Miguel de Cervantes Saavedra [Principal| Biografía |Obras | CEC | Galería|Debates |Enlaces |Buscar | Novedades| Sugerencias |Libro de invitados | Tabla de contenidos |Universidad]

Del Viaje del Parnaso,

capítulo sétimo

  Tú, belígera musa, tú, que tienes  
  la voz de bronce y de metal la lengua,  
  cuando a cantar del fiero Marte vienes;  
  tú, por quien se aniquila siempre y mengua  
  el gran género humano; tú, que puedes

5

  sacar mi pluma de ignorancia y mengua;  
  tú, mano rota y larga de mercedes,  
  digo en hacellas, una aquí te pido,  
  que no hará que menos rica quedes.  
  La soberbia y maldad, el atrevido

10

  intento de una gente malmirada,  
  ya se descubre con mortal ruïdo.  
  Dame una voz al caso acomodada,  
  una sutil y bien cortada pluma,  
  no de afición ni de pasión llevada,

15

  para que pueda referir en suma,  
  con purísimo y nuevo sentimiento,  
  con verdad clara y entereza suma,  
  el contrapuesto y desigual intento  
  de uno y otro escuadrón, que, ardiendo en ira,

20

  sus banderas descoge al vago viento.  
  El del bando católico, que mira  
  al falso y grande al pie del monte puesto,  
  que de subir al alta cumbre aspira;  
  con paso largo y ademán compuesto,

25

  todo el monte coronan, y se ponen  
  a la furia, que en loca ha echado el resto;  
  las ventajas tantean, y disponen  
  los ánimos valientes al asalto,  
  en quien su gloria y su venganza ponen;

30

  de rabia lleno y de paciencia falto,  
  Apolo su bellísimo estandarte  
  mandó al momento levantar en alto;  
  arbolóle un marqués, que el proprio Marte  
  su brïosa presencia representa

35

  naturalmente, sin industria y arte;  
  poeta celebérrimo y de cuenta,  
  por quien y en quien Apolo soberano  
  su gloria y gusto y su valor aumenta.  
  Era la insinia un cisne hermoso y cano,

40

  tan al vivo pintado, que dijeras  
  la voz despide alegre al aire vano;  
  siguen al estandarte sus banderas,  
  de gallardos alféreces llevadas,  
  honrosas por no estar todas enteras.

45

  Las cajas a lo bélico templadas  
  al mílite más tardo vuelven presto,  
  de voces de metal acompañadas.  
  Jerónimo de Mora llegó en esto,  
  pintor excelentísimo y poeta:

50

  Apeles y Virgilio en un supuesto;  
  y con la autoridad de una jineta  
  (que de ser capitán le daba nombre)  
  al caso acude y a la turba aprieta.  
  Y, porque más se turbe y más se asombre,

55

  el enemigo desigual y fiero,  
  llegó el gran Biedma, de inmortal renombre;  
  y con él Gaspar de Ávila, primero  
  secuaz de Apolo, a cuyo verso y pluma  
  Iciar puede envidiar, temer Sincero.

60

  Llegó Juan de Meztanza, cifra y suma  
  de tanta erudición, donaire y gala,  
  que no hay muerte ni edad que la consuma.  
  Apolo le arrancó de Guatimala,  
  y le trujo en su ayuda para ofensa

65

  de la canalla en todo estremo mala.  
  Hacer milagros en el trance piensa  
  Cepeda, y acompáñale Mejía,  
  poetas dignos de alabanza inmensa.  
  Clarísimo esplendor de Andalucía

70

  y de la Mancha, el sin igual Galindo  
  llegó con majestad y bizarría.  
  De la alta cumbre del famoso Pindo  
  bajaron tres bizarros lusitanos,  
  a quien mis alabanzas todas rindo,

75

  con prestos pies y con valientes manos,  
  con Fernando Correa de la Cerda,  
  pisó Rodríguez Lobo monte y llanos;  
  y porque Febo su razón no pierda,  
  el grande don Antonio de Ataíde

80

  Ilegó con furia alborotada y cuerda.  
  Las fuerzas del contrario ajusta y mide  
  con las suyas Apolo, y determina  
  dar la batalla, y la batalla pide.  
  El ronco son de más de una bocina,

85

  instrumento de caza y de la guerra,  
  de Febo a los oídos se avecina;  
  tiembla debajo de los pies la tierra  
  de infinitos poetas oprimida,  
  que dan asalto a la sagrada sierra.

