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LIBRO PRIMERO DE LA HISTORIA DE LOS

TRABAJOS DE PERSILES Y SIGISMUNDA

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Capítulo Cuarto

 

Entre los que vinieron a concertar la compra de la doncella, vino con el capitán un bárbaro, llamado Bradamiro, de los más valientes y más principales de toda la isla, menospreciador de toda ley, arrogante sobre la misma arrogancia, y atrevido tanto como él mismo, porque no se halla con quién compararlo.

Éste, pues, desde el punto que vio a Periandro, creyendo ser mujer, como todos lo creyeron, hizo disinio en su pensamiento de escogerla para sí, sin esperar a que las leyes del vaticinio se probasen o cumpliesen.

Así como puso los pies en la ínsula Periandro, muchos bárbaros, a porfía, le tomaron en hombros, y, con muestras de infinita alegría, le llevaron a una gran tienda que, entre otras muchas pequeñas, en un apacible y deleitoso prado estaban puestas, todas cubiertas de pieles de animales, cuáles domésticos, cuáles selváticos. La bárbara que había servido de intérprete de la compra y venta no se le quitaba del lado, y con palabras y en lenguaje que él no entendía le consolaba.

Ordenó luego el gobernador que pasasen a la ínsula de la prisión, y trajesen de ella algún varón, si le hubiese, para hacer la prueba de su engañosa esperanza. Fue obedecido al punto, y al mismo instante tendieron por el suelo pieles curtidas, olorosas, limpias y lisas, de animales, para que de manteles sirviesen, sobre las cuales arrojaron y tendieron sin concierto ni policía alguna, diversos géneros de frutas secas; y, sentándose él y algunos de los principales bárbaros que allí estaban, comenzó a comer y a convidar por señas a Periandro que lo mismo hiciese. Sólo se quedó en pie Bradamiro, arrimado a su arco, clavados los ojos en la que pensaba ser mujer. Rogóle el gobernador se sentase, pero no quiso obedecerle; antes, dando un gran sospiro, volvió las espaldas, y se salió de la tienda.

En esto, llegó un bárbaro, que dijo al capitán que, al tiempo que habían llegado él y otros cuatro para pasar a la prisión, llegó a la marina una balsa, la cual traía un varón y a la mujer guardiana de la mazmorra, cuyas nuevas pusieron fin a la comida; y, levantándose el capitán, con todos los que allí estaban, acudió a ver la balsa. Quiso acompañarle Periandro, de lo que él fue muy contento.

Cuando llegaron, ya estaban en tierra el prisionero y la custodia. Miró atentamente Periandro, por ver si por ventura conocía al desdichado a quien su corta suerte había puesto en el mismo estremo en que él se había visto, pero no pudo verle el rostro de lleno en lleno, a causa que tenía inclinada la cabeza, y, como de industria, parecía que no dejaba verse de nadie; pero no dejó de conocer a la mujer que decían ser guardiana de la prisión, cuya vista y conocimiento le suspendió el alma y le alborotó los sentidos, porque claramente, y sin poner duda en ello, conoció ser Cloelia, ama de su querida Auristela. Quisiérala hablar, pero no se atrevió, por no entender si acertaría o no en ello; y, así reprimiendo su deseo como sus labios, estuvo esperando en lo que pararía semejante acontecimiento.

El gobernador, con deseo de apresurar sus pruebas y dar felice compañía a Periandro, mandó que al momento se sacrificase aquel mancebo, de cuyo corazón se hiciesen los polvos de la ridícula y engañosa prueba.

Asieron al momento del mancebo muchos bárbaros; sin más ceremonias que atarle un lienzo por los ojos, le hicieron hincar de rodillas, atándole por atrás las manos, el cual, sin hablar palabra, como un manso cordero, esperaba el golpe que le había de quitar la vida. Visto lo cual por la antigua Cloelia, alzó la voz, y, con más aliento que de sus muchos años se esperaba, comenzó a decir:

-Mira, oh gran gobernador, lo que haces, porque ese varón que mandas sacrificar no lo es, ni puede aprovechar ni servir en cosa alguna a tu intención, porque es la más hermosa mujer que puede imaginarse. Habla, hermosísima Auristela, y no permitas, llevada de la corriente de tus desgracias, que te quiten la vida, poniendo tasa a la providencia de los cielos, que te la pueden guardar y conservar, para que felicemente la goces.

A estas razones, los crueles bárbaros detuvieron el golpe, que ya ya la sombra del cuchillo se señalaba en la garganta del arrodillado. Mandó el capitán desatarle y dar libertad a las manos y luz a los ojos; y, mirándole con atención, le pareció ver el más hermoso rostro de mujer que hubiese visto, y juzgó, aunque bárbaro, que si no era el de Periandro, ninguno otro en el mundo podría igualársele.

