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LIBRO TERCERO DE LA HISTORIA DE

LOS TRABAJOS DE PERSILES Y SIGISMUNDA,

HISTORIA SETENTRIONAL

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Capítulo Quince

 

Poco aprovechaban las discretas razones que las tres damas francesas daban a las dos lastimadas Constanza y Auristela, porque en las recientes desventuras no hallan lugar consolatorias persuasiones: el dolor y el desastre que de repente sucede, no de improviso admite consolación alguna, por discreta que sea; la postema duele, mientras no se ablanda, y el ablandarse requiere tiempo, hasta que llegue el de abrirse. Y así, mientras se llora, mientras se gime, mientras se tiene delante quien mueva al sentimiento a quejas y a suspiros, no es discreción demasiada acudir al remedio con agudas medicinas. Llore, pues, algún tanto más Auristela, gima algún espacio más Constanza, y cierren entrambas los oídos a toda consolación, en tanto que la hermosa Claricia nos cuenta la causa de la locura de Domicio, su esposo, que fue, según ella dijo a las damas francesas, que, antes que Domicio con ella se desposase, andaba enamorado de una parienta suya, la cual tuvo casi indubitables esperanzas de casarse con él.

-«Salióle en blanco la suerte, para que ella -dijo Claricia- la tuviese siempre negra. Porque, disimulando Lorena -que así se llamaba la parienta de Domicio- el enojo que había recebido del casamiento de mi esposo, dio en regalarle con muchos y diversos presentes, puesto que más bizarros y de buen parecer que costosos, entre los cuales le envío una vez, bien así como envió la falsa Deyanira la camisa a Hércules, digo que le envió unas camisas, ricas por el lienzo, y por la labor vistosas. Apenas se puso una, cuando perdió los sentidos, y estuvo dos días como muerto, puesto que luego se la quitaron, imaginando que una esclava de Lorena, que estaba en opinión de maga, la habría hechizado. Volvió a la vida mi esposo, pero con sentidos tan turbados y tan trocados que ninguna acción hacía que no fuese de loco; y no de loco manso, sino de cruel, furioso y desatinado: tanto, que era necesario tenerle en cadenas.»

Y que aquel día, estando ella en aquella torre, se había soltado el loco de las prisiones, y, viniendo a la torre, la había echado por las ventanas abajo, a quien el cielo socorrió con la anchura de sus vestidos, o, por mejor decir, con la acostumbrada misericordia de Dios, que mira por los inocentes. Dijo cómo aquel peregrino había subido a la torre a librar a una doncella a quien el loco quería derribar al suelo, tras la cual también despeñara a otros dos pequeños hijos que en la torre estaban. Pero el suceso fue tan contrario que el conde y el peregrino se estrellaron en la dura tierra: el conde, herido de una mortal herida, y el peregrino, con un cuchillo en la mano, que al parecer se le había quitado a Domicio, cuya herida era tal, que no fuera menester servir de añadidura para quitarle la vida, pues bastaba la caída.

En esto, Periandro estaba sin sentido en el lecho, adonde acudieron maestros a curarle y a concertarle los deslocados huesos. Diéronle bebidas apropiadas al caso, halláronle pulsos y algún tanto de conocimiento de las personas que alrededor de sí tenía; especialmente de Auristela, a quien con voz desmayada, que apenas podía entenderse, dijo:

-Hermana, yo muero en la fe católica cristiana y en la de quererte bien.

Y no habló ni pudo hablar más palabra por entonces.

Tomaron la sangre a Antonio, y, tentándole los cirujanos la herida, pidieron albricias a su hermana de que era más grande que mortal, y de que presto tendría salud con ayuda del cielo. Dióselas Feliz Flora, adelantándose a Constanza, que se las iba a dar, y aun se las dio, y los cirujanos las tomaron de entrambas, por no ser nada escrupulosos.

