Miguel de Cervantes Saavedra [Principal| Biografía |Obras | CEC | Galería|Debates |Enlaces |Buscar | Novedades| Sugerencias |Libro de invitados | Tabla de contenidos |Universidad] |
LIBRO CUARTO DE LA HISTORIA DE
LOS TRABAJOS DE PERSILES Y SIGISMUNDA,
HISTORIA SETENTRIONAL
Con otros ojos se miraron de allí adelante Auristela y Periandro, a lo menos con otros ojos miraba Periandro a Auristela, pareciéndole que ya ella había cumplido el voto que la trajo a Roma, y que podía, libre y desembarazadamente, recebirle por esposo.
Pero si medio gentil, amaba Auristela la honestidad, después de catequizada, la adoraba, no porque viese iba contra ella en casarse, sino por no dar indicios de pensamientos blandos, sin que precediesen antes o fuerzas, o ruegos. También estaba mirando si por alguna parte le descubría el cielo alguna luz que le mostrase lo que había de hacer después de casada, porque pensar volver a su tierra lo tenía por temeridad y por disparate, a causa que el hermano de Periandro, que la tenía destinada para ser su esposa, quizá viendo burladas sus esperanzas, tomaría en ella y en su hermano Periandro venganza de su agravio. Estos pensamientos y temores la traían algo flaca y algo pensativa.
Las damas francesas visitaron los templos y anduvieron las estaciones con pompa y majestad, porque Croriano, como se ha dicho, era pariente del embajador de Francia, y no les faltó cosa que para mostrar ilustre decoro fuese necesaria, llevando siempre consigo Auristela y a Constanza, y ninguna vez salían de casa que no las seguía casi la mitad del pueblo de Roma. Y sucedió que, pasando un día por una calle que se llama Bancos, vieron en una pared della un retrato entero, de pies a cabeza, de una mujer que tenía una corona en la cabeza, aunque partida por medio la corona, y a los pies un mundo, sobre el cual estaba puesta, y, apenas la hubieron visto, cuando conocieron ser el rostro de Auristela, tan al vivo dibujado que no les puso en duda de conocerla.
Preguntó Auristela, admirada, cúyo era aquel retrato, y si se vendía acaso. Respondióle el dueño (que, según después se supo, era un famoso pintor) que él vendía aquel retrato, pero no sabía de quién fuese; sólo sabía que otro pintor, su amigo, se le había hecho copiar en Francia, el cual le había dicho ser de una doncella estranjera que en hábitos de peregrina pasaba a Roma.
-¿Qué significa -respondió Auristela- haberla pintado con corona en la cabeza, y los pies sobre aquella esfera, y más, estando la corona partida?
-Eso, señora -dijo el dueño-, son fantasías de pintores, o caprichos, como los llaman; quizá quieren decir que esta doncella merece llevar la corona de hermosura, que ella va hollando en aquel mundo; pero yo quiero decir que dice que vos, señora, sois su original, y que merecéis corona entera, y no mundo pintado, sino real y verdadero.
-¿Qué pedís por el retrato? -preguntó Constanza.
A lo que respondió el dueño:
-Dos peregrinos están aquí, que el uno dellos me ha ofrecido mil escudos de oro, y el otro dice que no le dejará por ningún dinero. Yo no he concluido la venta, por parecerme que se están burlando, porque la esorbitancia del ofrecimiento me hace estar en duda.
-Pues no lo estéis -replicó Constanza-, que esos dos peregrinos, si son los que yo imagino, bien pueden doblar el precio y pagaros a toda vuestra satisfación.
Las damas francesas, Ruperta, Croriano y Periandro quedaron atónitos de ver la verdadera imagen del rostro de Auristela en el del retrato. Cayó la gente que el retrato miraba en que parecía al de Auristela, y poco a poco comenzó a salir una voz, que todos y cada uno de por sí afirmaba:
-Este retrato que se vende es el mismo de esta peregrina que va en este coche; ¿para qué queremos ver al traslado, sino al original?
Y así, comenzaron a rodear el coche, que los caballos no podían ir adelante ni volver atrás, por lo cual dijo Periandro:
-Auristela, hermana, cúbrase el rostro con algún velo, porque tanta luz ciega, y no nos deja ver por dónde caminamos.
Hízolo así Auristela, y pasaron adelante; pero no por esto dejó de seguirlos mucha gente, que esperaban a que se quitase el velo, para verla como deseaban. Apenas se hubo quitado de allí el coche, cuando se llegó al dueño del retrato Arnaldo en sus hábitos de peregrino, y dijo:
-Yo soy el que os ofrecí los mil escudos por este retrato. Si le queréis dar, traedle, y venidos conmigo, que yo os los daré luego de oro en oro.
A lo que otro peregrino, que era el duque de Nemurs, dijo:
-No reparéis, hermano, en precio, sino veníos conmigo y proponed en vuestra imaginación el que quisiéredes, que yo os le daré luego de contado.
-Señores -respondió el pintor-, concertaos los dos en cuál le ha de llevar, que yo no me desconcertaré en el precio, puesto que pienso que antes me habéis de pagar con el deseo que con la obra.
A estas pláticas estaba atenta mucha gente, esperando en qué había de parar aquella compra: porque ver ofrecer millaradas de ducados, a dos, al parecer, pobres peregrinos, parecíales cosa de burla.
En esto, dijo el dueño:
-El que le quisiere, déme señal, y guíe, que yo ya le descuelgo para llevársele.
Oyendo lo cual, Arnaldo puso la mano en el seno, y sacó una cadena de oro, con una joya de diamantes que de ella pendía, y dijo:
-Tomad esta cadena, que, con esta joya, vale más de dos mil escudos, y traedme el retrato.
