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LIBRO PRIMERO DE LA HISTORIA DE LOS TRABAJOS DE PERSILES Y SIGISMUNDA

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Capítulo Veinte y Tres

 

De lo que sucedió a la celosa Auristela cuando supo

que su hermano Periandro era el que había ganado

los premios del certamen

 

 

¡Oh poderosa fuerza de los celos! ¡Oh enfermedad, que te pegas al alma de tal manera que sólo te despegas con la vida! ¡Oh hermosísima Auristela! ¡Detente: no te precipites a dar lugar en tu imaginación a esta rabiosa dolencia! Pero, ¿quién podrá tener a raya los pensamientos, que suelen ser tan ligeros y sutiles que, como no tienen cuerpo, pasan las murallas, traspasan los pechos y veen lo más escondido de las almas?

Esto se ha dicho porque, en oyendo pronunciar Auristela el nombre de Periandro, su hermano, y habiendo oído antes las alabanzas de Sinforosa y el favor que en ponerle la guirnalda le había hecho, rindió el sufrimiento a las sospechas y entregó la paciencia a los gemidos, y, dando un gran suspiro y abrazándose con Transila, dijo:

-Querida amiga mía, ruega al cielo que, sin haberse perdido tu esposo Ladislao, se pierda mi hermano Periandro. ¿No le ves en la boca deste valeroso capitán, honrado como vencedor, coronado como valeroso, atento más a los favores de una doncella que a los cuidados que le debían dar los destierros y pasos desta su hermana? ¿Ándase buscando palmas y trofeos por las tierras ajenas, y déjase entre los riscos y entre las peñas y entre las montañas que suele levantar la mar alterada, a esta su hermana, que por su consejo y por su gusto no hay peligro de muerte donde no se halle?

Estas razones escuchaba atentísimamente el capitán del navío, y no sabía qué conclusión sacar de ellas. Sólo paró en decir, pero no dijo nada, porque en un instante y en un momentáneo punto le arrebató la palabra de la boca un viento, que se levantó tan súbito y tan recio que le hizo poner en pie, sin responder a Auristela, y dando voces a los marineros que amainasen las velas y las templasen y asegurasen. Acudió toda la gente a la faena; comenzó la nave a volar en popa, con mar tendido y largo por donde el viento quiso llevarla.

Recogióse Mauricio con los de su compañía a su estancia, por dejar hacer libremente su oficio a los marineros. Allí preguntó Transila a Auristela qué sobresalto era aquel que tal la había puesto, que a ella le había parecido haberle causado el haber oído nombrar el nombre de Periandro, y no sabía por qué las alabanzas y buenos sucesos de un hermano pudiesen dar pesadumbre.

-¡Ay amiga! -respondió Auristela-, de tal manera estoy obligada a tener en perpetuo silencio una peregrinación que hago, que hasta darle fin, aunque primero llegue el de la vida, soy forzada a guardarle. En sabiendo quién soy, que sí sabrás si el cielo quiere, verás las disculpas de mis sobresaltos; sabiendo la causa de do nacen, verás castos pensamientos acometidos, pero no turbados; verás desdichas sin ser buscadas, y laberintos que, por venturas no imaginadas, han tenido salida de sus enredos. ¿Ves cuán grande es el nudo del parentesco de un hermano?, pues sobre éste tengo yo otro mayor con Periandro. ¿Ves ansimismo cuán propio es de los enamorados ser celosos?, pues con más propiedad tengo yo celos de mi hermano. Este capitán, amiga, ¿no exageró la hermosura de Sinforosa?; y ella, al coronar las sienes de Periandro, ¿no le miró? Sí, sin duda. ¿Y mi hermano, no es del valor y de la belleza que tú has visto?, ¿pues qué mucho que haya despertado en el pensamiento de Sinforosa alguno que le haga olvidar de su hermana?

-Advierte, señora -respondió Transila-, que todo cuanto el capitán ha contado sucedió antes de la prisión de la ínsula Bárbara, y que después acá os habéis visto y comunicado, donde habrás hallado que ni él tiene amor a nadie, ni cuida de otra cosa que de darte gusto; y no creo yo que las fuerzas de los celos lleguen a tanto que alcancen a tenerlos una hermana de un su hermano.