90

  El fiero general de la atrevida  
  gente, que trae un cuervo en su estandarte,  
  es Arbolánchez, muso por la vida.  
  Puestos estaban en la baja parte  
  y en la cima del monte, frente a frente,

95

  los campos, de quien tiembla el mismo Marte,  
  cuando una al parecer discreta gente  
  del católico bando al enemigo  
  se pasó, como en número de veinte.  
  Yo con los ojos su carrera sigo,

100

  y, viendo el paradero de su intento,  
  con voz turbada al sacro Apolo digo:  
  «¿Qué prodigio es aquéste? ¿Qué portento?  
  O, por mejor decir: ¿Qué mal agüero,  
  que así me corta el brío y el aliento?

105

  Aquel tránsfuga que partió primero,  
  no sólo por poeta le tenía,  
  pero también por bravo churrullero;  
  aquel ligero que tras él corría,  
  en mil corrillos en Madrid le he visto

110

  tiernamente hablar en la poesía;  
  aquel tercero que partió tan listo,  
  por satírico, necio y por pesado  
  sé que de todos fue siempre malquisto.  
  No puedo imaginar cómo ha llevado

115

  Mercurio estos poetas en su lista».  
  «Yo fui», respondió Apolo, «el engañado;  
  que de su ingenio la primera vista  
  indicios descubrió que serían buenos  
  para facilitar esta conquista».

120

  «Señor», repliqué yo, «creí que ajenos  
  eran de las deidades los engaños;  
  digo, engañarse en poco más ni menos;  
  la prudencia, que nace de los años  
  y tiene por maestra la esperiencia,

125

  es la deidad que advierte destos daños».  
  Apolo respondió: «Por mi conciencia,  
  que no te entiendo», algo turbado y triste  
  por ver de aquellos veinte la insolencia.  
  Tú, sardo militar, Lofraso, fuiste

130

  uno de aquellos bárbaros corrientes  
  que del contrario el número creciste.  
  Mas no por esta mengua los valientes  
  del escuadrón católico temieron,  
  poetas madrigados y excelentes;

135

  antes, tanto coraje concibieron  
  contra los fugitivos corredores,  
  que riza en ellos y matanza hicieron.  
  ¡Oh falsos y malditos trovadores,  
  que pasáis plaza de poetas sabios,

140

  siendo la hez de los que son peores:  
  entre la lengua, paladar y labios  
  anda contino vuestra poesía,  
  haciendo a la virtud cien mil agravios!  
  Poetas de atrevida hipocresía,

145

  esperad, que de vuestro acabamiento  
  ya se ha llegado el temeroso día.  
  De las confusas voces el concento  
  confuso por el aire resonaba,  
  de espesas nubes condensando el viento.

I50

  Por la falda del monte gateaba  
  una tropa poética, aspirando  
  a la cumbre, que bien guardada estaba;  
  hacían hincapié de cuando en cuando,  
  y con hondas de estallo y con ballestas

155

  iban libros enteros disparando;  
  no del plomo encendido las funestas  
  balas pudieran ser dañosas tanto,  
  ni al disparar pudieran ser más prestas.  
  Un libro mucho más duro que un canto

160

  a Jusepe de Vargas dio en las sienes,  
  causándole terror, grima y espanto.  
  Gritó, y dijo a un soneto: «Tú, que vienes  
  de satírica pluma disparado,  
  ¿por qué el infame curso no detienes?»

165

  Y, cual perro con piedras irritado,  
  que deja al que las tira y va tras ellas,  
  cual si fueran la causa del pecado,  
  entre los dedos de sus manos bellas  
  hizo pedazos al soneto altivo,

170

  que amenazaba al sol y a las estrellas.  
  Y díjole Cilenio: «¡Oh rayo vivo  
  donde la justa indignación se muestra  
  en un grado y valor superlativo,  
  la espada toma en la temida diestra,

175

  y arrójate valiente y temerario  
  por esta parte, que el peligro adiestra!»  
  En esto, del tamaño de un breviario  
  volando un libro por el aire vino,  
  de prosa y verso, que arrojó el contrario;

180

  de verso y prosa el puro desatino  
  nos dio a entender que de Arbolanches eran  
  las Habidas, pesadas de contino.  
  Unas Rimas llegaron que pudieran  
  desbaratar el escuadrón cristiano

185

  si acaso vez segunda se imprimieran.  
  Dióle a Mercurio en la derecha mano  
  una sátira antigua licenciosa,  
  de estilo agudo, pero no muy sano.  
  De una intricada y mal compuesta prosa,

190

  de un asumpto sin jugo y sin donaire,  
  cuatro novelas disparó Pedrosa.  
  Silbando recio y desgarrando el aire,  
  otro libro llegó de Rimas solas,  
  hechas al parecer como al desgaire.

