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Sexto y último libro de Galatea

Apenas habían los rayos del dorado Febo comenzado a dispuntar por la más baja línea de nuestro horizonte, cuando el anciano y venerable Telesio hizo llegar a los oídos de todos los que en el aldea estaban el lastimero son de su bocina, señal que movió a los que le escucharon a dejar el reposo de los pastorales lechos y acudir a lo que Telesio pedía. Pero los primeros que en esto tomaron la mano fueron Elicio, Aurelio, Daranio y todos los pastores y pastoras que con ellos estaban, no faltando las hermosas Nísida y Blanca y los venturosos Timbrio y Silerio, con otra cantidad de gallardos pastores y bellas pastoras que a ellos se juntaron y al número de treinta llegarían, entre los cuales iban la sin par Galatea, nuevo milagro de hermosura, y la recién desposada Silveria, la cual llevaba consigo a la hermosa y zahareña Belisa, por quien el pastor Marsilo tan amorosas y mortales angustias padecía. Había venido Belisa a visitar a Silveria y darle el parabién del nuevo rescibido estado, y quiso ansimesmo hallarse en tan célebres obsequias como esperaba serían las que tantos y tan famosos pastores celebraban.

Salieron, pues, todos juntos de la aldea, fuera de la cual hallaron a Telesio con otros muchos pastores que le acompañaban, todos vestidos y adornados de manera que bien mostraban que para triste y lamentable negocio habían sido juntados. Ordenó luego Telesio, porque con intenciones más puras y pensamientos más reposados se hiciesen aquel día los solemnes sacrificios, que todos los pastores fuesen juntos por su parte y desviados de las pastoras, y que ellas lo mesmo hiciesen, de que los menos quedaron contentos y los más no muy satisfechos, especialmente el apasionado Marsilo, que ya había visto a la desamorada Belisa, con cuya vista quedó tan fuera de sí y tan suspenso, cual lo conoscieron bien sus amigos Orompo, Crisio y Orfinio, los cuales, viéndole tal, se llegaron a él, y Orompo le dijo:

–Esfuerza, amigo Marsilo, esfuerza y no des ocasión con tu desmayo a que se descubra el poco valor de tu pecho. ¿Qué sabes si el cielo, movido a compasión de tu pena, ha traído a tal tiempo a estas riberas a la pastora Belisa para que las remedie?

–Antes para más acabarme, a lo que yo creo –respondió Marsilo–, habrá ella venido a este lugar, que de mi ventura esto y más se debe temer; pero yo haré, Orompo, lo que mandas, si acaso puede conmigo en este duro trance más la razón que mi sentimiento.

Y con esto volvió algo más en sí Marsilo, y luego los pastores por una parte y las pastoras por otra, como de Telesio estaba ordenado, se comenzaron a encaminar al Valle de los Cipreses, llevando todos un maravilloso silencio, hasta que, admirado Timbrio de ver la frescura y belleza del claro Tajo, por do caminaba, vuelto a Elicio, que al lado le venía, le dijo:

–No poca maravilla me causa, Elicio, la incomparable belleza destas frescas riberas; y no sin razón, porque quien ha visto, como yo, las espaciosas del nombrado Betis y las que visten y adornan al famoso Ebro y al conoscido Pisuerga, y en las apartadas tierras ha paseado las del sancto Tíber y las amenas del Po, celebrado por la caída del atrevido mozo, sin dejar de haber rodeado las frescuras del apascible Sebeto, grande ocasión había de ser la que a maravilla me moviese de ver otras algunas.

–No vas tan fuera de camino en lo que dices, según yo creo, discreto Timbrio –respondió Elicio–, que con los ojos no veas la razón que de decirlo tienes; porque, sin duda, puedes creer que la amenidad y frescura de las riberas deste río hace notoria y conoscida ventaja a todas las que has nombrado, aunque entrase en ellas las del apartado Janto, y del conoscido Anfriso y el enamorado Alfeo; porque tiene y ha hecho cierto la experiencia que, casi por derecha línea, encima de la mayor parte destas riberas se muestra un cielo luciente y claro, que con un largo movimiento y con vivo resplandor, parece que convida a regocijo y gusto al corazón que dél está más ajeno. Y si ello es verdad que las estrellas y el sol se mantienen, como algunos dicen, de las aguas de acá bajo, creo firmemente que las deste río sean en gran parte ocasión de causar la belleza del cielo que le cubre, o creeré que Dios, por la mesma razón que dicen que mora en los cielos, en esta parte haga lo más de su habitación. La tierra que lo abraza, vestida de mil verdes ornamentos, parece que hace fiesta y se alegra de poseer en sí un don tan raro y agradable, y el dorado río, como en ca[m]bio, en los abrazos della dulcemente entretejiéndose, forma como de industria mil entradas y salidas, que a cualquiera que las mira llenan el alma de placer maravilloso, de donde nasce que, aunque los ojos tornen de nuevo muchas veces a mirarle, no por eso dejan de hallar en él cosas que les causen nuevo placer y nueva maravilla. Vuelve, pues, los ojos, valeroso Timbrio, y mira cuánto adornan sus riberas las muchas aldeas y ricas caserías que por ellas se ven fundadas. Aquí se vee en cualquiera sazón del año andar la risueña primavera con la hermosa Venus en hábito subcinto y amoroso, y Céfiro que la acompaña, con la madre Flora delante, esparciendo a manos llenas varias y odoríferas flores. Y la industria de sus moradores ha hecho tanto, que la naturaleza, encorporada con el arte, es hecha artífice y connatural del arte, y de entrambas a dos se ha hecho una tercia naturaleza, a la cual no sabré dar nombre. De sus cultivados jardines, con quien los huertos Hespérides y de Alcino pueden callar; de los espesos bosques, de los pacíficos olivos, verdes laureles y acopados mirtos; de sus abundosos pastos, alegres valles y vestidos collados, arroyos y fuentes que en esta ribera se hallan, no se espere que yo diga más, sino que, si en alguna parte de la tierra los Campos Elíseos tienen asiento, es, sin duda, en ésta. ¿Qué diré de la industria de las altas ruedas, con cuyo continuo movimiento sacan las aguas del profundo río y humedecen abundosamente las eras que por largo espacio están apartadas? Añádese a todo esto criarse en estas riberas las más hermosas y discretas pastoras que en la redondez del suelo pueden hallarse, para cuyo testimonio, dejando aparte el que la experiencia nos muestra y lo que tú, Timbrio, ha que estás en ellas y que has visto, bastará traer por ejemplo a aquella pastora que allí ves, ¡oh Timbrio!

