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LIBRO PRIMERO DE LA HISTORIA DE LOS TRABAJOS DE PERSILES Y SIGISMUNDA

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Capítulo Diez y Nueve

 

Donde se da cuenta de lo que dos soldados hicieron,

y la división de Periandro y Auristela

 

 

A cuyas voces respondió Arnaldo:

-¿Cómo es esto? ¡Oh gran Mauricio! ¿Qué aguas nos sorben o qué mares nos tragan? ¿Qué olas nos embisten?

La respuesta que le dieron a Arnaldo fue ver salir debajo de la cubierta a un marinero despavorido, echando agua por la boca y por los ojos, diciendo con palabras turbadas y mal compuestas:

-Todo este navío se ha abierto por muchas partes, el mar se ha entrado en él tan a rienda suelta que presto le veréis sobre esta cubierta. Cada uno atienda a su salud y a la conservación de la vida. Acógete, ¡oh príncipe Arnaldo!, al esquife o a la barca, y lleva contigo las prendas que más estimas, antes que tomen entera posesión dellas estas amargas aguas.

Estancó en esto el navío, sin poderse mover, por el peso de las aguas, de quien ya estaba lleno. Amainó el piloto todas las velas de golpe, y todos, sobresaltados y temerosos, acudieron a buscar su remedio: el príncipe y Periandro fueron al esquife, y, arrojándole al mar, pusieron en él a Auristela, Transila, Ricla y a la bárbara Constanza, entre las cuales, viendo que no se acordaban della, se arrojó Rosamunda, y tras ella mandó Arnaldo entrase Mauricio.

En este tiempo andaban dos soldados descolgando la barca que al costado del navío venía asida, y el uno dellos, viendo que el otro quería ser el primero que entrase dentro, sacando un puñal de la cinta, se le envainó en el pecho, diciendo a voces:

-Pues nuestra culpa ha sido fabricada tan sin provecho, esta pena te sirva a ti de castigo y a mí de escarmiento; a lo menos el poco tiempo que me queda de vida.

Y, diciendo esto, sin querer aprovecharse del acogimiento que la barca les ofrecía, desesperadamente se arrojó al mar, diciendo a voces y con mal articuladas palabras:

-Oye, ¡oh Arnaldo!, la verdad que te dice este traidor, que en tal punto es bien que la diga: yo y aquel a quien me viste pasar el pecho por muchas partes abrimos y taladramos este navío, con intención de gozar de Auristela y de Transila, recogiéndolas en el esquife; pero, habiendo visto yo haber salido mi disinio contrario de mi pensamiento, a mi compañero quité la vida y a mí me doy la muerte.

Y con esta última palabra se dejó ir al fondo de las aguas, que le estorbaron la respiración del aire y le sepultaron en perpetuo silencio. Y, aunque todos andaban confusos y ocupados, buscando, como se ha dicho, en el común peligro algún remedio, no dejó de oír las razones Arnaldo del desesperado, y él y Periandro acudieron a la barca; y, habiendo, antes que entrasen en ella, ordenado que entrase en el esquife Antonio el mozo, sin acordarse de recoger algún bastimento, él, Ladislao, Antonio el padre, Periandro y Clodio se entraron en la barca, y fueron a abordar con el esquife, que algún tanto se había apartado del navío, sobre el cual ya pasaban las aguas, y no se parecía dél sino el árbol mayor, como en señal que allí estaba sepultado.

Llegóse en esto la noche, sin que la barca pudiese alcanzar al esquife, desde el cual daba voces Auristela, llamando a su hermano Periandro, que la respondía, reiterando muchas veces su para él dulcísimo nombre. Transila y Ladislao hacían lo mismo, y encontrábanse en los aires las voces de "dulcísimo esposo mío" y "amada esposa mía", donde se rompían sus disinios y se deshacían sus esperanzas, con la imposibilidad de no poder juntarse, a causa que la noche se cubría de escuridad y los vientos comenzaron a soplar de partes diferentes. En resolución, la barca se apartó del esquife, y, como más ligera y menos cargada, voló por donde el mar y el viento quisieron llevarla; el esquife, más con la pesadumbre que con la carga de los que en él iban, se quedó, como si aposta quisieran que no navegara. Pero, cuando la noche cerró con más escuridad que al principio, comenzaron a sentir de nuevo la desgracia sucedida: viéronse en mar no conocida, amenazados de todas las inclemencias del cielo, y faltos de la comodidad que les podía ofrecer la tierra; el esquife, sin remos y sin bastimentos, y la hambre sólo detenida de la pesadumbre que sintieron.

Mauricio, que había quedado por patrón y por marinero del esquife, ni tenía con qué ni sabía cómo guialle; antes, según los llantos, gemidos y suspiros de los que en él iban, podía temer que ellos mismos le anegarían; miraba las estrellas, y, aunque no parecían de todo en todo, algunas que por entre la escuridad se mostraban le daban indicio de venidera serenidad, pero no le mostraban en qué parte se hallaba.