195

  Viólas Apolo, y dijo, cuando viólas:  
  «Dios perdone a su autor, y a mí me guarde  
  de algunas Rimas sueltas españolas».  
  Llegó el Pastor de Iberia, aunque algo tarde,  
  y derribó catorce de los nuestros

200

  haciendo de su ingenio y fuerza alarde;  
  pero dos valerosos, dos maestros,  
  dos lumbreras de Apolo, dos soldados,  
  únicos en hablar y en obrar diestros,  
  del monte puestos en opuestos lados,

205

  tanto apretaron a la turbamulta,  
  que volvieron atrás los encumbrados.  
  Es Gregorio de Angulo el que sepulta  

 

  la canalla, y con él Pedro de Soto,  
  de prodigioso ingenio y vena culta.

210

  Doctor aquél, estotro único y docto  
  licenciado, de Apolo ambos secuaces,  
  con raras obras y ánimo devoto.  
  Las dos contrarias indignadas haces  
  ya miden las espadas, ya se cierran,

215

  duras en su tesón y pertinaces;  
  con los dientes se muerden, y se aferran  
  con las garras, las fieras imitando,  
  que toda pïedad de sí destierran.  
  Haldeando venía y trasudando

220

  el autor de La Pícara Justina,  
  capellán lego del contrario bando;  
  y cual si fuera de una culebrina,  
  disparó de sus manos su librazo,  
  que fue de nuestro campo la rüina.

225

  Al buen Tomás Gracián mancó de un brazo,  
  a Medinilla derribó una muela  
  y le llevó de un muslo un gran pedazo.  
  Una despierta nuestra centinela  
  gritó: «¡Todos abajen la cabeza,

230

  que dispara el contrario otra novela!»  
  Dos pelearon una larga pieza,  
  y el uno al otro con instancia loca,  
  de un envión, con arte y con destreza,  
  seis seguidillas le encajó en la boca,

235

  con que le hizo vomitar el alma,  
  que salió libre de su estrecha roca.  
  De la furia el ardor, del sol la calma  
  tenía en duda de una y otra parte  
  la vencedora y pretendida palma.

240

  Del cuervo, en esto, el lóbrego estandarte  
  cede al del cisne, porque vino al suelo,  
  pasado el corazón de parte a parte;  
  su alférez, que era un andaluz mozuelo,  
  trovador repentista, que subía

245

  con la soberbia más allá del cielo;  
  helósele la sangre que tenía;  
  murióse, cuando vio que muerto estaba,  
  la turba, pertinaz en su porfía.  
  Puesto que ausente el gran Lupercio estaba,

250

  con un solo soneto suyo hizo  
  lo que de su grandeza se esperaba:  
  descuadernó, desencajó, deshizo  
  del opuesto escuadrón catorce hileras,  
  dos crïollos mató, hirió un mestizo.

255

  De sus sabrosas burlas y sus veras  
  el magno cordobés un cartapacio  
  disparó, y aterró cuatro banderas.  
  Daba ya indicios de cansado y lacio  
  el brío de la bárbara canalla,

260

  peleando más flojo y más despacio;  
  mas renovóse la fatal batalla,  
  mezclándose los unos con los otros;  
  ni vale arnés, ni presta dura malla.  
  Cinco melifluos sobre cinco potros

265

  llegaron, y embistieron por un lado,  
  y lleváronse cinco de nosotros;  
  cada cual como moro atavïado,  
  con más letras y cifras que una carta  
  de príncipe enemigo y recatado.

270

  De romances moriscos una sarta,  
  cual si fuera de balas enramadas,  
  llega con furia y con malicia harta;  
  y, a no estar dos escuadras avisadas  
  de las nuestras, del recio tiro y presto

275

  era fuerza quedar desbaratadas.  
  Quiso Apolo, indignado, echar el resto  
  de su poder y de su fuerza sola,  
  y dar al enemigo fin molesto,  
  y una sacra canción, donde acrisola

280

  su ingenio, gala, estilo y bizarría  
  Bartolomé Leonardo de Argensola,  
  cual si fuera un petarte, Apolo envía  
  adonde está el tesón más apretado,  
  más dura y más furiosa la porfia.

285

  Cuando me paro a contemplar mi estado,  
  comienza la canción que Apolo pone  
  en el lugar más noble y levantado.  
  Todo lo mira, todo lo dispone  
  con ojos de Argos; manda, quita y veda,

290

  y del contrario a todo ardid se opone.  
  Tan mezclados están, que no hay quien pueda  
  discernir cuál es malo o cuál es bueno,  

 

  cuál es garcilasista o timoneda.  
  Pero un mancebo, de ignorancia ajeno,

295

  grande escudriñador de toda historia,  
  rayo en la pluma y en la voz un trueno,  
  llegó, tan rica el alma de memoria,  
  de sana voluntad y entendimiento,  
  que fue de Febo y de las Musas gloria;

300

  con éste aceleróse el vencimiento,  
  porque supo decir: «Éste merece  
  gloria, pero aquél no, sino tormento».  
  Y, como ya con distinción parece  
  el justo y el injusto combatiente,

