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LIBRO TERCERO DE LA HISTORIA DE

LOS TRABAJOS DE PERSILES Y SIGISMUNDA,

HISTORIA SETENTRIONAL

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Capítulo Primero

 

Como están nuestras almas siempre en continuo movimiento, y no pueden parar ni sosegar sino en su centro, que es Dios, para quien fueron criadas, no es maravilla que nuestros pensamientos se muden: que éste se tome, aquél se deje, uno se prosiga y otro se olvide; y el que más cerca anduviere de su sosiego, ése será el mejor, cuando no se mezcle con error de entendimiento.

Esto se ha dicho en disculpa de la ligereza que mostró Arnaldo en dejar en un punto el deseo que tanto tiempo había mostrado de servir a Auristela; pero no se puede decir que le dejó, sino que le entretuvo, en tanto que el de la honra, que sobrepuja al de todas las acciones humanas, se apoderó de su alma. El cual deseo se le declaró Arnaldo a Periandro una noche antes de la partida, hablándole aparte en la isla de las Ermitas. Allí le suplicó -que quien pide lo que ha menester, no ruega, sino suplica- que mirase por su hermana Auristela, y que la guardase para reina de Dinamarca; y que, aunque la ventura no se le mostrase a él buena en cobrar su reino, y en tan justa demanda perdiese la vida, se estimase Auristela por viuda de un príncipe, y, como tal, supiese escoger esposo, puesto que ya él sabía y muchas veces lo había dicho, que por sí sola, sin tener dependencia de otra grandeza alguna, merecía ser señora del mayor reino del mundo, no que del de Dinamarca. Periandro le respondió que le agradecía su buen deseo, y que él tendría cuidado de mirar por ella como por cosa que tanto le tocaba y que tan bien le venía. Ninguna destas razones dijo Periandro a Auristela, porque las alabanzas que se dan a la persona amada, halas de decir el amante como propias, y no como que se dicen de persona ajena. No ha de enamorar el amante con las gracias de otro; suyas han de ser las que mostrare a su dama; si no canta bien, no le traiga quien la cante; si no es demasiado gentilhombre, no se acompañe con Ganimedes; y, finalmente, soy de parecer que las faltas que tuviere, no las enmiende con ajenas sobras. Estos consejos no se dan a Periandro, que de los bienes de la naturaleza se llevaba la gala, y en los de la fortuna era inferior a pocos.

En esto iban las naves con un mismo viento, por diferentes caminos, que éste es uno de los que parecen misterios en el arte de la navegación; iban rompiendo, como digo, no claros cristales, sino azules; mostrábase el mar colchado, porque el viento, tratándole con respeto, no se atrevía a tocarle a más de la superficie, y la nave suavemente le besaba los labios, y se dejaba resbalar por él con tanta ligereza que apenas parecía que le tocaba. Desta suerte, y con la misma tranquilidad y sosiego, navegaron diez y siete días sin ser necesario subir ni bajar, ni llegar a templar las velas, cuya felicidad en los que navegan, si no tuviese por descuentos el temor de borrascas venideras, no había gusto con que igualalle.

Al cabo destos o pocos más días, al amanecer de uno, dijo un grumete que desde la gavia mayor iba descubriendo la tierra:

-¡Albricias, señores, albricias pido y albricias merezco! ¡Tierra! ¡Tierra! Aunque mejor diría ¡cielo!, ¡cielo!, porque sin duda estamos en el paraje de la famosa Lisboa.

Cuyas nuevas sacaron de los ojos de todos tiernas y alegres lágrimas, especialmente de Ricla, de los dos Antonios y de su hija Constanza, porque les pareció que ya habían llegado a la tierra de promisión que tanto deseaban.

Echóle los brazos Antonio al cuello, diciéndole:

-Agora sabrás, bárbara mía, del modo que has de servir a Dios, con otra relación más copiosa, aunque no diferente, de la que yo te he hecho; agora verás los ricos templos en que es adorado; verás juntamente las católicas ceremonias con que se sirve, y notarás cómo la caridad cristiana está en su punto. Aquí, en esta ciudad, verás cómo son verdugos de la enfermedad muchos hospitales que la destruyen, y el que en ellos pierde la vida, envuelto en la eficacia de infinitas indulgencias, gana la del cielo. Aquí el amor y la honestidad se dan las manos, y se pasean juntos, la cortesía no deja que se le llegue la arrogancia, y la braveza no consiente que se le acerque la cobardía. Todos sus moradores son agradables, son corteses, son liberales y son enamorados, porque son discretos. La ciudad es la mayor de Europa y la de mayores tratos; en ella se descargan las riquezas del Oriente, y desde ella se reparten por el universo; su puerto es capaz, no sólo de naves que se puedan reducir a número, sino de selvas movibles de árboles que los de las naves forman; la hermosura de las mujeres admira y enamora; la bizarría de los hombres pasma, como ellos dicen; finalmente, ésta es la tierra que da al cielo santo y copiosísimo tributo.

