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Del Viaje del Parnaso,

capítulo quinto

 

  Oyó el señor del húmido tridente  
  las plegarias de Apolo, y escuchólas  
  con alma tierna y corazón clemente;  
  hizo de ojo y dio del pie a las olas,  
  y, sin que lo entendiesen los poetas,

5

  en un punto hasta el cielo levantólas;  
  y él, por ocultas vías y secretas,  
  se agazapó debajo del navío,  
  y usó con él de sus traidoras tretas.  
  Hirió con el tridente en lo vacío

10

  del buco, y el estómago le llena  
  de un copioso corriente amargo río.  
  Advertido el peligro, al aire suena  
  una confusa voz, la cual resulta  
  de otras mil que el temor forma y la pena;

15

  poco a poco el bajel pobre se oculta  
  en las entrañas del cerúleo y cano  
  vientre, que tantas ánimas sepulta.  
  Suben los llantos por el aire vano  
  de aquellos miserables, que suspiran

20

  por ver su irreparable fin cercano;  
  trepan y suben por las jarcias, miran  
  cuál del navío es el lugar más alto,  
  y en él muchos se apiñan y retiran.  
  La confusión, el miedo, el sobresalto

25

  les turba los sentidos, que imaginan  
  que desta a la otra vida es grande el salto;  
  con ningún medio ni remedio atinan;  
  pero, creyendo dilatar su muerte,  
  algún tanto a nadar se determinan;

30

  saltan muchos al mar de aquella suerte,  
  que al charco de la orilla saltan ranas  
  cuando el miedo o el rüido las advierte.  
  Hienden las olas, del romperse canas,  
  menudean las piernas y los brazos,

35

  aunque enfermos están y ellas no sanas;  
  y, en medio de tan grandes embarazos,  
  la vista ponen en la amada orilla,  
  deseosos de darla mil abrazos.  
  Y sé yo bien que la fatal cuadrilla,

40

  antes que allí, holgara de hallarse  
  en el Compás famoso de Sevilla;  
  que no tienen por gusto el ahogarse  
  (discreta gente al parecer en esto),  
  pero valióles poco el esforzarse;

45

  que el padre de las aguas echó el resto  
  de su rigor, mostrándose en su carro  
  con rostro airado y ademán funesto.  
  Cuatro delfines, cada cual bizarro,  
  con cuerdas hechas de tejidas ovas

50

  le tiraban con furia y con desgarro.  
  Las ninfas en sus húmidas alcobas  
  sienten tu rabia, ¡oh vengativo nume!,  
  y de sus rostros la color les robas.  
  El nadante poeta que presume

55

  llegar a la ribera defendida,  
  sus ayes pierde y su tesón consume;  
  que su corta carrera es impedida  
  de las agudas puntas del tridente,  
  entonces fiero y áspero homicida.

60

  ¿Quién ha visto muchacho diligente  
  que en goloso a sí mesmo sobrepuja  
  (que no hay comparación más conveniente),  
  picar en el sombrero la granuja,  
  que el hallazgo le puso allí, o la sisa,

65

  con punta alfileresca, o ya de aguja?  
  Pues no con menor gana o menor prisa,  
  poetas ensartaba el nume airado  
  con gusto infame y con dudosa risa.  
  En carro de cristal venía sentado,

70

  la barba luenga y llena de marisco,  
  con dos gruesas lampreas coronado;  
  hacían de sus barbas firme aprisco  
  la almeja, el morsillón, pulpo y cangrejo,  
  cual le suelen hacer en peña o risco.