305

  el gusto al peso de la pena crece.  
  Tú, Pedro Mantüano el excelente,  
  fuiste quien distinguió de la confusa  
  máquina el que es cobarde del valiente.  
  Julián de Almendárez no rehúsa,

310

  puesto que llegó tarde, en dar socorro  
  al rubio Delio con su ilustre musa.  
  Por las rucias que peino, que me corro  
  de ver que las comedias endiabladas  
  por divinas se pongan en el corro;

315

  y, a pesar de las limpias y atildadas  
  del cómico mejor de nuestra Hesperia,  
  quieren ser conocidas y pagadas.  
  Mas no ganaron mucho en esta feria,  
  porque es discreto el vulgo de la Corte,

320

  aunque le toca la común miseria.  
  De llano no le deis, dadle de corte,  
  estancias polifemas, al poeta  
  que no os tuviere por su guía y norte.  
  Inimitables sois, y a la discreta

325

  gala que descubrís en lo escondido,  
  toda elegancia puede estar sujeta.  
  Con estas municiones el partido  
  nuestro se mejoró de tal manera,  
  que el contrario se tuvo por vencido.

330

  Cayó su presunción soberbia y fiera,  
  derrúmbanse del monte abajo cuantos  
  presumieron subir por la ladera.  
  La voz prolija de sus roncos cantos  
  el mal suceso con rigor la vuelve

335

  en interrotos y funestos llantos.  
  Tal hubo, que cayendo se resuelve  
  de asirse de una zarza o cabrahígo,  
  y en llanto, a lo de Ovidio, se disuelve.  
  Cuatro se arracimaron a un quejigo

340

  como enjambre de abejas desmandada,  
  y le estimaron por el lauro amigo.  
  Otra cuadrilla, virgen por la espada,  
  y adúltera de lengua, dio la cura  
  a sus pies, de su vida almidonada.

345

  Bartolomé llamado de Segura  
  el toque casi fue del vencimiento:  
  tal es su ingenio y tal es su cordura.  
  Resonó en esto por el vago viento  
  la voz de la vitoria, repetida

350

  del número escogido en claro acento.  
  La miserable, la fatal caída,  
  de las Musas del limpio Tagarete  
  fue largos siglos con dolor plañida;  
  a la parte del llanto, ¡ay me!, se mete

355

  Zapardïel, famoso por su pesca,  
  sin que un pequeño instante se quïete.  
  La voz de la vitoria se refresca;  
  «¡vitoria!» suena aquí y allí, vitoria  
  adquirida por nuestra soldadesca,

360

  que canta alegre la alcanzada gloria.  

 

 

Del

Viaje del Parnaso,

capítulo octavo

 

 

  Al caer de la máquina excesiva  
  del escuadrón poético arrogante  
  que en su no vista muchedumbre estriba,  
  un poeta, mancebo y estudiante,  
  dijo: «Caí, paciencia; que algún día

5

  será la nuestra, mi valor mediante.  
  De nuevo afilaré la espada mía,  
  digo mi pluma, y cortaré de suerte  
  que dé nueva excelencia a la porfía;  
  que ofrece la comedia, si se advierte,

10

  largo campo al ingenio, donde pueda  
  librar su nombre del olvido y muerte.  
  Fue desto ejemplo Juan de Timoneda,  
  que, con sólo imprimir, se hizo eterno,  
  las comedias del gran Lope de Rueda.

15

  Cinco vuelcos daré en el propio infierno  
  por hacer recitar una que tengo  
  nombrada El gran bastardo de Salerno».  
  ¡Guarda, Apolo, que baja (guarte, Rengo)  
  el golpe de la mano más gallarda

20

  que ha visto el tiempo en su discurso luengo!  
  En esto, el claro son de una bastarda  
  alas pone en los pies de la vencida  
  gente del mundo perezosa y tarda;  
  con la esperanza del vencer perdida,

25

  no hay quien no atienda con ligero paso,  
  si no a la honra, a conservar la vida.  
  Desde las altas cumbres de Parnaso,  
  de un salto uno se puso en Guadarrama,  
  nuevo, no visto y verdadero caso;

30

  y al mismo paso la parlera Fama  
  cundió del vencimiento la alta nueva,  
  desde el claro Caístro hasta Jarama.  
  Lloró la gran vitoria el turbio Esgueva,  
  Pisuerga la rió, rióla Tajo,

35

  que en vez de arena granos de oro lleva.  
  Del cansancio, del polvo y del trabajo  
  las rubicundas hebras de Timbreo,  
  del color se pararon de oro bajo;  
  pero, viendo cumplido su deseo,

40

  al son de la guitarra mercuriesca  
  hizo de la Gallarda un gran paseo,  
  y de Castalia en la corriente fresca  
  el rostro se lavó, y quedó luciente  
  como de acero la segur turquesca.

