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LIBRO PRIMERO DE LA HISTORIA DE LOS TRABAJOS DE PERSILES Y SIGISMUNDA
-Yo no sé -dijo Mauricio a esta sazón- qué quiere este que llaman amor por estas montañas, por estas soledades y riscos, por entre estas nieves y yelos, dejándose allá los Pafos, Gnidos, las Cipres, los Elíseos Campos, de quien huye la hambre y no llega incomodidad alguna; en el corazón sosegado, en el ánimo quieto tiene el amor deleitable su morada, que no en las lágrimas ni en los sobresaltos.
Auristela, Transila, Constanza y Ricla quedaron atónitas del suceso, y con callar le admiraron, y, finalmente, con no pocas lágrimas enterraron a Taurisa; y, después de haber vuelto Rosamunda del pesado desmayo, se recogieron y embarcaron en el esquife de la nave, donde fueron bien recebidos y regalados de los que en ella estaban, satisfaciendo luego todos la hambre que les aquejaba; sólo Rosamunda, que estaba tal que por momentos llamaba a las puertas de la muerte. Alzaron velas, lloraron algunos los capitanes muertos, y instituyeron luego uno que lo fuese de todos, y siguieron su viaje, sin llevar parte conocida donde le encaminasen, porque era de cosarios, y no irlandeses, como a Arnaldo le habían dicho, sino de una isla rebelada contra Inglaterra.
Mauricio, malcontento de aquella compañía, siempre iba temiendo algún revés de su acelerada costumbre y mal modo de vivir; y, como viejo y esperimentado en las cosas del mundo, no le cabía el corazón en el pecho, temiendo que la mucha hermosura de Auristela, la gallardía y buen parecer de su hija Transila, los pocos años y nuevo traje de Constanza no despertasen en aquellos cosarios algún mal pensamiento. Servíales de Argos el mozo Antonio, de lo que sirvió el pastor de Anfriso. Eran los ojos de los dos centinelas no dormidas, pues por sus cuartos la hacían a las mansas y hermosas ovejuelas que debajo de su solicitud y vigilancia se amparaban.
Rosamunda, con los continuos desdenes, vino a enflaquecer de manera que una noche la hallaron en una cámara del navío sepultada en perpetuo silencio. Harto habían llorado, mas no dejaron de sentir su muerte, compasiva y cristianamente. Sirvióla el ancho mar de sepultura, donde no tuvo harta agua para apagar el fuego que causó en su pecho el gallardo Antonio, el cual y todos rogaron muchas veces a los cosarios que los llevasen de una vez a Irlanda, o a Ibernia, si ya no quisiesen a Inglaterra o Escocia. Pero ellos respondían que, hasta haber hecho una buena y rica presa, no habían de tocar en tierra alguna, si ya no fuese a hacer agua o a tomar bastimentos necesarios. La bárbara Ricla bien comprara a pedazos de oro que los llevaran a Inglaterra, pero no osaba descubrirlos, porque no se los robasen antes que se los pidiesen. Dioles el capitán estancia aparte, y acomodóles de manera que les aseguró de la insolencia que podían temer de los soldados.
Desta manera anduvieron casi tres meses por el mar de unas partes a otras; ya tocaban en una isla, ya en otra, y ya se salían al mar descubierto, propia costumbre de cosarios, que buscan su ganancia. Las veces que había calma y el mar sosegado no les dejaba navegar, el nuevo capitán del navío se iba a entretener a la estancia de sus pasajeros, y con pláticas discretas y cuentos graciosos, pero siempre honestos, los entretenía, y Mauricio hacía lo mismo. Auristela, Transila, Ricla y Constanza más se ocupaban en pensar en la ausencia de las mitades de su alma que en escuchar al capitán ni a Mauricio. Con todo esto, estuvieron un día atentas a la historia que en este siguiente capítulo se cuenta que el capitán les dijo.