75

  Era de aspecto venerable y viejo;  
  de verde, azul y plata era el vestido,  
  robusto al parecer y de buen rejo,  
  aunque, como enojado, denegrido  
  se mostraba en el rostro, que la saña

80

  así turba el color como el sentido.  
  Airado, contra aquéllos más se ensaña  
  que nadan más, y sáleles al paso,  
  juzgando a gloria tan cobarde hazaña.  
  En esto (¡oh nuevo y milagroso caso,

85

  digno de que se cuente poco a poco  
  y con los versos de Torcato Taso!  
  Hasta aquí no he invocado, ahora invoco  
  vuestro favor, ¡oh Musas !, necesario  
  para los altos puntos en que toco;

90

  descerrajad vuestro más rico almario,  
  y el aliento me dad que el caso pide,  
  no humilde, no ratero ni ordinario),  
  las nubes hiende, el aire pisa y mide  
  la hermosa Venus Acidalia, y baja

95

  del cielo, que ninguno se lo impide.  
  Traía vestida de pardilla raja  
  una gran saya entera, hecha al uso,  
  que le dice muy bien, cuadra y encaja;  
  luto que por su Adonis se le puso

100

  luego que el gran colmillo del berraco  
  a atravesar sus ingles se dispuso.  
  A fe que si el mocito fuera maco,  
  que él guardara la cara al colmilludo,  
  que dio a su vida y su belleza saco.

105

  ¡Oh valiente garzón, más que sesudo!,  
  ¿cómo, estando avisado, tu mal tomas,  
  entrando en trance tan horrendo y crudo?  
  En esto, las mansísimas palomas  
  que el carro de la diosa conducían

110

  por el llano del mar y por las lomas,  
  por unas y otras partes discurrían,  
  hasta que con Neptuno se encontraron,  
  que era lo que buscaban y querían.  
  Los dioses, que se ven, se respetaron,

1I 5

  y, haciendo sus zalemas a lo moro,  
  de verse juntos en estremo holgaron.  
  Guardáronse real grave decoro,  
  y procuró Ciprinia en aquel punto  
  mostrar de su belleza el gran tesoro:

120

  ensanchó el verdugado, y dióle el punto  
  con ciertos puntapiés, que fueron coces  
  para el dios, que las vio y quedó difunto.  
  Un poeta, llamado don Quincoces,  
  andaba semivivo en las saladas

125

  ondas, dando gemidos y no voces;  
  con todo, dijo en mal articuladas  
  palabras: «¡Oh señora, la de Pafo,  
  y de las otras dos islas nombradas,  
  muévate a compasión el verme gafo

130

  de pies y manos, y que ya me ahogo  
  en otras linfas que las del garrafo.  
  Aquí será mi pira, aquí mi rogo,  
  aquí será Quincoces sepultado,  
  que tuvo en su crianza pedagogo!»

135

  Esto dijo el mezquino; esto escuchado  
  fue de la diosa con ternura tanta,  
  que volvió a componer el verdugado;  
  y luego en pie y piadosa se levanta,  
  y, poniendo los ojos en el viejo,

140

  desembudó la voz de la garganta,  
  y, con cierto desdén y sobrecejo,  
  entre enojada y grave y dulce, dijo  
  lo que al húmido dios tuvo perplejo;  
  y, aunque no fue su razonar prolijo,

145

  todavía le trujo a la memoria  
  hermano de quién era y de quién hijo;  
  representóle cuán pequeña gloria  
  era llevar de aquellos miserables  
  el triunfo infausto y la crüel vitoria.

150

  Él dijo: «Si los hados inmudables  
  no hubieran dado la fatal sentencia  
  destos en su ignorancia siempre estables,  
  una brizna no más de tu presencia  
  que viera yo, bellísima señora,

155

  fuera de mi rigor la resistencia.  
  Mas ya no puede ser, que ya la hora  
  llegó donde mi blanda y mansa mano  
  ha de mostrar que es dura y vencedora;  
  que éstos, de proceder siempre inhumano,

160

  en sus versos han dicho cien mil veces:  
  «azotando las aguas del mar cano...»  
  «Ni azotado ni viejo me pareces»,  
  replicó Venus. Y él le dijo a ella:  
  «Puesto que me enamoras, no enterneces;