Y, diciendo esto, señaló con el cayado a Galatea; y, sin decir más, dejó admirado a Timbrio de ver la discreción y palabras con que había alabado las riberas de Tajo y la hermosura de Galatea. Y, respondiéndole que no se le podía contradecir ninguna cosa de las dichas, en aquellas y en otras entretenían la pesadumbre del camino, hasta que, llegados a vista del Valle de los Cipreses, vieron que dél salían casi otros tantos pastores y pastoras como los que con ellos iban. Juntáronse todos, y con sosegados pasos comenzaron a entrar por el sagrado valle, cuyo sitio era tan estraño y maravilloso que, aun a los mesmos que muchas veces le habían visto, causaba nueva admiración y gusto. Levántanse en una parte de la ribera del famoso Tajo, en cuatro diferentes y contrapuestas partes, cuatro verdes y apacibles collados, como por muros y defensores de un hermoso valle que en medio contienen, cuya entrada en él por otros cuatro lugares es concedida, los cuales mesmos collados estrechan de modo que vienen a formar cuatro largas y apacibles calles, a quien hacen pared de todos lados altos e infinitos cipreses, puestos por tal orden y concierto que hasta las mesmas ramas de los unos y de los otros paresce que igualmente van cresciendo, y que ninguna se atreve a pasar ni salir un punto más de la otra. Cierran y ocupan el espacio que entre ciprés y ciprés se hace, mil olorosos rosales y suaves jazmines, tan juntos y entretejidos como suelen estar en los vallados de las guardadas viñas las espinosas zarzas y puntosas cambroneras. De trecho en trecho destas apacibles entradas, se ven correr por entre la verde y menuda yerba claros y frescos arroyos de limpias y sabrosas aguas, que en las faldas de los mesmos collados tienen su nascimiento. Es el remate y fin destas calles una ancha y redonda plaza, que los recuestos y los cipreses forman, en medio de la cual está puesta una artificiosa fuente de blanco y precioso mármol fabricada, con tanta industria y artificio hecha, que las vistosas del conoscido Tíbuli y las soberbias de la antigua Tinacria no le pueden ser comparadas. Con el agua desta maravillosa fuente se humedecen y sustentan las frescas yerbas de la deleitosa plaza; y lo que más hace a este agradable sitio digno de estimación y reverencia es ser previlegiado de las golosas bocas de los simples corderuelos y mansas ovejas, y de otra cualquier suerte de ganado: que sólo sirve de guardador y tesorero de los honrados huesos de algunos famosos pastores que, por general decreto de todos los que quedan vivos en el contorno de aquellas riberas, se determina y ordena ser digno y merescedor de tener sepultura en este famoso valle. Por esto se veían, entre los muchos y diversos árboles que por las espaldas de los cipreses estaban, en el lugar y distancia que había dellos hasta las faldas de los collados, algunas sepulturas, cuál de jaspe y cuál de mármol fabricada, en cuyas blancas piedras se leían los nombres de los que en ellas estaban sepultados. Pero la que más sobre todas resplandecía, y la que más a los ojos de todos se mostraba, era la del famoso pastor Meliso, la cual, apartada de las otras, a un lado de la ancha plaza, de lisas y negras pizarras y de blanco y bien labrado alabastro hecha parecía. Y, en el mesmo punto que los ojos de Telesio la miraron, volviendo el rostro a toda aquella agradable compañía, con sosegada voz y lamentables acentos, les dijo:

–Veis allí, gallardos pastores, discretas y hermosas pastoras; veis allí, digo, la triste sepultura donde reposan los honrados huesos del nombrado Meliso, honor y gloria de nuestras riberas. Comenzad, pues, a levantar al cielo los humildes corazones, y con puros afectos, abundantes lágrimas y profundos sospiros, entonad los sanctos himnos y devotas oraciones, y rogalde tenga por bien de acoger en su estrellado asiento la bendita alma del cuerpo que allí yace.

Y, en diciendo esto, se llegó a un ciprés de aquéllos, y, cortando algunas ramas, hizo dellas una funesta guirnalda con que coronó sus blancas y veneradas sienes, haciendo señal a los demás que lo mesmo hiciesen; de cuyo ejemplo movidos todos, en un momento se coronaron de las tristes ramas, y, guiados de Telesio, llegaron a la sepultura, donde lo primero que Telesio hizo fue inclinar las rodillas y besar la dura piedra del sepulcro. Hicieron todos lo mesmo, y algunos hubo que, tiernos con la memoria de Meliso, dejaban regado con lágrimas el blanco mármol que besaban. Hecho esto, mandó Telesio encender el sacro fuego, y en un momento, alrededor de la sepultura, se hicieron muchas, aunque pequeñas, hogueras, en las cuales solas ramas de ciprés se quemaban; y el venerable Telesio, con graves y sosegados pasos, comenzó a rodear la pira y a echar en todos los ardientes fuegos alguna cantidad de sacro y oloroso incienso, diciendo cada vez que lo esparcía alguna breve y devota oración, a rogar por el alma de Meliso encaminada, al fin de la cual levantaba la tremante voz, y todos los circunstantes, con triste y piadoso acento, respondían: "Amén, amén", tres veces; a cuyo lamentable sonido resonaban los cercanos collados y apartados valles, y las ramas de los altos cipreses y de los otros muchos árboles de que el valle estaba lleno, heridas de un manso céfiro que soplaba, hacían y formaban un sordo y tristísimo susurro, casi como en señal de que por su parte ayudaban a la tristeza del funesto sacrificio.