45

  Pulióse luego, y adornó su frente  
  de majestad mezclada con dulzura,  
  indicios claros del placer que siente.  
  Las reinas de la humana hermosura  
  salieron de do estaban retiradas

50

  mientras duraba la contienda dura;  
  del árbol siempre verde coro[na]das,  
  y en medio la divina Poesía,  
  todas de nuevas galas adornadas.  
  Melpómene, Tersícore y Talía,

55

  Polimnia, Urania, Erato, Euterpe y Clío,  
  y Calíope, hermosa en demasía,  
  muestran ufanas su destreza y brío,  
  tejiendo una entricada y nueva danza  
  al dulce son de un instrumento mío.

60

  Mío, no dije bien; mentí a la usanza  
  de aquel que dice propios los ajenos  
  versos que son más dignos de alabanza.  
  Los anchos prados y los campos llenos  
  están de las escuadras vencedoras

65

  (que siempre van a más y nunca a menos),  
  esperando de ver de sus mejoras  
  el colmo con los premios merecidos  
  por el sudor y aprieto de seis horas,  
  piensan ser los llamados escogidos,

70

  todos a premios de grandeza aspiran,  
  tiénense en más de lo que son tenidos;  
  ni a calidades ni a riquezas miran:  
  a su ingenio se atiene cada uno,  
  y si hay cuatro que acierten, mil deliran.

75

  Mas Febo, que no quiere que ninguno  
  quede quejoso dél, mandó a la Aurora  
  que vaya y coja in tempore oportuno,  
  de las faldas floríferas de Flora  
  cuatro tabaques de purpúreas rosas

80

  y seis de perlas de las que ella llora;  
  y de las nueve por estremo hermosas  
  las coronas pidió, y al darlas ellas  
  en nada se mostraron perezosas.  
  Tres, a mi parecer, de las más bellas

85

  a Parténope sé que se enviaron,  
  y fue Mercurio el que partió con ellas;  
  tres sujetos las otras coronaron,  
  allí en el mesmo monte peregrinos,  
  con que su patria y nombre eternizaron;

90

  tres cupieron a España, y tres divinos  
  poetas se adornaron la cabeza,  
  de tanta gloria justamente dignos.  
  La Envidia, monstruo de naturaleza,  
  maldita y carcomida, ardiendo en saña,

95

  a murmurar del sacro don empieza.  
  Dijo: «¿Será posible que en España  
  haya nueve poetas laureados?  
  Alta es de Apolo, pero simple hazaña».  
  Los demás de la turba, defraudados

100

  del esperado premio, repetían  
  los himnos de la Envidia mal cantados;  
  todos por laureados se tenían  
  en su imaginación, antes del trance,  
  y al cielo quejas de su agravio envían.

105

  Pero ciertos poetas de romance,  
  del generoso premio hacer esperan,  
  a despecho de Febo, presto alcance;  
  otros, aunque latinos, desesperan  
  de tocar del laurel sólo una hoja,

110

  aunque del caso en la demanda mueran.  
  Véngase menos el que más se enoja,  
  y alguno se tocó sienes y frente,  
  que de estar coronado se le antoja.  
  Pero todo deseo impertinente

115

  Apolo resfrió, premiando a cuantos  
  poetas tuvo el escuadrón valiente;  
  de rosas, de jazmines y amarantos  
  Flora le presentó cinco cestones,  
  y la Aurora, de perlas, otros tantos;

120

  éstos fueron, lector dulce, los dones  
  que Delio repartió con larga mano  
  entre los poetísimos varones,  
  quedando alegre cada cual y ufano  
  con un puño de perlas y una rosa,

125

  estimando el premio sobrehumano.  
  Y porque fuese más maravillosa  
  la fiesta y regocijo que se hacía  
  por la vitoria insigne y prodigiosa,  
  la buena, la importante Poesía

130

  mandó traer la bestia cuya pata  
  abrió la fuente de Castalia fría;  
  cubierta de finísima escarlata,  
  un lacayo la trujo en un instante,  
  tascando un freno de bruñida plata.

135

  Envidiarle pudiera Rocinante  
  al gran Pegaso de presencia brava,  
  y aun B[r]illadoro, el del señor de Anglante.  
  Con no sé cuántas alas adornaba  
  manos y pies, indicio manifiesto

140

  que en ligereza al viento aventajaba;  
  y, por mostrar cuán ágil y cuán presto  
  era, se alzó del suelo cuatro picas,  
  con un denuedo y ademán compuesto.  
  Tú, que me escuchas, si el oído aplicas

145

  al dulce cuento deste gran Vïaje,  
  cosas nuevas oirás de gusto ricas.  
  Era del bel trotón todo el herraje  
  de durísima plata diamantina,  
  que no recibe del pisar ultraje;

