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LIBRO PRIMERO DE LA HISTORIA DE LOS TRABAJOS DE PERSILES Y SIGISMUNDA

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Capítulo Onceno

 

Acudió con presteza Periandro a verle, y halló que había espirado de todo punto, dejando a todos confusos y admirados del triste y no imaginado suceso.

-Con este sueño -dijo a esta sazón Auristela- se ha escusado este caballero de contarnos qué le sucedió en la pasada noche, los trances por donde vino a tan desastrado término y a la prisión de los bárbaros, que sin duda debían de ser casos tan desesperados como peregrinos.

A lo que añadió el bárbaro Antonio:

-Por maravilla hay desdichado sólo que lo sea en sus desventuras. Compañeros tienen las desgracias, y por aquí o por allí, siempre son grandes, y entonces lo dejan de ser cuando acaban con la vida del que las padece.

Dieron luego orden de enterralle como mejor pudieron; sirvióle de mortaja su mismo vestido, de tierra la nieve y de cruz la que le hallaron en el pecho en un escapulario, que era la de Christus, por ser caballero de su hábito; y no fuera menester hallarle esta honrosa señal para enterarse de su nobleza, pues las habían dado bien claras su grave presencia y razonar discreto. No faltaron lágrimas que le acompañasen, porque la compasión hizo su oficio, y las sacó de todos los ojos de los circunstantes.

Amaneció en esto, volvieron las barcas al agua, pareciéndoles que el mar les esperaba sosegado y blando, y, entre tristes y alegres, entre temor y esperanza, siguieron su camino, sin llevar parte cierta adonde encaminalle.

Están todos aquellos mares casi cubiertos de islas, todas o las más despobladas; y las que tienen gente, es rústica y medio bárbara, de poca urbanidad y de corazones duros e insolentes; y, con todo esto, deseaban topar alguna que los acogiese, porque imaginaban que no podían ser tan crueles sus moradores, que no lo fuesen más las montañas de nieve y los duros y ásperos riscos de las que atrás dejaban.

Diez días más navegaron sin tomar puerto, playa o abrigo alguno, dejando a entrambas partes, diestra y siniestra, islas pequeñas que no prometían estar pobladas de gente, puesta la mira en una gran montaña que a la vista se les ofrecía, y pugnaban con todas sus fuerzas llegar a ella con la mayor brevedad que pudiesen, porque ya sus barcas hacían agua y los bastimentos, a más andar, iban faltando. En fin, más con la ayuda del cielo, como se debe creer, que con las de sus brazos, llegaron a la deseada isla, y vieron andar dos personas por la marina, a quien con grandes voces preguntó Transila qué tierra era aquélla, quién la gobernaba y si era de cristianos católicos.

Respondiéronle, en lengua que ella entendió, que aquella isla se llamaba Golandia, y que era de católicos, puesto que estaba despoblada, por ser tan poca la gente que tenía que no ocupaba más de una casa, que servía de mesón a la gente que llegaba a un puerto detrás de un peñón, que señaló con la mano. ``Y si vosotros, quienquiera que seáis, queréis repararos de algunas faltas, seguidnos con la vista, que nosotros os pondremos en el puerto''.

Dieron gracias a Dios los de las barcas, y siguieron por la mar a los que los guiaban por la tierra, y, al volver del peñón que les habían señalado, vieron un abrigo que podía llamarse puerto, y en él hasta diez o doce bajeles, dellos chicos, dellos medianos y dellos grandes; y fue grande la alegría que de verlos recibieron, pues les daba esperanza de mudar de navíos, y seguridad de caminar con certeza a otras partes.

Llegaron a tierra; salieron así gente de los navíos como del mesón a recebirles; saltó en tierra, en hombros de Periandro y de los dos bárbaros, padre e hijo, la hermosa Auristela, vestida con el vestido y adorno con que fue Periandro vendido a los bárbaros por Arnaldo. Salió con ella la gallarda Transila, y la bella bárbara Constanza con Ricla su madre, y todos los demás de las barcas acompañaron este escuadrón gallardo.

De tal manera causó admiración, espanto y asombro la bellísima escuadra en los de la mar y la tierra, que todos se postraron en el suelo y dieron muestras de adorar a Auristela. Mirábanla callando, y con tanto respeto que no acertaban a mover las lenguas por no ocuparse en otra cosa que en mirar. La hermosa Transila, como ya había hecho esperiencia de que entendían su lengua, fue la primera que rompió el silencio, diciéndoles:

-A vuestro hospedaje nos ha traído la nuestra, hasta hoy, contraria fortuna. En nuestro traje y en nuestra mansedumbre echaréis de ver que antes buscamos paz que guerra, porque no hacen batalla las mujeres ni los varones afligidos. Acogednos, señores, en vuestro hospedaje y en vuestros navíos, que las barcas que aquí nos han conducido, aquí dejan el atrevimiento y la voluntad de tornar otra vez a entregarse a la instabilidad del mar. Si aquí se cambia por oro o por plata lo necesario que se busca, con facilidad y abundancia seréis recompensados de lo que nos diéredes, que, por subidos precios que lo vendáis, lo recibiremos como si fuese dado.

Uno -milagro estraño- que parecía ser de la gente de los navíos, en lengua española respondió:

-De corto entendimiento fuera, hermosa señora, el que dudara la verdad que dices; que, puesto que la mentira se disimula, y el daño se disfraza con la máscara de la verdad y del bien, no es posible que haya tenido lugar de acogerse a tan gran belleza como la vuestra. El patrón deste hospedaje es cortesísimo, y todos los destas naves ni más ni menos. Mirad si os da más gusto volveros a ellas o entrar en el hospedaje, que en ellas y en él seréis recebidos y tratados como vuestra presencia merece.

Entonces, viendo el bárbaro Antonio, o oyendo, por mejor decir, hablar su lengua, dijo:

-Pues el cielo nos ha traído a parte que suene en mis oídos la dulce lengua de mi nación, casi tengo ya por cierto el fin de mis desgracias. Vamos, señores, al hospedaje, y, en reposando algún tanto, daremos orden en volver a nuestro camino con más seguridad que la que hasta aquí hemos traído.

En esto, un grumete que estaba en lo alto de una gavia, dijo a voces en lengua inglesa:

-Un navío se descubre, que, con tendidas velas y mar y viento en popa, viene la vuelta deste abrigo.

Alborotáronse todos, y, en el mismo lugar donde estaban, sin moverse un paso, se pusieron a esperar el bajel, que tan cerca se descubría; y, cuando estuvo junto, vieron que las hinchadas velas las atravesaban unas cruces rojas, y conocieron que en una bandera que traía en el peñolo de la mayor gavia venían pintadas las armas de Inglaterra.

Disparó, en llegando, dos piezas de gruesa artillería, y luego hasta obra de veinte arcabuces. De la tierra les fue hecha señal de paz y de alegres voces, porque no tenían artillería con que responderle.

 

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Última actualización: 29/04/97.