Tres veces rodeó Telesio la sepultura, y tres veces dijo las piadosas plegarias, y otras nueve se escucharon los llorosos acentos del "amén", que los pastores repitían. Acabada esta ceremonia, el anciano Telesio se arrimó a un subido ciprés que a la cabecera de la sepultura de Meliso se levantaba, y con volver el rostro a una y otra parte, hizo que todos los circunstantes estuviesen atentos a lo que decir quería; y luego, levantando la voz todo lo que pudo conceder la antigüedad de sus años, con maravillosa elocuencia comenzó a alabar las virtudes de Meliso, la integridad de su inculpable vida, la alteza de su ingenio, la entereza de su ánimo, la graciosa gravedad de su plática y la excelencia de su poesía; y, sobre todo, la solicitud de su pecho en guardar y cumplir la sancta religión que profesado había, juntando a estas otras tantas y tales virtudes de Meliso, que, aunque el pastor no fuera tan conoscido de todos los que a Telesio escuchaban, sólo por lo que él decía, quedaran aficionados a amarle si fuera vivo, y a reverenciarle después de muerto. Concluyó, pues, el viejo su plática diciendo:

–Si a do llegaron, famosos pastores, las bondades de Meliso, y adonde llega el deseo que tengo de alabarlas, llegara la bajeza de mi corto entendimiento, y las flacas y pocas fuerzas adquiridas de mis tantos y tan cansados años no me acortaran la voz y el aliento, primero este sol que nos alumbra le viérades bañar una y otra vez en el grande océano, que yo cesara de la comenzada plática; mas, pues esto en mi marchita edad no se permite, suplid vosotros mi falta, y mostraos agradecidos a las frías cenizas de Meliso, celebrándolas en la muerte como os obliga el amor que él os tuvo en la vida. Y, puesto que a todos en general nos toca y cabe parte desta obligación, a quien en particular más obliga es a los famosos Tirsi y Damón, como a tan conoscidos amigos y familiares suyos; y así, les ruego, cuan encarecidamente puedo, correspondan a esta deuda supliendo y cantando ellos con más reposada y sonora voz lo que yo he faltado llorando con la trabajosa mía.

No dijo más Telesio, ni aun fuera menester decirlo para que los pastores se moviesen a hacer lo que se les rogaba; porque luego, sin replicar cosa alguna, Tirsi sacó su rabel y hizo señal a Damón que lo mesmo hiciese, a quien acompañaron luego Elicio y Lauso y todos los pastores que allí instrumentos tenían, y a poco espacio formaron una tan triste y agradable música que, aunque regalaba los oídos, movía los corazones a dar señales de tristeza con lágrimas que los ojos derramaban. Juntábase a esto la dulce armonía de los pintados y muchos pajarillos que por los aires cruzaban, y algunos sollozos que las pastoras, ya tiernas y movidas con el razonamiento de Telesio y con lo que los pastores hacían, de cuando en cuando, de sus hermosos pechos arrancaban; y era de suerte que, concordándose el son de la triste música y el de la alegre armonía de los jilguerillos, calandrias y ruiseñores, y el amargo de los profundos gemidos, formaba todo junto un tan estraño y lastimoso concento que no hay lengua que encarecerlo pueda. De allí a poco espacio, cesando los demás instrumentos, solos los cuatro de Tirsi, Damón, Elicio y de Lauso se escucharon, los cuales, llegándose al sepulcro de Meliso, a los cuatro lados del sepulcro, señal por donde todos los presentes entendieron que alguna cosa cantar querían; y así, les prestaron un maravilloso y sosegado silencio; y luego el famoso Tirsi, con levantada, triste y sonora voz, ayudándole Elicio, Damón y Lauso, desta manera comenzó a cantar:

Tirsi

Tal cual es la ocasión de nuestro llanto,

no sólo nuestro, más de todo el suelo,

pastores, entonad el triste canto.

Damón

El aire rompan, lleguen hasta el cielo

los sospiros dolientes, fabricados

entre justa piedad y justo duelo.

Elicio

Serán de tierno humor siempre bañados

mis ojos, mientras viva la memoria,

Meliso, de tus hechos celebrados.

Lauso

Meliso, digno de inmortal historia,

digno que goces en el cielo sancto

de alegre vida y de perpetua gloria.

Tirsi

Mientras que a las grandezas me levanto

de cantar sus hazañas, como pienso,

pastores, entonad el triste canto.

Damón

Como puedo, Meliso, recompenso

a tu amistad: con lágrimas vertidas,

con ruegos píos y sagrado incienso.

Elicio

Tu muerte tiene en llanto convertidas

nuestras dulces pasadas alegrías,

y a tierno sentimiento reducidas.

Lauso

Aquellos claros, venturosos días,

donde el mundo gozó de tu presencia,

se han vuelto en noches miserables frías.

Tirsi

¡Oh muerte, que con presta violencia

tal vida en poca tierra reduciste!

¿A quién no alcanzará tu diligencia?

Damón

Después, ¡oh muerte!, que aquel golpe diste

que echó por tierra nuestro fuerte arrimo,

de yerba el prado ni de flor se viste.

Elicio

Con la memoria deste mal reprimo

el bien, si alguno llega a mi sentido,

y con nueva aspereza me lastimo.

Lauso

¿Cuándo suele cobrarse el bien perdido?

¿Cuándo el mal sin buscarle no se halla?

¿Cuándo hay quietud en el mortal ruïdo?