-No digas más -dijo a esta sazón Periandro-; deja, Antonio, algo para nuestros ojos, que las alabanzas no lo han de decir todo: algo ha de quedar para la vista, para que con ella nos admiremos de nuevo, y así, creciendo el gusto por puntos, vendrá a ser mayor en sus estremos.

Contentísima estaba Auristela de ver que se le acercaba la hora de poner pie en tierra firme, sin andar de puerto en puerto y de isla en isla, sujeta a la inconstancia del mar y a la movible voluntad de los vientos; y más cuando supo que desde allí a Roma podía ir a pie enjuto, sin embarcarse otra vez si no quisiese.

Mediodía sería cuando llegaron a Sangián, donde se registró el navío, y donde el castellano del castillo, y los que con él entraron en la nave, se admiraron de la hermosura de Auristela, de la gallardía de Periandro, del traje bárbaro de los dos Antonios, del buen aspecto de Ricla y de la agradable belleza de Constanza. Supieron ser estranjeros, y que iban peregrinando a Roma. Satisfizo Periandro a los marineros, que los habían traído magníficamente, con el oro que sacó Ricla de la Isla Bárbara, ya vuelto en moneda corriente en la isla de Policarpo. Los marineros quisieron llegar a Lisboa a granjearlo con alguna mercancía.

El castellano de Sangián envió al gobernador de Lisboa, que entonces era el arzobispo de Braga, por ausencia del rey, que no estaba en la ciudad, de la nueva venida de los estranjeros y de la sin par belleza de Auristela, añadiendo la de Constanza, que con el traje de bárbara no solamente no la encubría, pero la realzaba; exageróle asimismo la gallarda disposición de Periandro, y juntamente la discreción de todos, que no bárbaros, sino cortesanos parecían.

Llegó el navío a la ribera de la ciudad, y en la de Belén se desembarcaron, porque quiso Auristela, enamorada y devota de la fama de aquel santo monasterio, visitarle primero, y adorar en él al verdadero Dios libre y desembarazadamente, sin las torcidas ceremonias de su tierra. Había salido a la marina infinita gente a ver los estranjeros desembarcados en Belén; corrieron allá todos por ver la novedad, que siempre se lleva tras sí los deseos y los ojos.

Ya salía de Belén el nuevo escuadrón de la nueva hermosura: Ricla, medianamente hermosa, pero estremadamente a lo bárbaro vestida; Constanza, hermosísima y rodeada de pieles; Antonio el padre, brazos y piernas desnudas, pero con pieles de lobos cubierto lo demás del cuerpo; Antonio el hijo iba del mismo modo, pero con el arco en la mano y la aljaba de las saetas a las espaldas; Periandro, con casaca de terciopelo verde y calzones de lo mismo, a lo marinero, un bonete estrecho y puntiagudo en la cabeza, que no le podía cubrir las sortijas de oro que sus cabellos formaban; Auristela traía toda la gala del setentrión en el vestido, la más bizarra gallardía en el cuerpo y la mayor hermosura del mundo en el rostro. En efeto, todos juntos y cada uno de por sí, causaban espanto y maravilla a quien los miraba; pero sobre todos campeaba la sin par Auristela y el gallardo Periandro.

Llegaron por tierra a Lisboa, rodeados de plebeya y de cortesana gente; lleváronlos al gobernador, que, después de admirado de verlos, no se cansaba de preguntarles quiénes eran, de dónde venían y adónde iban. A lo que respondió Periandro, que ya traía estudiada la respuesta que había de dar a semejantes preguntas, viendo que se la habían de hacer muchas veces: cuando quería o le parecía que convenía, relataba su historia a lo largo, encubriendo siempre sus padres, de modo que, satisfaciendo a los que le preguntaban, en breves razones cifraba, si no toda, a lo menos gran parte de su historia. Mandólos el visorrey alojar en uno de los mejores alojamientos de la ciudad, que acertó a ser la casa de un magnífico caballero portugués, donde era tanta la gente que concurría para ver a Auristela, de quien sola había salido la fama de lo que había que ver en todos, que fue parecer de Periandro mudasen los trajes de bárbaros en los de peregrinos, porque la novedad de los que traían era la causa principal de ser tan seguidos, que ya parecían perseguidos del vulgo; además, que para el viaje que ellos llevaban de Roma, ninguno le venía más a cuento. Hízose así, y de allí a dos días se vieron peregrinamente peregrinos.

