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LIBRO TERCERO DE LA HISTORIA DE

LOS TRABAJOS DE PERSILES Y SIGISMUNDA,

HISTORIA SETENTRIONAL

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Capítulo Octavo

 

No es la fama del río Tajo tal que la cierren límites, ni la ignoren las más remotas gentes del mundo; que a todos se estiende y a todos se manifiesta, y en todos hace nacer un deseo de conocerle; y, como es uso de los setentrionales ser toda la gente principal versada en la lengua latina y en los antiguos poetas, éralo asimismo Periandro, como uno de los más principales de aquella nación; y, así por esto como por haber mostrádole a la luz del mundo aquellos días las famosas obras del jamás alabado como se debe poeta Garcilaso de la Vega, y haberlas él visto, leído, mirado y admirado, así como vio al claro río, dijo:

-No diremos: Aquí dio fin a su cantar Salicio, sino: Aquí dio principio a su cantar Salicio; aquí sobrepujó en sus églogas a sí mismo; aquí resonó su zampoña, a cuyo son se detuvieron las aguas deste río, no se movieron las hojas de los árboles, y, parándose los vientos, dieron lugar a que la admiración de su canto fuese de lengua en lengua y de gente en gentes por todas las de la tierra. ¡Oh venturosas, pues, cristalinas aguas, doradas arenas! ¡Qué digo yo doradas, antes de puro oro nacidas! Recoged a este pobre peregrino, que, como desde lejos os adora, os piensa reverenciar desde cerca.

Y, poniendo la vista en la gran ciudad de Toledo, fue esto lo que dijo:

-¡Oh peñascosa pesadumbre, gloria de España y luz de sus ciudades, en cuyo seno han estado guardadas por infinitos siglos las reliquias de los valientes godos, para volver a resucitar su muerta gloria y a ser claro espejo y depósito de católicas ceremonias! ¡Salve, pues, oh ciudad santa, y da lugar que en ti le tengan éstos que venimos a verte!

Esto dijo Periandro, que lo dijera mejor Antonio el padre, si tan bien como él lo supiera; porque las lecciones de los libros muchas veces hacen más cierta esperiencia de las cosas, que no la tienen los mismos que las han visto, a causa que el que lee con atención, repara una y muchas veces en lo que va leyendo, y el que mira sin ella no repara en nada, y con esto excede la lección a la vista.

Casi en este mismo instante resonó en sus oídos el son de infinitos y alegres instrumentos que por los valles que la ciudad rodean se estendían, y vieron venir hacia donde ellos estaban escuadrones no armados de infantería, sino montones de doncellas, sobre el mismo sol hermosas, vestidas a lo villano, llenas de sartas y patenas los pechos, en quien los corales y la plata tenían su lugar y asiento, con más gala que las perlas y el oro, que aquella vez se hurtó de los pechos y se acogió a los cabellos, que todos eran luengos y rubios como el mismo oro; venían, aunque sueltos por las espaldas, recogidos en la cabeza con verdes guirnaldas de olorosas flores. Campeó aquel día y en ellas, antes la palmilla de Cuenca que el damasco de Milán y el raso de Florencia. Finalmente, la rusticidad de sus galas se aventajaba a las más ricas de la corte, porque si en ellas se mostraba la honesta medianía, se descubría asimismo la estremada limpieza: todas eran flores, todas rosas, todas donaire, y todas juntas componían un honesto movimiento, aunque de diferentes bailes formado, el cual movimiento era incitado del son de los diferentes instrumentos ya referidos.

Alrededor de cada escuadrón andaban por de fuera, de blanquísimo lienzo vestidos y con paños labrados rodeadas las cabezas, muchos zagales, o ya sus parientes, o ya sus conocidos, o ya vecinos de sus mismos lugares: uno tocaba el tamboril y la flauta, otro el salterio, éste las sonajas y aquél los albogues. Y de todos estos sones redundaba uno solo, que alegraba con la concordancia, que es el fin de la música.

Y, al pasar uno destos escuadrones o junta de bailadoras doncellas por delante de los peregrinos, uno, que a lo que después pareció era el alcalde del pueblo, asió a una de aquellas doncellas del brazo, y, mirándola muy bien de arriba abajo, con voz alterada y de mal talante la dijo:

-¡Ah, Tozuelo, Tozuelo, y qué de poca vergüenza os acompaña! ¿Bailes son éstos para ser profanados? ¿Fiestas son éstas para no llevarlas sobre las niñas de los ojos? No sé yo cómo consienten los cielos semejantes maldades. Si esto ha sido con sabiduría de mi hija Clementa Cobeña, ¡por Dios que nos han de oír los sordos!

Apenas acabó de decir esta palabra el alcalde, cuando llegó otro alcalde y le dijo:

-Pedro Cobeño, si os oyesen los sordos, sería hacer milagros. Contentaos con que nosotros nos oigamos a nosotros, y sepamos en qué os ha ofendido mi hijo Tozuelo, que si él ha dilinquido contra vos, justicia soy yo que le podré y sabré castigar.