Tirsi

¿Cuándo de la mortal fiera batalla

triunfó la vida, y cuándo contra el tiempo

se opuso o fuerte arnés o dura malla?

Damón

Es nuestra vida un sueño, un pasatiempo,

un vano encanto que desaparece

cuando más firme pareció en su tiempo.

Elicio

Día que al medio curso se escuresce,

y le sucede noche tenebrosa,

envuelta en sombras qu’el temor ofrece.

Lauso

Mas tú, pastor famoso, en venturosa

hora pasaste deste mar insano

a la dulce región maravillosa.

Tirsi

Después que en el aprisco veneciano

las causas y demandas decidiste

del gran pastor del ancho suelo hispano.

Damón

Después también que con valor sufriste

el trance de fortuna acelerado

que a Italia hizo, y aun a España, triste.

Elicio

Y después que, en sosiego reposado,

con las nueve doncellas solamente

tanto tiempo estuviste retirado.

Lauso

Sin que las fieras armas del oriente

ni la francesa furia inquietase

tu levantada y sosegada mente.

Tirsi

Entonces quiso el cielo que llegase

la fría mano de la muerte airada,

y en tu vida el bien nuestro arrebatase.

Damón

Quedó tu suerte entonces mejorada,

quedó la nuestra a un triste amargo lloro

perpetua, eternamente condemnada.

Elicio

Vióse el sacro virgíneo hermoso coro

de aquellas moradoras del Parnaso

romper llorando sus cabellos de oro.

Lauso

A lágrimas movió el doliente caso

al gran competidor del niño ciego,

que entonces de dar luz se mostró escaso.

Tirsi

No entre las armas y el ardiente fuego

los tristes teucros tanto se afligieron

con el engaño del astuto griego,

como lloraron, como repitieron

el nombre de Meliso los pastores

cuando informados de su muerte fueron.

Damón

No de olorosas varïadas flores

adornaron sus frentes, ni cantaron

con voz suave algún cantar de amores.

De funesto ciprés se coronaron,

y en triste repetido amargo llanto

lamentables canciones entonaron.

Elicio

Y así, pues hoy el áspero quebranto

y la memoria amarga se renueva,

pastores, entonad el triste canto,

qu’el duro caso que a doler nos lleva

es tal, que será pecho de diamante

el que a llorar en él no se conmueva.

Lauso

El firme pecho, el ánimo constante,

qu’en las adversidades siempre tuvo

este pastor por mil lenguas se cante,

como al desdén que de contino hubo

en el pecho de Filis indignado

cual firme roca contra el mar estuvo.

Tirsi

Repítanse los versos que ha cantado,

queden en la memoria de las gentes

por muestras de su ingenio levantado.

Damón

Por tierras de las nuestras diferentes,

lleve su nombre la parlera fama

con pasos prestos y alas diligentes.

Elicio

Y de su casta y amorosa llama

ejemplo tome el más lascivo pecho

y el que en ardor menos cabal se inflama.

Lauso

¡Venturoso Meliso, que a despecho

de mil contrastes fieros de fortuna,

vives ahora alegre y satisfecho!

Tirsi

Poco te cansa, poco te importuna

esta mortal bajeza que dejaste,

llena de más mudanzas que la luna.

Damón

Por firme alteza la humildad trocaste,

por bien el mal, la muerte por la vida

tan seguro temiste y esperaste.

Elicio

Desta mortal, al parecer, caída,

quien vive bien, al cabo se levanta,

cual tú, Meliso, a la región florida,

donde por más de una inmortal garganta

se despide la voz, que gloria suena,

gloria repite, dulce gloria canta;

donde la hermosa clara faz serena

se ve, en cuya visión se goza y mira

la summa gloria más perfecta y buena.

Mi flaca voz a tu alabanza aspira,

y tanto cuanto más cresce el deseo,

tanto, Meliso, el miedo le retira.

Que aquello que contemplo agora, y veo

con el entendimiento levantado,

del sacro tuyo sobrehumano arreo,

tiene mi entendimiento acobardado,

y sólo paro en levantar las cejas

y en recoger los labios de admirado.

Lauso

Con tu partida, en triste llanto dejas

cuantos con tu presencia se alegraban,

y el mal se acerca porque tú te alejas.

Tirsi

En tu sabiduría se enseñaban

los rústicos pastores, y en un punto,

con nuevo ingenio y discreción quedaban.

Pero llegóse aquel forzoso punto

donde tú te partiste y do quedamos

con poco ingenio y corazón difunto.

Esta amarga memoria celebramos

los que en la vida te quisimos tanto,

cuanto ahora en la muerte te lloramos.

Por esto, al son de tan confuso llanto,

cobrando de contino nuevo aliento,

pastores, entonad el triste canto.

Lleguen do llega el duro sentimiento

las lágrimas vertidas y sospiros,

con quien se augmenta el presuroso viento.

Poco os encargo, poco sé pediros;

más habéis de sentir que cuanto ahora

puede mi atada lengua referiros.

Mas, pues Febo se ausenta, y descolora

la tierra, que se cubre en negro manto,

hasta que venga la esperada aurora,

pastores, cesad ya del triste canto.

Tirsi, que comenzado había la triste y dolorosa elegía, fue el que la puso fin, sin que le pusiesen por un buen espacio a las lágrimas todos los que el lamentable canto escuchado habían. Mas, a esta sazón, el venerable Telesio les dijo:

–Pues habemos cumplido en parte, gallardos y comedidos pastores, con la obligación que al venturoso Meliso tenemos, poned por agora silencio a vuestras tiernas lágrimas, y dad algún vado a vuestros dolientes sospiros, pues ni por ellas ni ellos podemos cobrar la pérdida que lloramos; y, puesto que el humano sentimiento no pueda dejar de mostrarle en los adversos acaecimientos, todavía es menester templar la demasía de sus accidentes con la razón que al discreto acompaña; y, aunque las lágrimas y sospiros sean señales del amor que se tiene al que se llora, más provecho consiguen las almas por quien se derraman con los píos sacrificios y devotas oraciones que por ellas se hacen, que si todo el mar océano por los ojos de todo el mundo hecho lágrimas se destilase. Y, por esta razón, y por la que tenemos de dar algún alivio a nuestros cansados cuerpos, será bien que, dejando lo que nos resta de hacer para el venidero día, por agora visitéis vuestros zurrones y cumpláis con lo que naturaleza os obliga.