165

  que de tal modo la fatal estrella  
  influye destos tristes, que no puedo  
  dar felice despacho a tu querella;  
  del querer de los hados sólo un dedo  
  no me puede apartar, ya tú lo sabes:

170

  ellos han de acabar, y ha de ser cedo».  
  «Primero acabarás que los acabes»,  
  le respondió madama, la que tiene  
  de tantas voluntades puerta y llaves;  
  «que, aunque el hado feroz su muerte ordene,

175

  el modo no ha de ser a tu contento,  
  que muchas muertes el morir contiene».  
  Turbóse en esto el líquido elemento,  
  de nuevo renovóse la tormenta,  
  sopló más vivo y más apriesa el viento;

180

  la hambrienta mesnada, y no sedienta,  
  se rinde al huracán recién venido  
  y, por más no penar, muere contenta.  
  ¡Oh raro caso y por jamás oído  
  ni visto ! ¡Oh nuevas y admirables trazas

185

  de la gran reina obedecida en Nido!:  
  en un instante, el mar de calabazas  
  se vio cuajado, algunas tan potentes,  
  que pasaban de dos y aun de tres brazas;  
  también hinchados odres y valientes,

190

  sin deshacer del mar la blanca espuma,  
  nadaban de mil talles diferentes.  
  Esta trasmutación fue hecha, en suma,  
  por Venus, de los lánguidos poetas,  
  porque Neptuno hundirlos no presuma;

195

  el cual le pidió a Febo sus saetas,  
  cuya arma, arrojadiza desde aparte,  
  a Venus defraudara de sus tretas.  
  Negóselas Apolo; y veis dó parte  
  enojado el vejón, con su tridente

200

  pensándolos pasar de parte a parte.  
  Mas éste se resbala, aquél no siente  
  la herida, y dando esguince se desliza,  
  y él queda de la cólera impaciente.  
  En esto Bóreas su furor atiza,

205

  y lleva antecogida la manada,  
  que con la de los Cerdas simboliza.  
  Pidióselo la diosa, aficionada  
  a que vivan poetas zarabandos  
  de aquellos de la seta almidonada;

210

  de aquellos blancos, tiernos, dulces, blandos,  
  de los que por momentos se dividen  
  en varias setas y en contrarios bandos;  
  los contrapuestos vientos se comiden  
  a complacer la bella rogadora,

215

  y con un solo aliento la mar miden,  
  llevando a la pïara gruñidora  
  en calabazas y odres convertida,  
  a los reinos contrarios del Aurora.  
  Desta dulce semilla referida,

220

  España, verdad cierta, tanto abunda,  
  que es por ella estimada y conocida;  
  que, aunque en armas y en letras es fecunda  
  más que cuantas provincias tiene el suelo,  
  su gusto en parte en tal semilla funda.

225

  Después desta mudanza que hizo el cielo,  
  o Venus, o quien fuese, que no importa  
  guardar puntualidad como yo suelo,  
  no veo calabaza, o luenga o corta,  
  que no imagine que es algún poeta

230

  que allí se estrecha, encubre, encoge, acorta.  
  Pues, ¿qué cuando veo un cuero? ¡Oh mal discreta  
  y vana fantasía, así engañada,  
  que a tanta liviandad estás sujeta!:  
  pienso que el piezgo de la boca atada

235

  es la faz del poeta, transformado  
  en aquella figura mal hinchada;  
  y cuando encuentro algún poeta honrado  
  (digo poeta firme y valedero,  
  hombre vestido bien y bien calzado),

240

  luego se me figura ver un cuero,  
  o alguna calabaza, y desta suerte  
  entre contrarios pensamientos muero.  
  Y no sé si lo yerre o si lo acierte  
  en que a las calabazas y a los cueros

245

  y a los poetas trate de una suerte.  
  Cernícalos que son lagartijeros,  
  no esperen de gozar las preeminencias  
  que gozan gavilanes no pecheros.  
  Puestas en paz, pues, ya las diferencias

250

  de Delio, y los poetas transformados  
  en tan vanas y huecas apariencias,  
  los mares y los vientos sosegados,  
  sumergióse Neptuno malcontento  
  en sus palacios de cristal labrados.