¡Qué lengua podrá decir, o qué pluma escribir, lo que sintió Periandro cuando conoció ser Auristela la condenada y la libre! Quitósele la vista de los ojos, cubriósele el corazón, y con pasos torcidos y flojos fue a abrazarse con Auristela, a quien dijo, teniéndola estrechamente entre sus brazos:

-¡Oh querida mitad de mi alma, oh firme coluna de mis esperanzas, oh prenda, que no sé si diga por mi bien o por mi mal hallada, aunque no será sino por bien, pues de tu vista no puede proceder mal ninguno! Ves aquí a tu hermano Periandro.

Y esta razón dijo con voz tan baja que de nadie pudo ser oída, y prosiguió diciendo:

-Vive, señora y hermana mía, que en esta isla no hay muerte para las mujeres, y no quieras tú para contigo ser más cruel que sus moradores; confía en los cielos, que, pues te han librado hasta aquí de los infinitos peligros en que te debes de haber visto, te librarán de los que se pueden temer de aquí adelante.

-¡Ay, hermano! -respondió Auristela (que era la misma que por varón pensaba ser sacrificada)-. ¡Ay, hermano! -replicó otra vez-, ¡y cómo creo que éste en que nos hallamos ha de ser el último trance que de nuestras desventuras puede temerse! Suerte dichosa ha sido el hallarte, pero desdichada ser en tal lugar y en semejante traje.

Lloraban entrambos, cuyas lágrimas vio el bárbaro Bradamiro; y, creyendo que Periandro las vertía del dolor de la muerte de aquél, que pensó ser su conocido, pariente o amigo, determinó de libertarle, aunque se pusiese a romper por todo inconveniente. Y así, llegándose a los dos, asió de la una mano a Auristela y de la otra a Periandro, y, con semblante amenazador y ademán soberbio, en alta voz dijo:

-Ninguno sea osado, si es que estima en algo su vida, de tocar a estos dos, aun en un solo cabello. Esta doncella es mía, porque yo la quiero, y este hombre ha de ser libre, porque ella lo quiere.

Apenas hubo dicho esto, cuando el bárbaro gobernador, indignado e impaciente sobremanera, puso una grande y aguda flecha en el arco, y, desviándole de sí cuanto pudo estenderse el brazo izquierdo, puso la empulguera con el derecho junto al diestro oído, y disparó la flecha con tan buen tino y con tanta furia que en un instante llegó a la boca de Bradamiro, y se la cerró, quitándole el movimiento de la lengua y sacándole el alma, con que dejó admirados, atónitos y suspensos a cuantos allí estaban.

Pero no hizo tan a su salvo el tiro, tan atrevido como certero, que no recibiese por el mismo estilo la paga de su atrevimiento; porque un hijo de Corsicurbo, el bárbaro que se ahogó en el pasaje de Periandro, pareciéndole ser más ligeros sus pies que las flechas de su arco, en dos brincos se puso junto al capitán, y, alzando el brazo, le envainó en el pecho un puñal, que, aunque de piedra, era más fuerte y agudo que si de acero forjado fuera.

Cerró el capitán en sempiterna noche los ojos, y dio con su muerte venganza a la de Bradamiro, alborotó los pechos y los corazones de los parientes de entrambos, puso las armas en las manos de todos, y en un instante, incitados de la venganza y cólera, comenzaron a enviar muertes en las flechas de unas partes a otras. Acabadas las flechas, como no se acabaron las manos ni los puñales, arremetieron los unos a los otros, sin respetar el hijo al padre ni el hermano al hermano; antes, como si de muchos tiempos atrás fueran enemigos mortales por muchas injurias recebidas, con las uñas se despedazaban y con los puñales se herían sin haber quién los pusiese en paz.

Entre estas flechas, entre estas heridas, entre estos golpes y entre estas muertes, estaban juntos la antigua Cloelia, la doncella intérprete, Periandro y Auristela, todos apiñados, y todos llenos de confusión y de miedo.

En mitad desta furia, llevados en vuelo algunos bárbaros, de los que debían de ser de la parcialidad de Bradamiro, se desviaron de la contienda y fueron a poner fuego a una selva, que estaba allí cerca, como a hacienda del gobernador. Comenzaron a arder los árboles y a favorecer la ira el viento, que, aumentando las llamas y el humo, todos temieron ser ciegos y abrasados.

Llegábase la noche, que, aunque fuera clara, se escureciera, cuanto más siendo escura y tenebrosa. Los gemidos de los que morían, las voces de los que amenazaban, los estallidos del fuego, no en los corazones de los bárbaros ponían miedo alguno, porque estaban ocupados con la ira y la venganza; poníanle, sí, en los de los miserables apiñados, que no sabían qué hacerse, adónde irse o cómo valerse; y, en esta sazón tan confusa, no se olvidó el cielo de socorrerles por tan estraña novedad que la tuvieron por milagro.

