Miguel de Cervantes Saavedra [Principal| Biografía |Obras | CEC | Galería|Debates |Enlaces |Buscar | Novedades| Sugerencias |Libro de invitados | Tabla de contenidos |Universidad] |
LIBRO CUARTO DE LA HISTORIA DE
LOS TRABAJOS DE PERSILES Y SIGISMUNDA,
HISTORIA SETENTRIONAL
Es tan poca la seguridad con que se gozan los humanos gozos, que nadie se puede prometer en ellos un mínimo punto de firmeza.
Auristela, arrepentida de haber declarado su pensamiento a Periandro, volvió a buscarle alegre, por pensar que en su mano y en su arrepentimiento estaba el volver a la parte que quisiese la voluntad de Periandro, porque se imaginaba ser ella el clavo de la rueda de su fortuna y la esfera del movimiento de sus deseos. Y no estaba engañada, pues ya los traía Periandro en disposición de no salir de los de Auristela.
Pero, ¡mirad los engaños de la variable fortuna! Auristela, en tan pequeño instante como se ha visto, se vee otra de lo que antes era: pensaba reír, y está llorando; pensaba vivir, y ya se muere; creía gozar de la vista de Periandro, y ofrécesele a los ojos la del príncipe Magsimino, su hermano, que, con muchos coches y grande acompañamiento, entraba en Roma por aquel camino de Terrachina, y, llevándole la vista el escuadrón de gente que rodeaba al herido Periandro, llegó su coche a verlo, y salió a recebirle Seráfido, diciéndole:
-¡Oh príncipe Magsimino, y qué malas albricias espero de las nuevas que pienso darte! Este herido que ves en los brazos desta hermosa doncella, es tu hermano Persiles, y ella es la sin par Sigismunda, hallada de tu diligencia a tiempo tan áspero, y en sazón tan rigurosa, que te han quitado la ocasión de regalarlos y te han puesto en la de llevarlos a la sepultura.
-No irán solos -respondió Magsimino-, que yo les haré compañía, según vengo.
Y, sacando la cabeza fuera del coche, conoció a su hermano, aunque tinto y lleno de la sangre de la herida; conoció asimismo a Sigismunda por entre la perdida color de su rostro, porque el sobresalto, que le turbó sus colores, no le afeó sus facciones: hermosa era Sigismunda antes de su desgracia, pero hermosísima estaba después de haber caído en ella; que tal vez los accidentes del dolor suelen acrecentar la belleza.
Dejóse caer del coche sobre los brazos de Sigismunda, ya no Auristela, sino la reina de Frislanda, y, en su imaginación, también reina de Tile; que estas mudanzas tan estrañas caen debajo del poder de aquella que comúnmente es llamada Fortuna, que no es otra cosa sino un firme disponer del cielo.
Habíase partido Magsimino con intención de llegar a Roma a curarse con mejores médicos que los de Terrachina, los cuales le pronosticaron que antes que en Roma entrase le había de saltear la muerte (en esto más verdaderos y esperimentados que en saber curarle). Verdad es que el mal que causa la mutación, pocos le saben curar.
En efeto, frontero del templo de San Pablo, en mitad de la campaña rasa, la fea muerte salió al encuentro al gallardo Persiles y le derribó en tierra, y enterró a Magsimino, el cual, viéndose a punto de muerte, con la mano derecha asió la izquierda de su hermano y se la llegó a los ojos, y con su izquierda le asió de la derecha y se la juntó con la de Sigismunda, y con voz turbada y aliento mortal y cansado dijo:
-De vuestra honestidad, verdaderos hijos y hermanos míos, creo que entre vosotros está por saber esto. Aprieta, ¡oh hermano!, estos párpados y ciérrame estos ojos en perpetuo sueño, y con esotra mano aprieta la de Sigismunda, y séllala con el sí que quiero que le des de esposo, y sean testigos de este casamiento la sangre que estás derramando y los amigos que te rodean. El reino de tus padres te queda; el de Sigismunda heredas; procura tener salud, y góceslos años infinitos.
Estas palabras, tan tiernas, tan alegres y tan tristes, avivaron los espíritus de Persiles, y, obedeciendo al mandamiento de su hermano, apretándole la muerte, con la mano le cerró los ojos, y con la lengua, entre triste y alegre, pronunció el sí, y le dio de ser su esposo a Sigismunda.
Hizo el sentimiento de la improvisa y dolorosa muerte en los presentes su efeto, y comenzaron a ocupar los suspiros el aire y a regar las lágrimas el suelo.
Recogieron el cuerpo muerto de Magsimino y lleváronle a San Pablo; y, el medio vivo de Persiles, en el coche del muerto, le volvieron a curar a Roma, donde no hallaron a Belarminia ni a Deleasir, que se habían ya ido a Francia con el duque.
Mucho sintió Arnaldo el nuevo y estraño casamiento de Sigismunda; muchísimo le pesó de que se hubiesen mal logrado tantos años de servicio, de buenas obras hechas, en orden a gozar pacífico de su sin igual belleza; y lo que más le tarazaba el alma eran las no creídas razones del maldiciente Clodio, de quien él, a su despecho, hacía tan manifiesta prueba. Confuso, atónito y espantado, estuvo por irse sin hablar palabra a Persiles y Sigismunda; mas, considerando ser reyes, y la disculpa que tenían, y que sola esta ventura estaba guardada para él, determinó de ir a verles, y ansí lo hizo. Fue muy bien recebido, y para que del todo no pudiese estar quejoso, le ofrecieron a la infanta Eusebia para su esposa, hermana de Sigismunda, a quien él acetó de buena gana; y se fuera luego con ellos, si no fuera por pedir licencia a su padre; que en los casamientos graves, y en todos, es justo se ajuste la voluntad de los hijos con la de los padres. Asistió a la cura de la herida de su cuñado en esperanza, y, dejándole sano, se fue a ver a su padre, y prevenir fiestas para la entrada de su esposa.
Feliz Flora determinó de casarse con Antonio el Bárbaro, por no atreverse a vivir entre los parientes del que había muerto Antonio. Croriano y Ruperta, acabada su romería, se volvieron a Francia, llevando bien qué contar del suceso de la fingida Auristela. Bartolomé el manchego y la castellana Luisa se fueron a Nápoles, donde se dice que acabaron mal, porque no vivieron bien.
Persiles depositó a su hermano en San Pablo, recogió a todos sus criados, volvió a visitar los templos de Roma, acarició a Constanza, a quien Sigismunda dio la cruz de diamantes y la acompañó hasta dejarla casada con el conde su cuñado. Y, habiendo besado los pies al Pontífice, sosegó su espíritu y cumplió su voto, y vivió en compañía de su esposo Persiles hasta que bisnietos le alargaron los días, pues los vio en su larga y feliz posteridad.
Fin de Los trabajos de Persiles y Sigismunda