.  
  Muéstrase balbuciente y casi muda,  
  si le alaba, la lengua más experta,

440

  de adulación y de mentir desnuda.  
  Junto con ser jardín, era una huerta,  
  un soto, un bosque, un prado, un valle ameno,  
  que en todos estos títulos concierta,  
  de tanta gracia y hermosura lleno,

445

  que una parte del cielo parecía  
  el todo del bellísimo terreno.  
  Alto en el sitio alegre Apolo hacía,  
  y allí mandó que todos se sentasen  
  a tres horas después de mediodía;

450

  y, porque los asientos señalasen  
  el ingenio y valor de cada uno,  
  y unos con otros no se embarazasen,  
  a despecho y pesar del importuno  
  ambicioso deseo, les dio asiento

455

  en el sitio y lugar más oportuno.  
  Llegaban los laureles casi a ciento,  
  a cuya sombra y troncos se sentaron  
  algunos de aquel número contento;  
  otros los de las palmas ocuparon;

460

  de los mirtos y yedras y los robles  
  también varios poetas albergaron.  
  Puesto que humildes, eran de los nobles  
  los asientos cual tronos levantados,  
  porque tú, ¡oh Envidia!, aquí tu rabia dobles.

465

  En fin, primero fueron ocupados  
  los troncos de aquel ancho circüito,  
  para honrar a poetas dedicados,  
  antes que yo en el número infinito  
  hallase asiento; y así en pie quedéme,

470

  despechado, colérico y marchito.  
  Dije entre mí: «¿Es posible que se estreme  
  en perseguirme la Fortuna airada,  
  que ofende a muchos y a ninguno teme?»  
  Y, volviéndome a Apolo, con turbada

475

  lengua le dije lo que oirá el que gusta  
  saber, pues la tercera es acabada,  
  la cuarta parte desta empresa justa.  
Volver al principio
Obra cedida por el Centro de Estudios Cervantinos
Copyright Universidad de Alcala.
Para problemas o cuestiones relacionadas con este web contactar con dpasun@uah.alcala.es
Última actualización: 21/04/97.