Ya casi cerraba la noche, y, como se ha dicho, escura y temerosa, y solas las llamas de la abrasada selva daban luz bastante para divisar las cosas, cuando un bárbaro mancebo se llegó a Periandro, y, en lengua castellana, que dél fue bien entendida, le dijo:

-Sígueme, hermosa doncella, y di que hagan lo mismo las personas que contigo están, que yo os pondré en salvo, si los cielos me ayudan.

No le respondió palabra Periandro, sino hizo que Auristela, Cloelia y la intérprete se animasen y le siguiesen; y así, pisando muertos y hollando armas, siguieron al joven bárbaro que les guiaba. Llevaban las llamas de la ardiente selva a las espaldas, que les servían de viento que el paso les aligerase. Los muchos años de Cloelia y los pocos de Auristela no permitían que al paso de su guía tendiesen el suyo. Viendo lo cual el bárbaro, robusto y de fuerzas, asió de Cloelia y se la echó al hombro, y Periandro hizo lo mismo de Auristela; la intérprete, menos tierna, más animosa, con varonil brío los seguía. Desta manera, cayendo y levantando, como decirse suele, llegaron a la marina, y, habiendo andado como una milla por ella hacia la banda del norte, se entró el bárbaro por una espaciosa cueva, en quien la saca del mar entraba y salía. Pocos pasos anduvieron por ella, torciéndose a una y otra parte, estrechándose en una y alargándose en otra, ya agazapados, ya inclinados, ya agobiados al suelo, y ya en pie y derechos, hasta que salieron, a su parecer, a un campo raso, pues les pareció que podían libremente enderezarse, que así se lo dijo su guiador, no pudiendo verlo ellos por la escuridad de la noche, y porque las luces de los encendidos montes, que entonces con más rigor ardían, allí llegar no podían.

-¡Bendito sea Dios -dijo el bárbaro en la misma lengua castellana- que nos ha traído a este lugar, que, aunque en él se puede temer algún peligro, no será de muerte!

En esto, vieron que hacia ellos venía corriendo una gran luz, bien así como cometa, o por mejor decir exhalación que por el aire camina. Esperáranla con temor, si el bárbaro no dijera:

-Este es mi padre, que viene a recebirme.

Periandro, que aunque no muy despiertamente sabía hablar la lengua castellana, le dijo:

-El cielo te pague, ¡oh ángel humano!, o quienquiera que seas, el bien que nos has hecho, que, aunque no sea otro que el dilatar nuestra muerte, lo tenemos por singular beneficio.

Llegó en esto la luz, que la traía uno, al parecer bárbaro, cuyo aspecto la edad de poco más de cincuenta años le señalaba. Llegando, puso la luz en tierra, que era un grueso palo de tea, y a brazos abiertos se fue a su hijo, a quien preguntó en castellano que qué le había sucedido, que con tal compañía volvía.

-Padre -respondió el mozo- vamos a nuestro rancho, que hay muchas cosas que decir y muchas más que pensar. La isla se abrasa, casi todos los moradores della quedan hechos ceniza o medio abrasados; estas pocas reliquias que aquí veis, por impulso del cielo las he hurtado a las llamas y al filo de los bárbaros puñales. Vamos, señor, como tengo dicho, a nuestro rancho, para que la caridad de mi madre y de mi hermana se muestre y ejercite en acariciar a estos mis cansados y temerosos huéspedes.

Guió el padre, siguiéronle todos, animóse Cloelia, pues caminó a pie, no quiso dejar Periandro la hermosa carga que llevaba, por no ser posible que le diese pesadumbre, siendo Auristela único bien suyo en la tierra.

Poco anduvieron, cuando llegaron a una altísima peña, al pie de la cual descubrieron un anchísimo espacio o cueva, a quien servían de techo y de paredes las mismas peñas. Salieron con teas encendidas en las manos dos mujeres vestidas al traje bárbaro: la una muchacha de hasta quince años, y la otra hasta treinta; ésta hermosa, pero la muchacha hermosísima.

La una dijo:

-¡Ay, padre y hermano mío!

Y la otra no dijo más sino:

-Seáis bien venido, regalado hijo de mi alma.

La intérprete estaba admirada de oír hablar en aquella parte, y a mujeres que parecían bárbaras, otra lengua de aquélla que en la isla se acostumbraba; y, cuando les iba a preguntar qué misterio tenía saber ellas aquel lenguaje, lo estorbó mandar el padre a su esposa y a su hija que aderezasen con lanudas pieles el suelo de la inculta cueva. Ellas le obedecieron, arrimando a las paredes las teas; en un instante, solícitas y diligentes, sacaron de otra cueva que más adentro se hacía, pieles de cabras y ovejas y de otros animales, con que quedó el suelo adornado, y se reparó el frío que comenzaba a fatigarles.

 

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Última actualización: 29/04/97.