Y, en diciendo esto, dio orden como todas las pastoras estuviesen a una parte del valle, junto a la sepultura de Meliso, dejando con ellas seis de los más ancianos pastores que allí había, y los demás, poco desviados dellas, en otra parte se estuvieron. Y luego, con lo que en los zurrones traían, y con el agua de la clara fuente, satisficieron a la común necesidad de la hambre, acabando a tiempo que ya la noche vestía de una mesma color todas las cosas debajo de nuestro horizonte contenidas, y la luciente luna mostraba su rostro hermoso y claro en toda la entereza que tiene cuando más el rubio hermano sus rayos le comunica. Pero, de allí a poco rato, levantándose un alterado viento, se comenzaron a ver algunas negras nubes, que algún tanto la luz de la casta diosa encubrían, haciendo sombras en la tierra, señales por donde algunos pastores que allí estaban, en la rústica astrología maestros, algún venidero turbión y borrasca esperaban. Mas todo paró en no más de quedar la noche parda y serena, y en acomodarse ellos a descansar sobre la fresca yerba, entregando los ojos al dulce y reposado sueño, como lo hicieron todos, si no algunos que repartieron como en centinelas la guarda de las pastoras, y la de algunas antorchas que alrededor de la sepultura de Meliso ardiendo quedaban. Pero, ya que el sosegado silencio se estendió por todo aquel sagrado valle, y ya que el perezoso Morfeo había con el bañado ramo tocado las sienes y párpados de todos los presentes, a tiempo que a la redonda de nuestro polo buena parte las errantes estrellas andado habían, señalando los puntuales cursos de la noche, en aquel instante, de la mesma sepultura de Meliso se levantó un grande y maravilloso fuego, tan luciente y claro que en un momento todo el escuro valle quedó con tanta claridad como si el mesmo sol le alumbrara; por la cual improvisa maravilla, los pastores que despiertos junto a la sepultura estaban, cayeron atónitos en el suelo, deslumbrados y ciegos con la luz del transparente fuego, el cual hizo contrario efecto en los demás que durmiendo estaban, porque, heridos de sus rayos, huyó dellos el pesado sueño, y, aunque con dificultad alguna, abrieron los dormidos ojos, y, viendo la estrañeza de la luz que se les mostraba, confusos y admirados quedaron. Y así, cuál en pie, cuál recostado, y cuál sobre las rodillas puesto, cada uno, con admiración y espanto, el claro fuego miraba. Todo lo cual visto por Telesio, adornándose en un punto de las sacras vestiduras, acompañado de Elicio, Tirsi, Damón, Lauso y otros animosos pastores, poco a poco se comenzó a llegar al fuego, con intención de, con algunos lícitos y acomodados exorcismos, procurar deshacer o entender de dó procedía la estraña visión que se les mostraba. Pero, ya que llegaban cerca de las encendidas llamas, vieron que, dividiéndose en dos partes, en medio dellas parecía una tan hermosa y agraciada ninfa, que en mayor admiración les puso que la vista del ardiente fuego. Mostraba estar vestida de una rica y sotil tela de plata, recogida y retirada a la cintura, de modo que la mitad de las piernas se descubrían, adornadas con unos coturnos, o calzado justo, dorados, llenos de infinitos lazos de listones de diferentes colores; sobre la tela de plata traía otra vestidura de verde y delicado cendal, que, llevado a una y a otra parte por un ventecillo que mansamente soplaba, estremadamente parecía; por las espaldas traía esparcidos los más luengos y rubios cabellos que jamás ojos humanos vieron, y sobre ellos una guirnalda sólo de verde laurel compuesta; la mano derecha ocupaba con un alto ramo de amarilla y vencedora palma, y la izquierda con otro de verde y pacífica oliva, con los cuales ornamentos tan hermosa y admirable se mostraba, que a todos los que la miraban tenía colgados de su vista; de tal manera que, desechando de sí el temor primero, con seguros pasos alrededor del fuego se llegaron, persuadiéndose que, de tan hermosa visión, ningún daño podía sucederles. Y estando, como se ha dicho, todos transportados en mirarla, la bella ninfa abrió los brazos a una y a otra parte, y hizo que las apartadas llamas más se apartasen y dividiesen, para dar lugar a que mejor pudiese ser mirada; y luego, levantando el sereno rostro, con gracia y gravedad estraña, a semejantes razones dio principio:

–Por los efectos que mi improvisa vista ha causado en vuestros corazones, discreta y agradable compañía, podéis considerar que no en virtud de malignos espíritus ha sido formada esta figura mía que aquí se os representa; porque una de las razones por do se conosce ser una visión buena o mala es por los efectos que hace en el ánimo de quien la mira; porque la buena, aunque cause en él admiración y sobresalto, el tal sobresalto y admiración viene mezclado con un gustoso alboroto, que a poco rato le sosiega y satisface; al revés de lo que causa la visión perversa, la cual sobresalta, descontenta, atemoriza y jamás asegura. Esta verdad os aclarará la experiencia cuando me conozcáis y yo os diga quién soy y la ocasión que me ha movido a venir de mis remotas moradas a visitaros. Y, porque no quiero teneros colgados del deseo que tenéis de saber quién yo sea, sabed, discretos pastores y bellas pastoras, que yo soy una de las nueve doncellas que en las altas y sagradas cumbres de Parnaso tienen su propria y conoscida morada. Mi nombre es Calíope; mi oficio y condición es favorescer y ayudar a los divinos espíritus, cuyo loable ejercicio es ocuparse en la maravillosa y jamás como debe alabada sciencia de la poesía. Yo soy la que hice cobrar eterna fama al antiguo ciego natural de Esmirna, por él solamente famosa; la que hará vivir el mantuano Títiro por todos los siglos venideros, hasta que el tiempo se acabe; y la que hace que se tengan en cuenta, desde la pasada hasta la edad presente, los escriptos tan ásperos como discretos del antiquísimo Enio. En fin, soy quien favoresció a Catulo, la que nombró a Horacio, eternizó a Propercio, y soy la que con inmortal fama tiene conservada la memoria del conoscido Petrarca, y la que hizo bajar a los escuros infiernos y subir a los claros cielos al famoso Dante. Soy la que ayudó a tejer al divino Ariosto la variada y hermosa tela que compuso; la que en esta patria vuestra tuvo familiar amistad con el agudo Boscán y con el famoso Garcilaso, con el docto y sabio Castillejo y el artificioso Torres Naharro, con cuyos ingenios, y con los frutos dellos, quedó vuestra patria enriquescida y yo satisfecha. Yo soy la que moví la pluma del celebrado Aldana, y la que no dejó jamás el lado de don Fernando de Acuña, y la que me precio de la estrecha amistad y conversación que siempre tuve con la bendita alma del cuerpo que en esta sepultura yace, cuyas obsequias, por vosotros celebradas, no sólo han alegrado su espíritu, que ya por la región eterna se pasea, sino que a mí me han satisfecho de suerte que, forzada, he venido a agradeceros tan loable y piadosa costumbre como es la que entre vosotros se usa; y así, os prometo, con las veras que de mi virtud pueden esperarse, que en pago del beneficio que a las cenizas de mi querido y amado Meliso habéis hecho, de hacer siempre que en vuestras riberas jamás falten pastores que en la alegre sciencia de la poesía a todos los de las otras riberas se aventajen; favoresceré ansimesmo siempre vuestros consejos, y guiaré vuestros entendimientos, de manera que nunca deis torcido voto cuando decretéis quién es merescedor de enterrarse en este sagrado valle; porque no será bien que, de honra tan particular y señalada, y que sólo es merescida de los blancos y canoros cisnes, la vengan a gozar los negros y roncos cuervos. Y así, me parece que será bien daros alguna noticia agora de algunos señalados varones que en esta vuestra España viven, y algunos en las apartadas Indias a ella subjetas; los cuales, si todos o alguno dellos su buena ventura le trujere a acabar el curso de sus días en estas riberas, sin duda alguna le podéis conceder sepultura en este famoso sitio. Junto con esto, os quiero advertir que no entendáis que los primeros que nombrare son dignos de más honra que los postreros, porque en esto no pienso guardar orden alguna: que, puesto que yo alcanzo la diferencia que el uno al otro y los otros a los otros hacen, quiero dejar esta declaración en duda, porque vuestros ingenios en entender la diferencia de los suyos tengan en qué ejercitarse, de los cuales darán testimonio sus obras. Irélos nombrando como se me vinieren a la memoria, sin que ninguno se atribuya a que ha sido favor que yo le he hecho en haberme acordado dél primero que de otro; porque, como digo, a vosotros, discretos pastores, dejo que después les deis el lugar que os paresciere que de justicia se les debe. Y, para que con menos pesadumbre y trabajo a mi larga relación estéis atentos, haréla de suerte que sólo sintáis disgusto por la brevedad della.

Calló diciendo esto la bella ninfa, y luego tomó una arpa que junto a sí tenía, que hasta entonces de ninguno había sido vista; y, en comenzándola a tocar, parece que comenzó a esclarecerse el cielo, y que la luna, con nuevo y no usado resplandor, alumbraba la tierra; los árboles, a despecho de un blando céfiro que soplaba, tuvieron quedas las ramas; y los ojos de todos los que allí estaban no se atrevían a abajar los párpados, porque aquel breve punto que se tardaban en alzarlos, no se privasen de la gloria que en mirar la hermosura de la ninfa gozaban; y aun quisieran todos que todos sus cinco sentidos se convirtieran en el del oír solamente: con tal estrañeza, con tal dulzura, con tanta suavidad tocaba la arpa la bella musa; la cual, después de haber tañido un poco, con la más sonora voz que imaginarse puede, en semejantes versos dio principio:

CANTO DE CALÍOPE

Al dulce son de mi templada lira,

prestad, pastores, el oído atento:

oiréis cómo en mi voz y en él respira

de mis hermanas el sagrado aliento.

Veréis cómo os suspende, y os admira,

y colma vuestras almas de contento,

cuando os dé relación, aquí en el suelo,

de los ingenios que ya son del cielo.

Pienso cantar de aquellos solamente

a quien la Parca el hilo aún no ha cortado,

de aquéllos que son dignos justamente

d’en tal lugar tenerle señalado,

donde, a pesar del tiempo diligente,

por el laudable oficio acostumbrado

vuestro, vivan mil siglos sus renombres,

sus claras obras, sus famosos nombres.

Y el que con justo título meresce

gozar de alta y honrosa preeminencia,

un don Alonso es, en quien floresce

del sacro Apolo la divina sciencia;

y en quien con alta lumbre resplandece

de Marte el brío y sin igual potencia,

de Leiva tiene el sobrenombre ilustre,

que a Italia ha dado, y aun a España, lustre.

Otro del mesmo nombre, que de Arauco

cantó las guerras y el valor de España,

el cual los reinos donde habita Glauco

pasó y sintió la embravescida saña.

No fue su voz, no fue su acento rauco,

que uno y otro fue de gracia estraña,

y tal, que Ercil[l]a, en este hermoso asiento

meresce eterno y sacro monumento.