255

  Las mansísimas aves por el viento  
  volaron, y a la bella Ciprïana  
  pusieron en su reino a salvamento.  
  Y, en señal que del triunfo quedó ufana  
  (lo que hasta allí nadie acabó con ella),

260

  del luto se quitó la saboyana,  
  quedando en cuezo, tan briosa y bella,  
  que se supo después que Marte anduvo  
  todo aquel día y otros dos tras ella.  
  Todo el cual tiempo, el escuadrón estuvo

265

  mirando atento la fatal rüina  
  que la canalla transformada tuvo;  
  y, viendo despejada la marina,  
  Apolo, del socorro mal venido,  
  de dar fin al gran caso determina.

270

  Pero en aquel instante un gran rüido  
  se oyó, con que la turba se alboroza  
  y pone vista alerta y presto oído;  
  y era quien le formaba una carroza  
  rica, sobre la cual venía sentado

275

  el grave don Lorenzo de Mendoza,  
  de su felice ingenio acompañado,  
  de su mucho valor y cortesía,  
  joyas inestimables, adornado.  
  Pedro Juan de Rejaule le seguía

280

  en otro coche, insigne valenciano  
  y grande defensor de la poesía.  
  Sentado viene a su derecha mano  
  Juan de Solís, mancebo generoso,  
  de raro ingenio, en verdes años cano.

285

  Y Juan de Carvajal, doctor famoso,  
  les hace tercio, y no por ser pesado  
  dejan de hacer su curso presuroso,  
  porque al divino ingenio, al levantado  
  valor de aquestos tres que el coche encierra,

290

  no hay impedirle monte ni collado.  
  Pasan volando la empinada sierra,  
  las nubes tocan, llegan casi al cielo,  
  y alegres pisan la famosa tierra.  
  Con este mismo honroso y grave celo,

295

  Bartolomé de Mola y Gabriel Laso  
  llegaron a tocar del monte el suelo.  
  Honra las altas cimas de Parnaso  
  don Diego, que de Silva tiene el nombre,  
  y por ellas alegre tiende el paso.

300

  A cuyo ingenio y sin igual renombre  
  toda ciencia se inclina y le obedece,  
  y le levanta a ser más que de hombre.  
  Dilátanse las sombras y descrece  
  el día, y de la noche el negro manto

305

  guarnecido de estrellas aparece;  
  y el escuadrón, que había esperado tanto  
  en pie, se rinde al sueño perezoso  
  de hambre y sed, y de mortal quebranto.  
  Apolo, entonces poco luminoso,

310

  dando hasta los antípodas un brinco,  
  siguió su occidental curso forzoso;  
  pero primero licenció a los cinco  
  poetas titulados, a su ruego,  
  que lo pidieron con estraño ahínco,

315

  por parecerles risa, burla y juego  
  empresas semejantes; y así, Apolo  
  condecendió con sus deseos luego;  
  que es el galán de Dafne único y solo  
  en usar cortesía sobre cuantos

320

  descubre el nuestro y el contrario polo.  
  Del lóbrego lugar de los espantos  
  sacó su hisopo el lánguido Morfeo,  
  con que ha rendido y embocado a tantos;  
  y del licor que dicen que es leteo,

325

  que mana de la fuente del olvido,  
  los párpados bañó a todos arreo.  
  El más hambriento se quedó dormido;  
  dos cosas repugnantes, hambre y sueño,  
  privilegio a poetas concedido.

330

  Yo quedé, en fin, dormido como un leño,  
  llena la fantasía de mil cosas,  
  que de contallas mi palabra empeño,  
  por más que sean en sí dificultosas.  
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Última actualización: 21/04/97.