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LIBRO SEGUNDO DE LA HISTORIA DE

LOS TRABAJOS DE PERSILES Y SIGISMUNDA

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Capítulo Nono

Donde Rutilio prosigue la historia de su vida

 

»Lo primero que se me ofreció a la vista, antes que viese otra cosa alguna, fue un bárbaro pendiente y ahorcado de un árbol, por donde conocí que estaba en tierra de bárbaros salvajes, y luego el miedo me puso delante mil géneros de muertes; y, no sabiendo qué hacerme, alguna o todas juntas las temía y las esperaba. En fin, como la necesidad, según se dice, es maestra de sutilizar el ingenio, di en un pensamiento harto extraordinario, y fue que descolgué al bárbaro del árbol, y, habiéndome desnudado de todos mis vestidos, que enterré en la arena, me vestí de los suyos, que me vinieron bien, pues no tenían otra hechura que ser de pieles de animales, no cosidos ni cortados a medida, sino ceñidos por el cuerpo, como lo habéis visto. Para disimular la lengua, y que por ella no fuese conocido por estranjero, me fingí mudo y sordo, y con esta industria me entré por la isla adentro, saltando y haciendo cabriolas en el aire.

»A poco trecho descubrí una gran cantidad de bárbaros, los cuales me rodearon, y en su lengua unos y otros, con gran priesa me preguntaron -a lo que después acá he entendido- quién era, cómo me llamaba, adónde venía y adónde iba. Respondíles con callar y hacer todas las señales de mudo más aparentes que pude, y luego reiteraba los saltos y menudeaba las cabriolas. Salíme de entre ellos, siguiéronme los muchachos, que no me dejaban adonde quiera que iba. Con esta industria pasé por bárbaro y por mudo, y los muchachos, por verme saltar y hacer gestos, me daban de comer de lo que tenían. Desta manera he pasado tres años entre ellos, y aun pasara todos los de mi vida, sin ser conocido. Con la atención y curiosidad noté su lengua, y aprendí mucha parte de ella, supe la profecía que de la duración de su reino tenía profetizada un antiguo y sabio bárbaro, a quien ellos daban gran crédito. He visto sacrificar algunos varones para hacer la esperiencia de su cumplimiento, y he visto comprar algunas doncellas para el mismo efeto, hasta que sucedió el incendio de la isla, que vosotros, señores, habéis visto. Guardéme de las llamas; fui a dar aviso a los prisioneros de la mazmorra, donde vosotros sin duda habréis estado; vi estas barcas, acudí a la marina; hallaron en vuestros generosos pechos lugar mis ruegos; recogístesme en ellas, por lo que os doy infinitas gracias, y agora espero en la del cielo, que, pues nos sacó de tanta miseria a todos, nos ha de dar en este que pretendemos felicísimo viaje.»

Aquí dio fin Rutilio a su plática, con que dejó admirados y contentos a los oyentes.

Llegóse el día áspero, turbio y con señales de nieve muy ciertas. Diole Auristela a Periandro lo que Cloelia le había dado la noche que murió, que fueron dos pelotas de cera, que la una, como se vio, cubría una cruz de diamantes, tan rica que no acertaron a estimarla, por no agraviar su valor; y la otra, dos perlas redondas, asimismo de inestimable precio. Por estas joyas vinieron en conocimiento de que Auristela y Periandro eran gente principal, puesto que mejor declaraba esta verdad su gentil disposición y agradable trato.

El bárbaro Antonio, viniendo el día, se entró un poco por la isla, pero no descubrió otra cosa que montañas y sierras de nieve; y, volviendo a las barcas, dijo que la isla era despoblada, y que convenía partirse de allí luego a buscar otra parte donde recogerse del frío que amenazaba y proveerse de los mantenimientos que presto le harían falta.