Del famoso don Juan de Silva os digo

que toda gloria y todo honor meresce,

así por serle Febo tan amigo,

como por el valor que en él floresce.

Serán desto sus obras buen testigo,

en las cuales su ingenio resplandece

con claridad que al ignorante alumbra

y al sabio agudo a veces le deslumbra.

Crezca el número rico desta cuenta

aquel con quien la tiene tal el cielo,

que con febeo aliento le sustenta,

y con valor de Marte acá en el suelo.

A Homero iguala si a escrebir intenta,

y a tanto llega de su pluma el vuelo,

cuanto es verdad que a todos es notorio

el alto ingenio de don Diego Osorio.

Por cuantas vías la parlera fama

puede loar un caballero ilustre,

por tantas su valor claro derrama,

dando sus hechos a su nombre lustre.

Su vivo ingenio, su virtud, inflama

más de una lengua, a que de lustre en lustre,

sin que cursos de tiempos las espanten,

de don Francisco de Mendoza canten.

¡Feliz don Diego de Sarmiento, ilustre,

y Carvajal, famoso, producido

de nuestro coro y de Hipocrene lustre,

mozo en la edad, anciano en el sentido,

de siglo en siglo irá, de lustre en lustre,

a pesar de las aguas del olvido,

tu nombre, con tus obras excelentes,

de lengua en lengua y de gente en gentes!

Quiéro[o]s mostrar por cosa soberana,

en tierna edad, maduro entendimiento,

destreza y gallardía sobrehumana,

cortesía, valor, comedimiento,

y quien puede mostrar en la toscana

como en su propria lengua aquel talento

que mostró el que cantó la casa d’Este:

un don Gutierre Carvajal es éste.

Tú, don Luis de Vargas, en quien veo

maduro ingenio en verdes pocos días,

procura de alcanzar aquel trofeo

que te prometen las hermanas mías;

mas tan cerca estás dél, que, a lo que creo,

ya triunfas, pues procuras por mil vías

virtuosas y sabias que tu fama

resplandezca con viva y clara llama.

Del claro Tajo la ribera hermosa

adornan mil espíritus divinos,

que hacen nuestra edad más venturosa

que aquélla de los griegos y latinos.

Dellos pienso decir sola una cosa:

que son de vuestro valle y honra dignos

tanto cuanto sus obras nos lo muestran,

que al camino del cielo nos adiestran.

Dos famosos doctores, presidentes

en las sciencias de Apolo, se me ofrescen,

que no más que en la edad son diferentes,

y en el trato e ingenio se parecen.

Admíranlos ausentes y presentes,

y entre unos y otros tanto resplandecen

con su saber altísimo y profundo,

que presto han de admirar a todo el mundo.

Y el nombre que me viene más a mano,

destos dos que a loar aquí me atrevo,

es del doctor famoso Campuzano,

a quien podéis llamar segundo Febo.

El alto ingenio suyo, el sobrehumano

discurso nos descubre un mundo nuevo,

de tan mejores Indias y excelencias,

cuanto mejor qu’el oro son las sciencias.

Es el doctor Suárez, que de Sosa

el sobrenombre tiene, el que se sigue,

que de una y otra lengua artificiosa

lo más cendrado y lo mejor consigue.

Cualquiera que en la fuente milagrosa,

cual él la mitigó, la sed mitigue,

no tendrá que envidiar al docto griego,

ni a aquél que nos cantó el troyano fuego.

Del doctor Vaca, si decir pudiera

lo que yo siento dél, sin duda creo

que cuantos aquí estáis os suspendiera:

tal es su sciencia, su virtud y arreo.

Yo he sido en ensalzarle la primera

del sacro coro, y soy la que deseo

eternizar su nombre en cuanto al suelo

diere su luz el gran señor de Delo.

Si la fama os trujere a los oídos

de algún famoso ingenio maravillas,

conceptos bien dispuestos y subidos,

y sciencias que os asombren en oíllas,

cosas que paran sólo en los sentidos

y la lengua no puede referillas,

el dar salida a todo dubio y traza,

sabed que es el licenciado Daza.

Del maestro Garay las dulces obras

me incitan sobre todos a alabarle;

tú, Fama, que al ligero tiempo sobras,

ten por heroica empresa el celebrarle.

Verás cómo en él más fama cobras,

Fama, que está la tuya en ensalzarle,

que hablando desta fama, en verdadera

has de trocar la fama de parlera.

Aquel ingenio que al mayor humano

se deja atrás, y aspira al que es divino,

y, dejando a una parte el castellano,

sigue el heroico verso del latino;

el nuevo Homero, el nuevo mantuano,

es el maestro Córdoba, que es digno

de celebrarse en la dichosa España,

y en cuanto el sol alumbra y el mar baña.

De ti, el doctor Francisco Díaz, puedo

asegurar a estos mis pastores

que con seguro corazón y ledo,

pueden aventajarse en tus loores.

Y si en ellos yo agora corta quedo,

debiéndose a tu ingenio los mayores,

es porque el tiempo es breve y no me atrevo

a poderte pagar lo que te debo.

Luján, que con la toga merescida

honras el proprio y el ajeno suelo,

y con tu dulce musa conoscida

subes tu fama hasta el más alto cielo,

yo te daré después de muerto vida,

haciendo que, en ligero y presto vuelo,

la fama de tu ingenio único, solo,

vaya del nuestro hasta el contrario polo.

El alto ingenio y su valor declara

un licenciado tan amigo vuestro

cuanto ya sabéis que es Juan de Vergara,

honra del siglo venturoso nuestro.

Por la senda qu’él sigue, abierta y clara,

yo mesma el paso y el ingenio adiestro,

y adonde él llega, de llegar me pago,

y en su ingenio y virtud me satisfago.

