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LIBRO PRIMERO DE LA HISTORIA DE LOS TRABAJOS DE PERSILES Y SIGISMUNDA
En esto estaban, cuando entró un marinero en el hospedaje, diciendo a voces:
-Un bajel grande viene con las velas tendidas encaminado a este puerto, y hasta agora no he descubierto señal que me dé a entender de qué parte sea.
Apenas dijo esto, cuando llegó a sus oídos el son horrible de muchas piezas de artillería que el bajel disparó al entrar del puerto, todas limpias y sin bala alguna, señal de paz y no de guerra; de la misma manera le respondió el bajel de Mauricio y toda la arcabucería de los soldados que en él venían.
Al momento, todos los que estaban en el hospedaje salieron a la marina; y, en viendo Periandro el bajel recién llegado, conoció ser el de Arnaldo, príncipe de Dinamarca, de que no recibió contento alguno, antes se le revolvieron las entrañas, y el corazón le comenzó a dar saltos en el pecho. Los mismos acidentes y sobresaltos recibió en el suyo Auristela, como aquella que por larga esperiencia sabía la voluntad que Arnaldo le tenía, y no podía acomodar su corazón a pensar cómo podría ser que las voluntades de Arnaldo y Periandro se aviniesen bien, sin que la rigurosa y desesperada flecha de los celos no les atrevesase las almas.
Ya estaba Arnaldo en el esquife de la nave, y ya llegaba a la orilla, cuando se adelantó Periandro a recebille; pero Auristela no se movió del lugar donde primero puso el pie, y aun quisiera que allí se le hincaran en el suelo y se volvieran en torcidas raíces, como se volvieron los de la hija de Peneo, cuando el ligero corredor Apolo la seguía. Arnaldo, que vio a Periandro, le conoció; y, sin esperar que los suyos le sacasen en hombros a tierra, de un salto que dio desde la popa del esquife, se puso en ella y en los brazos de Periandro, que con ellos abiertos le recibió. Y Arnaldo le dijo:
-Si yo fuese tan venturoso, amigo Periandro, que contigo hallase a tu hermana Auristela, ni tendría mal que temer ni otro bien mayor que esperar.
-Conmigo está, valeroso señor -respondió Periandro-, que los cielos, atentos a favorecer tus virtuosos y honestos pensamientos, te la han guardado con la entereza que también ella por sus buenos deseos merece.
Ya en esto se había comunicado por la nueva gente, y por la que en la tierra estaba, quién era el príncipe que en la nave venía; y todavía estaba Auristela como estatua, sin voz, inmovible, y junto a ella la hermosa Transila, y las dos, al parecer, bárbaras, Ricla y Constanza.
Llegó Arnaldo, y, puesto de hinojos ante Auristela, le dijo:
-Seas bien hallada, norte por donde se guían mis honestos pensamientos, y estrella fija que me lleva al puerto donde han de tener reposo mis buenos deseos.
A todo esto no respondió palabra Auristela, antes le vinieron las lágrimas a los ojos, que comenzaron a bañar sus rosadas mejillas. Confuso Arnaldo de tal acidente, no supo determinarse si de pesar o de alegría podía proceder semejante acontecimiento. Mas Periandro, que todo lo notaba y en cualquier movimiento de Auristela tenía puestos los ojos, sacó a Arnaldo de duda, diciéndole:
-Señor, el silencio y las lágrimas de mi hermana nacen de admiración y de gusto: la admiración, del verte en parte tan no esperada; y las lágrimas, del gusto de haberte visto; ella es agradecida, como lo deben ser las bien nacidas, y conoce las obligaciones en que la has puesto de servirte con las mercedes y limpio tratamiento que siempre le has hecho.
Fuéronse con esto al hospedaje, volvieron a colmarse las mesas de manjares, llenáronse de regocijo los pechos, porque se llenaron las tazas de generosos vinos, que, cuando se trasiegan por la mar de un cabo a otro, se mejoran de manera que no hay néctar que se les iguale. Esta segunda comida se hizo por respeto del príncipe Arnaldo.
Contó Periandro al príncipe lo que le sucedió en la isla bárbara, con la libertad de Auristela, con todos los sucesos y puntos que hasta aquí se han contado, con que se suspendió Arnaldo, y de nuevo se alegraron y admiraron todos los presentes.