150

  de la color que llaman columbina  
  de raso en una funda trae la cola,  
  que, suelta, con el suelo se avecina;  
  del color del carmín o de amapola  
  eran sus clines, y su cola gruesa,

155

  ellas solas al mundo, y ella sola.  
  Tal vez anda despacio, y tal apriesa,  
  vuela tal vez, y tal hace corvetas,  
  tal quiere relinchar, y luego cesa.  
  Nueva felicidad de los poetas:

160

  uno sus escrementos recogía  
  en dos de cuero grandes barjuletas.  
  Pregunté para qué lo tal hacía.  
  Respondióme Cilenio a lo bellaco,  
  con no sé qué vislumbres de ironía:

165

  «Esto que se recoge es el tabaco,  
  que a los váguidos sirve de cabeza  
  de algún poeta de celebro flaco;  
  Urania de tal modo lo adereza,  
  que, puesto a las narices del doliente,

170

  cobra salud y vuelve a su entereza».  
  Un poco entonces arrugué la frente,  
  ascos haciendo del remedio estraño,  
  tan de los ordinarios diferente.  
  «Recibes», dijo Apolo, «amigo, engaño»

175

  (leyóme el pensamiento). «Este remedio  
  de los váguidos cura y sana el daño.  
  No come este rocín lo que en asedio  
  duro y penoso comen los soldados,  
  que están entre la muerte y hambre en medio;

180

  son deste tal los piensos regalados  
  ámbar y almizcle entre algodones puesto,  
  y bebe del rocío de los prados;  
  tal vez le damos de almidón un cesto,  
  tal de algarrobas, con que el vientre llena,

185

  y no se estriñe ni se va por esto».  
  «Sea», le respondí, «muy norabuena;  
  tieso estoy de celebro por ahora,  
  vág[u]ido alguno no me causa pena».  
  La nuestra, en esto, universal señora,

190

  digo la Poesía verdadera,  
  que con Timbreo y con las Musas mora,  
  en vestido subcinto, a la ligera,  
  el monte discurrió y abrazó a todos,  
  hermosa sobremodo y placentera.

195

  «¡Oh sangre vencedora de los godos!»,  
  dijo, «de aquí adelante ser tratada  
  con más süaves y discretos modos  
  espero ser, y siempre [r]espectada  
  del ignorante vulgo, que no alcanza

200

  que, puesto que soy pobre, soy honrada.  
  Las riquezas os dejo en esperanza,  
  pero no en posesión, premio seguro  
  que al reino aspira de la inmensa holganza.  
  Por la belleza deste monte os juro

205

  que quisiera al más mínimo entregalle  
  un privilegio de cien mil de juro.  
  Mas no produce minas este valle;  
  aguas sí, salutíferas y buenas,  
  y monas que de cisnes tienen talle.

210

  Volved a ver, ¡oh amigos!, las arenas  
  del aurífero Tajo en paz segura  
  y en dulces horas de pesar ajenas.  
  Que esta inaudita hazaña os asegura  
  eterno nombre en tanto que dé Febo

215

  al mundo aliento y luz serena y pura».  
  ¡Oh maravilla nueva, oh caso nuevo,  
  digno de admiración que cause espanto,  
  cuya estrañeza me admiró de nuevo!  
  Morfeo, el dios del sueño, por encanto

220

  allí se apareció, cuya corona  
  era de ramos de beleño santo.  
  Flojísimo de brío y de persona,  
  de la Pereza torpe acompañado,  
  que no le deja a vísperas ni a nona;

225

  traía al Silencio a su derecho lado,  
  el Descuido al siniestro, y el vestido  
  era de blanda lana fabricado.  
  De las aguas que llaman del olvido  
  traía un gran caldero, y de un hisopo

230

  venía como aposta prevenido.  
  Asía a los poetas por el hopo,  
  y, aunque el caso los rostros les volvía  
  en color encendida de piropo,  
  él nos bañaba con el agua fría,

235

  causándonos un sueño de tal suerte,  
  que dormimos un día y otro día.  
  Tal es la fuerza del licor, tan fuerte  
  es de las aguas la virtud, que pueden  
  competir con los fueros de la muerte.