Acaeció, pues, que al salir un día de casa, un hombre portugués se arrojó a los pies de Periandro, llamándole por su nombre, y, abrazándole por las piernas, le dijo:

-¿Qué ventura es ésta, señor Periandro, que la des a esta tierra con tu presencia? No te admires en ver que te nombro por tu nombre, que uno soy de aquellos veinte que cobraron libertad en la abrasada isla Bárbara, donde tú la tenías perdida; halléme a la muerte de Manuel de Sosa Cuitiño, el caballero portugués; apartéme de ti y de los tuyos en el hospedaje donde llegó Mauricio y Ladislao en busca de Transila, esposa del uno y hija del otro; trújome la buena suerte a mi patria; conté aquí a sus parientes la enamorada muerte; creyéronla, y, aunque yo no se la afirmara de vista, la creyeran, por tener casi en costumbre el morir de amores los portugueses; un hermano suyo, que heredó su hacienda, ha hecho sus obsequias, y en una capilla de su linaje, le puso en una piedra de mármol blanco, como si debajo della estuviera enterrado, un epitafio que quiero que vengáis a ver todos, así como estáis, porque creo que os ha de agradar por discreto y por gracioso.

Por las palabras, bien conoció Periandro que aquel hombre decía verdad; pero, por el rostro, no se acordaba haberle visto en su vida. Con todo eso, se fueron al templo que decía, y vieron la capilla y la losa sobre la cual estaba escrito en lengua portuguesa este epitafio, que leyó casi en castellano Antonio el padre, que decía así:

 

Aquí yace viva la memoria del ya muerto

Manuel de Sosa Coitiño, caballero portugués,

que, a no ser portugués, aún fuera vivo.

No murió a las manos de ningún castellano,

sino a las del amor, que todo lo puede;

procura saber su vida, y envidiarás su muerte,

pasajero.

 

Vio Periandro que había tenido razón el portugués de alabarle el epitafio, en el escribir de los cuales tiene gran primor la nación portuguesa. Preguntó Auristela al portugués qué sentimiento había hecho la monja, dama del muerto, de la muerte de su amante, el cual la respondió que, dentro de pocos días que la supo, pasó desta a mejor vida, o ya por la estrecheza de la que hacía siempre, o ya por el sentimiento del no pensado suceso.

Desde allí se fueron en casa de un famoso pintor, donde ordenó Periandro que, en un lienzo grande, le pintase todos los más principales casos de su historia: a un lado pintó la Isla Bárbara ardiendo en llamas, y allí junto la isla de la prisión, y un poco más desviado, la balsa o enmaderamiento donde le halló Arnaldo cuando le llevó a su navío; en otra parte estaba la isla Nevada, donde el enamorado portugués perdió la vida; luego la nave que los soldados de Arnaldo taladraron; allí junto pintó la división del esquife y de la barca; allí se mostraba el desafío de los amantes de Taurisa y su muerte; acá estaban serrando por la quilla la nave que había servido de sepultura a Auristela y a los que con ella venían; acullá estaba la agradable isla donde vio en sueños Periandro los dos escuadrones de virtudes y vicios; y allí, junto la nave, donde los peces Náufragos pescaron a los dos marineros y les dieron en su vientre sepultura. No se olvidó de que pintase verse empedrados en el mar helado, el asalto y combate del navío, ni el entregarse a Cratilo; pintó asimismo la temeraria carrera del poderoso caballo, cuyo espanto, de león, le hizo cordero; que los tales con un asombro se amansan; pintó, como en resguño y en estrecho espacio, las fiestas de Policarpo, coronándose a sí mismo por vencedor en ellas; resolutamente, no quedó paso principal en que no hiciese labor en su historia, que allí no pintase, hasta poner la ciudad de Lisboa y su desembarcación en el mismo traje en que habían venido; también se vio en el mismo lienzo arder la isla de Policarpo, a Clodio traspasado con la saeta de Antonio y a Cenotia colgada de una entena; pintóse también la isla de las Ermitas, y a Rutilio con apariencias de santo. Este lienzo se hacía de una recopilación que les escusaba de contar su historia por menudo, porque Antonio el mozo declaraba las pinturas y los sucesos cuando le apretaban a que los dijese. Pero, en lo que más se aventajó el pintor famoso, fue en el retrato de Auristela, en quien decían se había mostrado a saber pintar una hermosa figura, puesto que la dejaba agraviada, pues a la belleza de Auristela, si no era llevado de pensamiento divino, no había pincel humano que alcanzase.

Diez días estuvieron en Lisboa, todos los cuales gastaron en visitar los templos y en encaminar sus almas por la derecha senda de su salvación, al cabo de los cuales, con licencia del visorrey y con patentes verdaderas y firmes de quiénes eran y adónde iban, se despidieron del caballero portugués, su huésped, y del hermano del enamorado, Alberto, de quien recibieron grandes caricias y beneficios, y se pusieron en camino de Castilla. Y esta partida fue menester hacerla de noche, temerosos que si de día la hicieran, la gente que les seguiría la estorbara, puesto que la mudanza del traje había hecho ya que amainase la admiración.

 

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Última actualización: 29/04/97.