-Mira, hija Transila -dijo Mauricio-, que las condiciones de amor son tan diferentes como injustas, y sus leyes tan muchas como variables; procura ser tan discreta que no apures los pensamientos ajenos, ni quieras saber más de nadie de aquello que quisiere decirte: la curiosidad en los negocios propios se puede sutilizar y atildar, pero en los ajenos, que no nos importan, ni por pensa- miento.

Esto que oyó Auristela a Mauricio la hizo tener cuenta con su discreción y con su lengua, porque la de Transila, poco necia, llevaba camino de hacerle sacar a plaza toda su historia.

Amansó en tanto el viento, sin haber dado lugar a que los marineros temiesen ni los pasajeros se alborotasen. Volvió el capitán a verlos y a proseguir su historia, por haber quedado cuidadoso del sobresalto que Auristela tomó oyendo el nombre de Periandro.

Deseaba Auristela volver a la plática pasada, y saber del capitán si los favores que Sinforosa había hecho a Periandro se estendieron a más que coronarle; y así, se lo preguntó modestamente y con recato de no dar a entender su pensamiento. Respondió el capitán que Sinforosa no tuvo lugar de hacer más merced, que así se han de llamar los favores de las damas, a Periandro, aunque, a pesar de la bondad de Sinforosa, a él le fatigaban ciertas imaginaciones que tenía de que no estaba muy libre de tener en la suya a Periandro, porque siempre que, después de partido, se hablaba de las gracias de Periandro, ella las subía y las levantaba sobre los cielos, y, por haberle ella mandado que saliese en un navío a buscar a Periandro y le hiciese volver a ver a su padre, confirmaba más sus sospechas.

-¿Cómo? ¿Y es posible -dijo Auristela- que las grandes señoras, las hijas de los reyes, las levantadas sobre el trono de la fortuna, se han de humillar a dar indicios de que tienen los pensamientos en humildes sujetos colocados? Y, siendo verdad, como lo es, que la grandeza y majestad no se aviene bien con el amor, antes son repugnantes entre sí el amor y la grandeza, hase de seguir que Sinforosa, reina, hermosa y libre, no se había de cautivar de la primera vista de un no conocido mozo, cuyo estado no prometía ser grande el venir guiando un timón de una barca con doce compañeros desnudos, como lo son todos los que gobiernan los remos.

-Calla, hija Auristela -dijo Mauricio-, que en ningunas otras acciones de la naturaleza se veen mayores milagros ni más continuos que en las del amor, que por ser tantos y tales los milagros, se pasan en silencio y no se echa de ver en ellos, por extraordinarios que sean: el amor junta los cetros con los cayados, la grandeza con la bajeza, hace posible lo imposible, iguala diferentes estados y viene a ser poderoso como la muerte. Ya sabes tú, señora, y sé yo muy bien, la gentileza, la gallardía y el valor de tu hermano Periandro, cuyas partes forman un compuesto de singular hermosura; y es privilegio de la hermosura rendir las voluntades y atraer los corazones de cuantos la conocen, y cuanto la hermosura es mayor y más conocida, es más amada y estimada. Así que, no sería milagro que Sinforosa, por principal que sea, ame a tu hermano, porque no le amaría como a Periandro a secas, sino como a hermoso, como a valiente, como a diestro, como a ligero, como a sujeto donde todas las virtudes están recogidas y cifradas.

-¿Que Periandro es hermano desta señora? -dijo el capitán.

-Sí -respondió Transila-, por cuya ausencia ella vive en perpetua tristeza, y todos nosotros, que la queremos bien, y a él le conocimos en llanto y amargura.

Luego le contaron todo lo sucedido del naufragio de la nave de Arnaldo, la división del esquife y de la barca, con todo aquello que fue bastante para darle a entender lo sucedido hasta el punto en que estaban.

En el cual punto deja el autor el primer libro desta grande historia, y pasa al segundo, donde se contarán cosas que, aunque no pasan de la verdad, sobrepujan a la imaginación, pues apenas pueden caber en la más sutil y dilatada sus acontecimientos.

 

 

Fin del primer libro de

Los trabajos de Persiles y Sigismunda

 

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Última actualización: 29/04/97.