240

  Hace el ingenio alguna vez que queden  
  las verdades sin crédito ninguno,  
  por ver que a toda contingencia exceden.  
  Al despertar del sueño así importuno,  
  ni vi monte ni monta, dios ni diosa,

245

  ni de tanto poeta vide alguno.  
  Por cierto, estraña y nunca vista cosa:  
  despabilé la vista, y parecióme  
  verme en medio de una ciudad famosa.  
  Admiración y grima el caso diome;

250

  torné a mirar, porque el temor o engaño  
  no de mi buen discurso el paso tome.  
  Y díjeme a mí mismo: «No me engaño;  
  esta ciudad es Nápoles la ilustre,  
  que yo pisé sus rúas más de un año;

255

  de Italia gloria, y aun del mundo lustre,  
  pues de cuantas ciudades él encierra,  
  ninguna puede haber que así le ilustre:  
  apacible en la paz, dura en la guerra,  
  madre de la abundancia y la nobleza,

260

  de elíseos campos y agradable sierra.  
  Si váguidos no tengo de cabeza,  
  paréceme que está mudada, en parte,  
  de sitio, aunque en aumento de belleza.  
  ¿Qué teatro es aquél, donde reparte

265

  con él cuanto contiene de hermosura  
  la gala, la grandeza, industria y arte?  
  Sin duda, el sueño en mis palpebras dura,  
  porque éste es edificio imaginado,  
  que excede a toda humana compostura».

270

  Llegóse en esto a mí disimulado  
  un mi amigo, llamado Promontorio,  
  mancebo en días, pero gran soldado.  
  Creció la admiración viendo notorio  
  y palpable que en Nápoles estaba,

275

  espanto a los pasados acesorio.  
  Mi amigo tiernamente me abrazaba,  
  y, con tenerme entre sus brazos, dijo  
  que del estar yo allí mucho dudaba;  
  llamóme padre, y yo llaméle hijo;

280

  quedó con esto la verdad en punto,  
  que aquí puede llamarse punto fijo.  
  Díjome Promontorio: «Yo barrunto,  
  padre, que algún gran caso a vuestras canas  
  las trae tan lejos, ya semidifunto».

285

  «En mis horas más frescas y tempranas  
  esta tierra habité, hijo», le dije,  
  «con fuerzas más brïosas y lozanas.  
  Pero la Voluntad, que a todos rige,  
  digo el querer del cielo, me ha traído

290

  a parte que me alegra más que aflige».  
  Dijera más, sino que un gran rüido  
  de pífaros, clarines y tambores  
  me azoró el alma y alegró el oído;  
  volví la vista al son, vi los mayores

295

  aparatos de fiesta que vio Roma  
  en sus felices tiempos y mejores.  
  Dijo mi amigo: «Aquél que ves que asoma  
  por aquella montaña contrahecha,  
  cuyo brío al de Marte oprime y doma,

300

  es un alto sujeto que deshecha  
  tiene a la Envidia en rabia, porque pisa  
  de la virtud la senda más derecha;  
  de gravedad y condición tan lisa,  
  que suspende y alegra a un mesmo instan[te],

305

  y con su aviso al mismo aviso avisa.  
  Mas quiero, antes que pases adelante  
  en ver lo que verás, si estás atento,  
  darte del caso relación bastante.  
  Será Don Juan de Tasis de mi cuento

310

  principio, por que sea memorable,  
  y lleguen mis palabras a mi intento.  
  Este varón, en liberal notable,  
  que una mediana villa le hace conde,  
  siendo rey en sus obras admirable;

315

  éste, que sus haberes nunca esconde,  
  pues siempre las reparte o las derrama,  
  ya sepa adónde, o ya no sepa adónde;  
  éste, a quien tiene tan en fil la fama  
  puesta la alteza de su nombre claro,

320

  que liberal y pródigo le llama,  
  quiso, pródigo aquí y allí no avaro,  
  primer mantenedor ser de un torneo  
  que a fiestas sobrehumanas le comparo.  
  Responden sus grandezas al deseo

325

  que tiene de mostrarse alegre, viendo  
  de España y Francia el regio himineo;  
  y éste que escuchas, duro, alegre estruendo,  
  es señal que el torneo se comienza,  
  que admira por lo rico y estupendo.

330

  Arquímedes el grande se averg[ü]enza  
  de ver que este teatro milagroso  
  su ingenio apoque y a sus trazas venza.  
  Digo, pues, que el mancebo generoso  
  que allí deciende, de encarnado y plata,

335

  sobre todo mortal curso brïoso,  
  es el conde de Lemos, que dilata  
  su fama con sus obras por el mundo,  
  y que lleguen al cielo en tierra trata;  
  y, aunque sale el primero, es el segundo

340

  mantenedor, y en buena cortesía  
  esta ventaja califico y fundo.  
  El duque de Nocera, luz y guía  
  del arte militar, es el tercero  
  mantenedor deste festivo día.

345

  El cuarto, que pudiera ser primero,  
  es de Santelmo el fuerte castellano,  
  que al mesmo Marte en el valor prefiero.  
  El quinto es otro Eneas el troyano,  
  Arrociolo, que gana en ser valiente

350

  al que fue verdadero, por la mano».  
  El gran concurso y número de gente  
  estorbó que adelante prosiguiese  
  la comenzada relación prudente;  
  por esto le pedí que me pusiese

355

  adonde sin ningún impedimento  
  el gran progreso de las fiestas viese;  
  porque luego me vino al pensamiento  
  de ponerlas en verso numeroso,  
  favorecido del febeo aliento.