-Esta vale diez mil -dijo el duque, dándole una de diamantes al dueño del retrato-, y traédmele a mi casa.
-¡Santo Dios! -dijo uno de los circunstantes-, ¿qué retrato puede ser éste, qué hombres éstos y qué joyas éstas? Cosa de encantamento parece aquesta; por eso os aviso, hermano pintor, que deis un toque a la cadena y hagáis esperiencia de la fineza de las piedras, antes que deis vuestra hacienda: que podría ser que la cadena y las joyas fuesen falsas, porque el encarecimiento que de su valor han hecho, bien se puede sospechar.
Enojáronse los príncipes; pero, por no echar más en la calle sus pensamientos, consintieron en que el dueño del retrato se enterase en la verdad del valor de las joyas.
Andaba revuelta toda la gente de Bancos: unos admirando el retrato, otros preguntando quién fuesen los peregrinos, otros mirando las joyas, y todos atentos, esperando en quién había de quedar con el retrato, porque les parecía que estaban de parecer los dos peregrinos de no dejarle por ningún precio; diérale el dueño por mucho menos de lo que le ofrecían, si se le dejaran vender libremente. Pasó en esto por Bancos el gobernador de Roma, oyó el murmurio de la gente, preguntó la causa, vio el retrato, y vio las joyas; y, pareciéndole ser prendas de más que de ordinarios peregrinos, esperando descubrir algún secreto, las hizo depositar y llevar el retrato a su casa, y prender a los peregrinos. Quedóse el pintor confuso, viendo menoscabadas sus esperanzas, y su hacienda en poder de la justicia, donde jamás entró alguna, que si saliese, fuese con aquel lustre con que había entrado. Acudió el pintor a buscar a Periandro, y a contarle todo el suceso de la venta y del temor que tenía no se quedase el gobernador con el retrato, el cual, de un pintor que le había retratado en Portugal de su original, le había él comprado en Francia, cosa que le pareció a Periandro posible, por haber sacado otros muchos en el tiempo que Auristela estuvo en Lisboa. Con todo eso, le ofreció por él cien escudos, con que quedase a su riesgo el cobrar. Contentóse el pintor, y, aunque fue tan grande la baja de ciento a mil, le tuvo por bien vendido y mejor pagado.
Aquella tarde, juntándose con otros españoles peregrinos, fue a andar las siete iglesias, entre los cuales peregrinos acertó a encontrarse con el poeta que dijo el soneto al descubrirse Roma; conociéronse, y abrazáronse, y preguntáronse de sus vidas y sucesos. El poeta peregrino le dijo que el día antes le había sucedido una cosa digna de contarse por admirable; y fue que, habiendo tenido noticia de que un monseñor clérigo de la cámara, curioso y rico, tenía un museo el más extraordinario que había en el mundo, porque no tenía figuras de personas que efectivamente hubiesen sido ni entonces lo fuesen, sino unas tablas preparadas para pintarse en ellas los personajes ilustres que estaban por venir, especialmente los que habían de ser en los venideros siglos poetas famosos, entre las cuales tablas había visto dos, que en el principio de ellas estaba escrito en la una Torcuato Tasso, y más abajo un poco decía Jerusalén libertada; en la otra estaba escrito Zárate, y más abajo Cruz y Constantino.
Preguntéle al que me las enseñaba qué significaban aquellos nombres. Respondióme que se esperaba que presto se había de descubrir en la tierra la luz de un poeta que se había de llamar Torcuato Tasso, el cual había de cantar Jerusalén recuperada, con el más heroico y agradable plectro que hasta entonces ningún poeta hubiese cantado, y que casi luego le había de suceder un español, llamado Francisco López Duarte, cuya voz había de llenar las cuatro partes de la tierra, y cuya armonía había de suspender los corazones de las gentes, contando la invención de la Cruz de Cristo, con las guerras del emperador Constantino: poema verdaderamente heroico y religioso, y digno del nombre de poema.
A lo que replicó Periandro:
-Duro se me hace de creer que de tan atrás se tome el cargo de aderezar las tablas donde se hayan de pintar los que están por venir, que en efeto en esta ciudad, cabeza del mundo, están otras maravillas de mayor admiración. Y, ¿habrá otras tablas aderezadas para más poetas venideros? -preguntó Periandro.
-Sí -respondió el peregrino-, pero no quise detenerme a leer los títulos, contentándome con los dos primeros; pero así a bulto miré tantos que me doy a entender que la edad, cuando éstos vengan, que, según me dijo el que me guiaba, no puede tardar, ha de ser grandísima la cosecha de todo género de poetas. Encamínelo Dios como él fuere más servido.
-Por lo menos -respondió Periandro-, el año que es abundante de poesía suele serlo de hambre; porque dámele poeta, y dártele he pobre, si ya la naturaleza no se adelanta a hacer milagros; y síguese la consecuencia: hay muchos poetas, luego hay muchos pobres; hay muchos pobres, luego caro es el año.
En esto iban hablando el peregrino y Periandro, cuando llegó a ellos Zabulón el judío, y dijo a Periandro que aquella tarde le quería llevar a ver a Hipólita la Ferraresa, que era una de las más hermosas mujeres de Roma, y aun de toda Italia. Respondióle Periandro que iría de muy buena gana, lo cual no le respondiera si, como le informó de la hermosura, le informara de la calidad de su persona; porque la alteza de la honestidad de Periandro no se abalanzaba ni abatía a cosas bajas, por hermosas que fuesen: que en esto la naturaleza había hecho iguales y formado en una misma turquesa a él y a Auristela, de la cual se recató para ir a ver a Hipólita, a quien el judío le llevó más por engaño que por voluntad; que tal vez la curiosidad hace tropezar y caer de ojos al más honesto recato.