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LIBRO SEGUNDO DE LA HISTORIA DE
LOS TRABAJOS DE PERSILES Y SIGISMUNDA
Donde se cuenta cómo el navío se volcó
con todos los que dentro dél iban
Parece que el autor desta historia sabía más de enamorado que de historiador, porque casi este primer capítulo de la entrada del segundo libro le gasta todo en una difinición de celos, ocasionados de los que mostró tener Auristela por lo que le contó el capitán del navío; pero en esta tradución, que lo es, se quita por prolija y por cosa en muchas partes referida y ventilada, y se viene a la verdad del caso, que fue que, cambiándose el viento y enmarañándose las nubes, cerró la noche escura y tenebrosa, y los truenos, dando por mensajeros a los relámpagos, tras quien se siguen, comenzaron a turbar los marineros y a deslumbrar la vista de todos los de la nave, y comenzó la borrasca con tanta furia que no pudo ser prevenida de la diligencia y arte de los marineros; y así, a un mismo tiempo les cogió la turbación y la tormenta. Pero no por esto dejó cada uno de acudir a su oficio, y a hacer la faena que vieron ser necesaria, si no para escusar la muerte, para dilatar la vida; que los atrevidos que de unas tablas la fían, la sustentan cuanto pueden, hasta poner su esperanza en un madero que acaso la tormenta desclavó de la nave, con el cual se abrazan, y tienen a gran ventura tan duros abrazos.
Mauricio se abrazó con Transila, su hija, Antonio con Ricla y con Constanza, su madre y hermana; sola la desgraciada Auristela quedó sin arrimo, sino el que le ofrecía su congoja, que era el de la muerte, a quien ella de buena gana se entregara, si lo permitiera la cristiana y católica religión que con muchas veras procuraba guardar; y así, se recogió entre ellos, y, hechos un ñudo, o por mejor decir, un ovillo, se dejaron calar casi hasta la postrera parte del navío, por escusar el ruido espantoso de los truenos, y la interpolada luz de los relámpagos, y el confuso estruendo de los marineros; y, en aquella semejanza del limbo, se escusaron de no verse unas veces tocar el cielo con las manos, levantándose el navío sobre las mismas nubes, y otras veces barrer la gavia las arenas del mar profundo. Esperaban la muerte cerrados los ojos, o por mejor decir, la temían sin verla: que la figura de la muerte, en cualquier traje que venga, es espantosa, y la que coge a un desapercebido en todas sus fuerzas y salud, es formidable.
La tormenta creció de manera que agotó la ciencia de los marineros, la solicitud del capitán y, finalmente, la esperanza de remedio en todos. Ya no se oían voces que mandaban hágase esto o aquello, sino gritos de plegarias y votos que se hacían y a los cielos se enviaban; y llegó a tanto esta miseria y estrecheza que Transila no se acordaba de Ladislao, Auristela de Periandro; que uno de los efetos poderosos de la muerte es borrar de la memoria todas las cosas de la vida, y, pues llega a hacer que no se sienta la pasión celosa, téngase por dicho que puede lo imposible. No había allí reloj de arena que distinguiese las horas, ni aguja que señalase el viento, ni buen tino que atinase el lugar donde estaban. Todo era confusión, todo era grita, todo suspiros y todo plegarias. Desmayó el capitán, abandonáronse los marineros, rindiéronse las humanas fuerzas, y poco a poco el desmayo llamó al silencio, que ocupó las voces de los más de los míseros que se quejaban.
Atrevióse el mar insolente a pasearse por cima de la cubierta del navío, y aun a visitar las más altas gavias, las cuales también ellas, casi como en venganza de su agravio, besaron las arenas de su profundidad. Finalmente, al parecer del día -si se puede llamar día el que no trae consigo claridad alguna-, la nave se estuvo queda y estancó, sin moverse a parte alguna, que es uno de los peligros, fuera del de anegarse, que le puede suceder a un bajel; finalmente, combatida de un huracán furioso, como si la volvieran con algún artificio, puso la gavia mayor en la hondura de las aguas y la quilla descubrió a los cielos, quedando hecha sepultura de cuantos en ella estaban.
¡Adiós, castos pensamientos de Auristela; adiós, bien fundados disinios; sosegaos, pasos tan honrados como santos, no esperéis otros mauseolos ni otras pirámides ni agujas que las que os ofrecen esas mal breadas tablas! Y vos, ¡oh Transila!, ejemplo claro de honestidad, en los brazos de vuestro discreto y anciano padre podéis celebrar las bodas, si no con vuestro esposo Ladislao, a lo menos con la esperanza, que ya os habrá conducido a mejor tálamo. Y tú, ¡oh Ricla!, cuyos deseos te llevaban a tu descanso, recoge en tus brazos a Antonio y a Constanza, tus hijos, y ponlos en la presencia del que agora te ha quitado la vida para mejorártela en el cielo.
En resolución, el volcar de la nave y la certeza de la muerte de los que en ella iban puso las razones referidas en la pluma del autor desta grande y lastimosa historia, y ansimismo puso las que se oirán en el siguiente capítulo.