360

  Hízolo así, y yo vi lo que no oso  
  pensar, no que decir, que aquí se acorta  
  la lengua y el ingenio más curioso.  
  Que se pase en silencio es lo que importa,  
  y que la admiración supla esta falta,

365

  el mesmo grandïoso caso exhorta,  
  puesto que después supe que con alta  
  magnífica elegancia y milagrosa,  
  donde ni sobra punto ni le falta,  
  el curioso Don Juan de Oquina en prosa

370

  la puso y dio a la estampa para gloria  
  de nuestra edad, por esto venturosa.  
  Ni en fabulosa o verdadera historia  
  se halla que otras fiestas hayan sido  
  ni puedan ser más dignas de memoria.

375

  Desde allí, y no sé cómo, fui traído  
  adonde vi al gran duque de Pastrana  
  mil parabienes dar de bienvenido,  
  y que la fama, en la verdad ufana,  
  contaba que agradó con su presencia

380

  y con su cortesía sobrehumana;  
  que fue nuevo Alejandro en la excelencia  
  del dar, que satisfizo a todo cuanto  
  puede mostrar real magnificencia.  
  Colmo de admiración, lleno de espanto,

385

  entré en Madrid en traje de romero,  
  que es granjería el parecer ser santo;  
  y desde lejos me quitó el sombrero  
  el famoso Acevedo, y dijo: «A Dio,  
  voi siate il ben venuto, cavaliero.

390

  So parlar zenoese, & tusco anch'io».  
  Y respondí: «La vostra signoria  
  sia la ben trovata, patron mio».  
  Topé a Luis Vélez, lustre y alegría  
  y discreción del trato cortesano,

395

  y abracéle en la calle a mediodía.  
  El pecho, el alma, el corazón, la mano  
  di a Pedro de Morales, y un abrazo,  
  y alegre recebí a Justiniano.  
  Al volver de una esquina sentí un brazo

400

  que el cuello me ceñía, miré cúyo,  
  y más que gusto me causó embarazo,  
  por ser uno de aquellos (no rehúyo  
  decirlo) que al contrario se pasaron,  
  llevados del cobarde intento suyo;

405

  otros dos al soslayo se llegaron,  
  y con la risa falsa del conejo  
  y con muchas zalemas me hablaron.  
  Yo, socarrón; yo, poetón ya viejo,  
  volvíles a lo tierno las saludes,

410

  sin mostrar mal talante o sobrecejo.  
  No dudes, ¡oh lector caro!, no dudes,  
  sino que suele el disimulo a veces  
  servir de aumento a las demás virtudes;  
  dínoslo tú, David, que, aunque pareces

415

  loco en poder de Aquís, de tu cordura,  
  fingiendo el loco, la grandeza ofreces.  
  Dejélos, esperando coyuntura  
  y ocasión más secreta para dalles  
  vejamen de su miedo o su locura.

420

  Si encontraba poetas por las calles,  
  me ponía a pensar si eran de aquellos  
  huidos, y pasaba sin hablalles.  
  Poníanseme yertos los cabellos  
  de temor no encontrase algún poeta,

425

  de tantos que no pude conocellos,  
  que, con puñal buido o con secreta  
  almarada me hiciese un abujero  
  que fuese al corazón por vía recta,  
  aunque no es éste el premio que yo espero

430

  de la fama que a tantos he adquerido  
  con alma grata y corazón sincero.  
  Un cierto mancebito cuellierg[u]ido,  
  en profesión poeta, y en el traje  
  a mil leguas por godo conocido,

435

  lleno de presunción y de coraje  
  me dijo: «Bien sé yo, señor Cervantes,  
  que puedo ser poeta, aunque soy paje.  
  Cargastes de poetas ignorantes,  
  y dejástesme a mí, que ver deseo

440

  del Parnaso las fuentes elegantes.  
  Que caducáis sin duda alguna creo.  
  ¿Creo? No digo bien; mejor diría  
  que toco esta verdad y que la veo».  
  Otro, que, al parecer, de argentería,

445

  de nácar, de cristal, de perlas y oro  
  sus infinitos versos componía,  
  me dijo, bravo cual corrido toro:  
  «No sé yo para qué nadie me puso  
  en lista con tan bárbaro decoro».

450

  «Así el discreto Apolo lo dispuso»,  
  a los dos respondí, «y en este hecho,  
  de ignorancia o malicia no me acuso».  
  Fuime con esto, y, lleno de despecho,  
  busqué mi antigua y lóbrega posada,

455

  y arrojéme molido sobre el lecho;  
  que cansa, cuando es larga, una jornada.  
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Última actualización: 21/04/97.