Un mes o poco más estuvieron los enfermos curándose, sin querer dejarlos las señoras francesas: tanta fue la amistad que trabaron y el gusto que sintieron de la discreta conversación de Auristela y de Constanza, y de los dos sus hermanos. Especialmente Feliz Flora, que no acertaba a quitarse de la cabecera de Antonio, amándole con un tan comedido amor que no se estendía a más que a ser benevolencia, y a ser como agradecimiento del bien que dél había recebido, cuando su saeta la libró de las manos de Rubertino; que, según Feliz Flora contaba, era un caballero, señor de un castillo que cerca de otro suyo ella tenía, el cual Rubertino, llevado, no de perfecto, sino de vicioso amor, había dado en seguirla y perseguirla, y en rogarla le diese la mano de esposa; pero que ella por mil esperiencias, y por la fama, que pocas veces miente, había conocido ser Rubertino de áspera y cruel condición, y de mudable y antojadiza voluntad, y no había querido condecender con su demanda. Y que imaginaba que, acosado de sus desdenes, habría salido al camino a roballa y a hacer de ella por fuerza lo que la voluntad no había podido. Pero que la flecha de Antonio había cortado todos sus crueles y mal fabricados disinios, y esto le movía a mostrarse agradecida.

Todo esto que Feliz Flora dijo pasó así, sin faltar punto; y, cuando se llegó el de la sanidad de los enfermos, y sus fuerzas comenzaron a dar muestras della, volvieron a renovarse sus deseos, a lo menos los de volver a su camino, y así lo pusieron por obra, acomodándose de todas las cosas necesarias, sin que, como está dicho, quisiesen las señoras francesas dejar a los peregrinos, a quien ya trataban con admiración y con respeto, porque las razones del llanto de Auristela les habían hecho concebir en sus ánimos que debían de ser grandes señores: que tal vez la majestad suele cubrirse de buriel y la grandeza vestirse de humildad. En efeto, con perplejos pensamientos los miraban: el pobre acompañamiento suyo les hacía tener en estima de condición mediana; el brío de sus personas y la belleza de sus rostros levantaba su calidad al cielo; y así, entre el sí y el no, andaba dudosa.

Ordenaron las damas francesas que fuesen todos a caballo, porque la caída de Periandro no consentía que se fiase de sus pies. Feliz Flora, agradecida al golpe de Antonio el bárbaro, no sabía quitarle de su lado, y, tratando del atrevimiento de Rubertino, a quien dejaban muerto y enterrado, y de la estraña historia del conde Domicio, a quien las joyas de su prima, juntamente con quitarle el juicio, le habían quitado la vida, y del vuelo milagroso de su mujer, más para ser admirado que creído, llegaron a un río que se vadeaba con algún trabajo.

Periandro fue de parecer que se buscase la puente, pero todos los demás no vinieron en él; y, bien así como cuando al represado rebaño de mansas ovejas, puestas en lugar estrecho, hace camino la una, a quien las demás al momento siguen, Belarminia se arrojó al agua, a quien todos siguieron, sin quitarse del lado de Auristela Periandro, ni del de Feliz Flora Antonio, llevando también junto a sí a su hermana Constanza.

Ordenó, pues, la suerte que no fuese buena la de Feliz Flora, porque la corriente del agua le desvaneció la cabeza, de modo que, sin poder tenerse, dio consigo en mitad de la corriente, tras quien se abalanzó con no creída presteza el cortés Antonio, y sobre sus hombros, como a otra nueva Europa, la puso en la seca arena de la contraria ribera. Ella, viendo el presto beneficio, le dijo:

-Muy cortés eres, español.

A quien Antonio respondió:

-Si mis cortesías no nacieran de tus peligros, estimáralas en algo; pero, como nacen de ellos, antes me descontentan que alegran.

Pasó, en fin, el, como he dicho otras veces, hermoso escuadrón, y llegaron al anochecer a una casería, que junto con serlo era mesón, en el cual se alojaron a toda su voluntad.

Y lo que en él les sucedió nuevo estilo y nuevo capítulo pide.

 

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Última actualización: 29/04/97.