A lo que respondió Cobeño:

-El delinquimiento ya se vee, pues siendo varón va vestido de hembra; y no de hembra comoquiera, sino de doncella de su Majestad, en sus fiestas; porque veáis, alcalde Tozuelo, si es mocosa la culpa. Témome que mi hija Cobeña anda por aquí, porque estos vestidos de vuestro hijo me parecen suyos, y no querría que el diablo hiciese de las suyas, y, sin nuestra sabiduría, los juntase sin las bendiciones de la Iglesia; que ya sabéis que estos casorios hechos a hurtadillas, por la mayor parte pararon en mal, y dan de comer a los de la audiencia clerical, que es muy carera.

A esto respondió por Tozuelo una doncella labradora, de muchas que se pararon a oír la plática:

-Si va a decir la verdad, señores alcaldes, tan marida es Mari Cobeña de Tozuelo, y él marido della, como lo es mi madre de mi padre y mi padre de mi madre. Ella está en cinta, y no está para danzar ni bailar. Cásenlos, y váyase el diablo para malo, y a quien Dios se la dio, San Pedro se la bendiga.

-¡Par Dios, hija! -respondió Tozuelo-. Vos decís muy bien: entrambos son iguales; no es más cristiano viejo el uno que el otro; las riquezas se pueden medir con una misma vara.

-Agora bien -replicó Cobeño-, llamen aquí a mi hija, que ella lo deslindará todo, que no es nada muda.

Vino Cobeña, que no estaba lejos, y lo primero que dijo fue:

-Ni yo he sido la primera, ni seré la postrera que haya tropezado y caído en estos barrancos: Tozuelo es mi esposo, y yo su esposa, y perdónenos Dios a entrambos, cuando nuestros padres no quisieren.

-Eso sí, hija -dijo su padre-. ¡La vergüenza por los cerros de Úbeda, antes que en la cara! Pero, pues esto está ya hecho, bien será que el alcalde Tozuelo se sirva de que este caso pase adelante, pues vosotros no le habéis querido dejar atrás.

-¡Par diez -dijo la doncella primera-, que el señor alcalde Cobeño ha hablado como un viejo! Dense estos niños las manos, si es que no se las han dado hasta agora, y queden para en uno, como lo manda la Santa Iglesia Nuestra Madre, y vamos con nuestro baile al olmo, que no se ha de estorbar nuestra fiesta por niñerías.

Vino Tozuelo con el parecer de la moza, diéronse las manos los donceles, acabóse el pleito, y pasó el baile adelante: que si con esta verdad se acabaran todos los pleitos, secas y peladas estuvieran las solícitas plumas de los escribanos.

Quedaron Periandro, Auristela y los demás peregrinos contentísimos de haber visto la pendencia de los dos amantes, y admirados de ver la hermosura de las labradoras doncellas, que parecía, todas a una mano, que eran principio, medio y fin de la humana belleza.

No quiso Periandro que entrasen en Toledo, porque así se lo pidió Antonio el padre, a quien aguijaba el deseo que tenía de ver a su patria y a sus padres, que no estaban lejos, diciendo que para ver las grandezas de aquella ciudad, convenía más tiempo que el que su priesa les ofrecía. Por esta misma razón, tampoco quisieron pasar por Madrid, donde a la sazón estaba la corte, temiendo algún estorbo que su camino les impidiese. Confirmóles en este parecer la antigua peregrina, diciéndoles que andaban en la corte ciertos pequeños, que tenían fama de ser hijos de grandes; que, aunque pájaros noveles, se abatían al señuelo de cualquiera mujer hermosa, de cualquiera calidad que fuese: que el amor antojadizo no busca calidades, sino hermosura.

A lo que añadió Antonio el padre:

-Desa manera será menester que usemos de la industria que usan las grullas, cuando, mudando regiones, pasan por el monte Limabo, en el cual las están aguardando unas aves de rapiña para que les sirvan de pasto; pero ellas, previniendo este peligro, pasan de noche, y llevan una piedra cada una en la boca, para que les impida el canto y escusen de ser sentidas; cuanto más que la mejor industria que podemos tener es seguir la ribera deste famoso río, y, dejando la ciudad a mano derecha, guardando para otro tiempo el verla, nos vamos a Ocaña, y desde allí al Quintanar de la Orden, que es mi patria.

Viendo la peregrina el disignio del viaje que había hecho Antonio, dijo que ella quería seguir el suyo, que le venía más a cuento. La hermosa Ricla le dio dos monedas de oro en limosna, y la peregrina se despidió de todos, cortés y agradecida.

Nuestros peregrinos pasaron por Aranjuez, cuya vista, por ser en tiempo de primavera, en un mismo punto les puso la admiración y la alegría; vieron de iguales y estendidas calles, a quien servían de espaldas y arrimos los verdes y infinitos árboles: tan verdes que las hacían parecer de finísimas esmeraldas; vieron la junta, los besos y abrazos que se daban los dos famosos ríos Henares y Tajo; contemplaron sus sierras de agua; admiraron el concierto de sus jardines y de la diversidad de sus flores; vieron sus estanques, con más peces que arenas, y sus esquisitos frutales, que por aliviar el peso a los árboles tendían las ramas por el suelo; finalmente, Periandro tuvo por verdadera la fama que deste sitio por todo el mundo se esparcía.

Desde allí fueron a la villa de Ocaña, donde supo Antonio que sus padres vivían, y se informó de otras cosas que le alegraron, como luego se dirá.

 

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Última actualización: 16/12/97.