No consintió el sentimiento que el sueño aliviase su angustia, porque se les pasó la noche velando, y se vino el día, no a más andar, como dicen, sino para más penar, porque con él descubrieron por todas partes el mar cerca y lejos, por ver si topaban los ojos con la barca que les llevaba las almas, o algún otro bajel que les prometiese ayuda y socorro en su necesidad; pero no descubrieron otra cosa que una isla a su mano izquierda, que juntamente los alegró y los entristeció: nació la alegría de ver cerca la tierra, y la tristeza, de la imposibilidad de poder llegar a ella, si ya el viento no los llevase. Mauricio era el que más confiaba de la salud de todos, por haber hallado, como se ha dicho, en la figura que como judiciario había levantado, que aquel suceso no amenazaba muerte, sino descomodidades casi mortales.

Finalmente, el favor de los cielos se mezcló con los vientos, que poco a poco llevaron el esquife a la isla, y les dio lugar de tomarle en la tierra en una espaciosa playa no acompañada de gente alguna, sino de mucha cantidad de nieve que toda la cubría. Miserables son y temerosas las fortunas del mar, pues los que las padecen se huelgan de trocarlas con las mayores que en la tierra se les ofrezcan. La nieve de la desierta playa les pareció blanda arena, y la soledad compañía. Unos en brazos de otros desembarcaron: el mozo Antonio fue el Atlante de Auristela y de Transila, en cuyos hombros también desembarcaron Rosamunda y Mauricio, y todos se recogieron al abrigo de un peñón que no lejos de la playa se mostraba, habiendo antes, como mejor pudieron, varado el esquife en tierra, poniendo en él, después de en Dios, su esperanza.

Antonio, considerando que la hambre había de hacer su oficio y que ella había de ser bastante a quitarles las vidas, aprestó su arco, que siempre de las espaldas le colgaba, y dijo que él quería ir a descubrir la tierra, por ver si hallaba gente en ella o alguna caza que socorriese su necesidad. Vinieron todos con su parecer; y así, se entró con ligero paso por la isla, pisando, no tierra, sino nieve tan dura, por estar helada, que le parecía pisar sobre pedernales. Siguióle, sin que él lo echase de ver, la torpe Rosamunda, sin ser impedida de los demás, que creyeron que alguna natural necesidad la forzaba a dejallos. Volvió la cabeza Antonio a tiempo y en lugar donde nadie los podía ver, y, viendo junto a sí a Rosamunda, le dijo:

-La cosa de que menos necesidad tengo, en esta que agora padecemos, es la de tu compañía. ¿Qué quieres, Rosamunda? Vuélvete, que ni tú tienes armas con que matar género de caza alguna, ni yo podré acomodar el paso a esperarte. ¿Qué me sigues?

 

-¡Oh inesperto mozo -respondió la mujer torpe-, y cuán lejos estás de conocer la intención con que te sigo y la deuda que me debes!

Y en esto se llegó junto a él, y prosiguió diciendo:

-Ves aquí, ¡oh nuevo cazador, más hermoso que Apolo!, otra nueva Dafne que no te huye, sino que te sigue. No mires que ya a mi belleza la marchita el rigor de la edad, ligera siempre, sino considera en mí a la que fue Rosamunda, domadora de las cervices de los reyes y de la libertad de los más esentos hombres. Yo te adoro, generoso joven, y aquí, entre estos yelos y nieves, el amoroso fuego me está haciendo ceniza el corazón. Gocémonos, y tenme por tuya, que yo te llevaré a parte donde llenes las manos de tesoros, para ti, sin duda alguna, de mí recogidos y guardados si llegamos a Inglaterra, donde mil bandos de muerte tienen amenazada mi vida. Escondido te llevaré adonde te entregues en más oro que tuvo Midas y en más riquezas que acumuló Craso.

Aquí dio fin a su plática, pero no al movimiento de sus manos, que arremetieron a detener las de Antonio, que de sí las apartaba, y entre esta tan honesta como torpe contienda decía Antonio:

-¡Detente, oh arpía! ¡No turbes ni afees las limpias mesas de Fineo! ¡No fuerces, oh bárbara egipcia, ni incites la castidad y limpieza deste que no es tu esclavo! ¡Tarázate la lengua, sierpe maldita, no pronuncies con deshonestas palabras lo que tienes escondido en tus deshonestos deseos! ¡Mira el poco lugar que nos queda desde este punto al de la muerte, que nos está amenazando con la hambre y con la incertidumbre de la salida deste lugar, que, puesto que fuera cierta, con otra intención la acompañara que con la que me has descubierto! ¡Desvíate de mí y no me sigas, que castigaré tu atrevimiento y publicaré tu locura! Si te vuelves, mudaré propósito, y pondré en silencio tu desvergüenza; si no me dejas, te quitaré la vida.

Oyendo lo cual la lasciva Rosamunda, se le cubrió el corazón, de manera que no dio lugar a suspiros, a ruegos ni a lágrimas. Dejóla Antonio, sagaz y advertido. Volvióse Rosamunda, y él siguió su camino; pero no halló en él cosa que le asegurase, porque las nieves eran muchas y los caminos ásperos, y la gente ninguna. Y, advirtiendo que si adelante pasaba, podía perder el camino de vuelta, se volvió a juntar con la compañía; alzaron todos las manos al cielo, y pusieron los ojos en la tierra, como admirados de su desventura. A Mauricio dijeron que volvieran al mar el esquife, pues no era posible remediarse en la imposibilidad y soledad de la isla.

 

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Última actualización: 29/04/97.