Echaron con presteza las barcas al agua, embarcáronse todos, y pusieron las proas en otra isla, que no lejos de allí se descubría. En esto, yendo navegando, con el espacio que podían prometer dos remos, que no llevaba más cada barca, oyeron que de la una de las otras dos salía una voz blanda, suave, de manera que les hizo estar atentos a escuchalla. Notaron, especialmente el bárbaro Antonio el padre, que notó que lo que se cantaba era en lengua portuguesa, que él sabía muy bien. Calló la voz, y de allí a poco volvió a cantar en castellano, y no a otro tono de instrumentos que al de remos que sesgamente por el tranquilo mar las barcas impelían; y notó que lo que cantaron fue esto:

 

Mar sesgo, viento largo, estrella clara,

camino, aunque no usado, alegre y cierto,

al hermoso, al seguro, al capaz puerto

llevan la nave vuestra, única y rara.

En Scilas ni en Caribdis no repara,

ni en peligro que el mar tenga encubierto,

siguiendo su derrota al descubierto,

que limpia honestidad su curso para.

Con todo, si os faltare la esperanza

del llegar a este puerto, no por eso

giréis las velas, que será simpleza.

Que es enemigo amor de la mudanza,

y nunca tuvo próspero suceso

el que no se quilata en la firmeza.

 

La bárbara Ricla dijo, en callando la voz:

-Despacio debe de estar y ocioso el cantor que en semejante tiempo da su voz a los vientos.

Pero no lo juzgaron así Periandro y Auristela, porque le tuvieron por más enamorado que ocioso al que cantado había; que los enamorados fácilmente reconcilian los ánimos, y traban amistad con los que conocen que padecen su misma enfermedad. Y así, con licencia de los demás que en su barca venían, aunque no fuera menester pedirla, hizo que el cantor se pasase a su barca, así por gozar de cerca de su voz como saber de sus sucesos, porque persona que en tales tiempos cantaba, o sentía mucho o no tenía sentimiento alguno.

Juntáronse las barcas, pasó el músico a la de Periandro, y todos los della le hicieron agradable recogida. En entrando el músico, en medio portugués y en medio castellano, dijo:

-Al cielo y a vosotros, señores, y a mi voz agradezco esta mudanza y esta mejora de navío, aunque creo que con mucha brevedad le dejaré libre de la carga de mi cuerpo, porque las penas que siento en el alma me van dando señales de que tengo la vida en sus últimos términos.

-Mejor lo hará el cielo -respondió Periandro-, que, pues yo soy vivo, no habrá trabajos que puedan matar a alguno.

No sería esperanza aquella -dijo a esta sazón Auristela- a que pudiesen contrastar y derribar infortunios, pues, así como la luz resplandece más en las tinieblas, así la esperanza ha de estar más firme en los trabajos; que el desesperarse en ellos es acción de pechos cobardes, y no hay mayor pusilanimidad ni bajeza que entregarse el trabajado -por más que lo sea- a la desesperación.

-El alma ha de estar -dijo Periandro- el un pie en los labios y el otro en los dientes, si es que hablo con propiedad, y no ha de dejar de esperar su remedio, porque sería agraviar a Dios, que no puede ser agraviado, poniendo tasa y coto a sus infinitas misericordias.

-Todo es así -respondió el músico-, y yo lo creo, a despecho y pesar de las esperiencias que en el discurso de mi vida en mis muchos males tengo hechas.

No por estas pláticas dejaban de bogar, de modo que, antes de anochecer, con dos horas, llegaron a una isla también despoblada, aunque no de árboles, porque tenía muchos y llenos de fruto, que, aunque pasado de sazón y seco, se dejaba comer.

Saltaron todos en tierra, en la cual vararon las barcas, y con gran priesa se dieron a desgajar árboles y hacer una gran barraca para defenderse aquella noche del frío; hicieron asimismo fuego, ludiendo dos secos palos, el uno con el otro (artificio tan sabido como usado); y, como todos trabajaban, en un punto se vio levantada la pobre máquina, donde se recogieron todos, supliendo con mucho fuego la incomodidad del sitio, pareciéndoles aquella choza dilatado alcázar. Satisfacieron la hambre, y acomodáranse a dormir luego, si el deseo que Periandro tenía de saber el suceso del músico no lo estorbara, porque le rogó, si era posible, les hiciese sabidores de sus desgracias, pues no podían ser venturas las que en aquellas partes le habían traído.

Era cortés el cantor, y así, sin hacerse de rogar, dijo:

 

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Última actualización: 29/04/97.