Otros quiero nombrar, porque se estime

y tenga en precio mi atrevido canto,

el cual hará que ahora más le anime

y llegue allí donde el deseo levanto.

Y es este que me fuerza y que me oprime

a decir sólo dél, y cantar cuanto

canto de los ingenios más cabales,

el licenciado Alonso de Morales.

Por la difícil cumbre va subiendo

al temp[l]o de la Fama, y se adelanta,

un generoso mozo, el cual, rompiendo

por la dificultad que más espanta,

tan presto ha de llegar allá, que entiendo

que en profecía ya la fama canta

del lauro que le tiene aparejado

al licenciado Hernando Maldonado.

La sabia frente del laurel honroso

adornada veréis de aquél que ha sido

en todas sciencias y artes tan famoso

que es ya por todo el orbe conoscido.

Edad dorada, siglo venturoso,

que gozar de tal hombre has merescido:

¿cuál siglo, cuál edad ahora te llega,

si en ti está Marco Antonio de la Vega?

Un Diego se me viene a la memoria,

que de Mendoza es cierto que se llama,

digno que sólo dél se hiciera historia

tal que llegara allí donde su fama.

Su sciencia y su virtud, que es tan notoria,

que ya por todo el orbe se derrama,

admira a los ausentes y presentes

de las remotas y cercanas gentes.

Un conoscido el alto Febo tiene;

¿qué digo un conoscido?, un verdadero

amigo, con quien sólo se entretiene,

que es de toda sciencia tesorero.

Y es éste que de industria se detiene

a no comunicar su bien entero,

Diego Durán, en quien contino dura

y durará el valor, ser y cordura.

¿Quién pensáis que es aquél que en voz sonora

sus ansias canta regaladamente,

aquél en cuyo pecho Febo mora,

el docto Orfeo y Arïón prudente?

Aquel que de los reinos del aurora

hasta los apartados de occidente

es conoscido, amado y estimado

por el famoso López Maldonado.

¿Quién pudiera loaros, mis pastores,

un pastor vuestro amado y conoscido,

pastor mejor de cuantos son mejores,

que de Fílida tiene el apellido?

La habi[li]dad, la sciencia, los primores,

el raro ingenio y el valor subido

de Luis de Montalvo, le aseguran

gloria y honor mientras los cielos duran.

El sacro Ibero, de dorado acanto,

de siempre verde yedra y blanca oliva

su frente adorne, y en alegre canto

su gloria y fama para siempre viva,

pues su antiguo valor ensalza tanto

que al fértil Nilo de su nombre priva

de Pedro de Liñán la sotil pluma,

de todo el bien de Apolo cifra y suma.

De Alonso de Valdés me está incitando

el raro y alto ingenio a que dél cante,

y que os vaya, pastores, declarando

que a los más raros pasa, y va adelante.

Halo mostrado ya, y lo va mostrando

en el fácil estilo y elegante

con que descubre el lastimado pecho

y alaba el mal qu’el fiero amor l’ha hecho.

Admíreos un ingenio en quien se encierra

todo cuanto pedir puede el deseo,

ingenio que, aunque vive acá en la tierra,

del alto cielo es su caudal y arreo.

Ora trate de paz, ora de guerra,

todo cuanto yo miro, escucho y leo

del celebrado Pedro de Padilla,

me causa nuevo gusto y maravilla.

Tú, famoso Gaspar Alfonso, ordenas,

según aspiras a inmortal subida,

que yo no pueda celebrarte apenas,

si te he de dar loor a tu medida.

Las plantas fertilísimas amenas

que nuestro celebrado monte anida,

todas ofrescen ricas laureolas

para ceñir y honrar tus sienes solas.

De Cristóbal de Mesa os digo cierto

que puede honrar vuestro sagrado valle;

no sólo en vida, más después de muerto

podéis con justo título alaballe.

De sus heroicos versos el concierto,

su grave y alto estilo, pueden dalle

alto y honroso nombre, aunque callara

la fama dél, y yo no me acordara.

Pues sabéis cuánto adorna y enriquece

vuestras riberas Pedro de Ribera,

dalde el honor, pastores, que meresce,

que yo seré en honrarle la primera.

Su dulce musa, su virtud, ofresce

un subjeto cabal donde pudiera

la fama y cien mil famas ocuparse,

y en solos sus loores estremarse.

Tú, que de Luso el sin igual tesoro

trujiste en nueva forma a la ribera

del fértil río, a quien el lecho de oro

tan famoso le hace adonde quiera,

con el debido aplauso y el decoro

debido a ti, Benito de Caldera,

y a tu ingenio sin par, prometo honrarte

y de lauro y de yedra coronarte.

De aquel que la cristiana poesía

tan en su punto ha puesto en tanta gloria,

haga la fama y la memoria mía

famosa para siempre su memoria.

De donde nasce adonde muere el día,

la sciencia sea y la bondad notoria

del gran Francisco de Guzmán, qu’el arte

de Febo sabe, ansí como el de Marte.

Del capitán Salcedo está bien claro

que llega su divino entendimiento

al punto más subido, agudo y raro

que puede imaginar el pensamiento.

Si le comparo, a él mesmo le comparo,

que no hay comparación que llegue a cuento

de tamaño valor, que la medida

ha de mostrar ser falta o ser torcida.

Por la curiosidad y entendimiento

de Tomás de Gracián, dadme licencia

que yo le escoja en este valle asiento

igual a su virtud, valor y sciencia,

el cual, si llega a su merescimiento,

será de tanto grado y preeminencia,

que, a lo que creo, pocos se le igualen:

tanto su ingenio y sus virtudes valen.

Agora, hermanas bellas, de improviso,

Baptista de Vivar quiere alabaros

con tanta discreción, gala y aviso,

que podáis, siendo musas, admiraros.

No cantará desdenes de Narciso,

que a Eco solitaria cuestan caros,

sino cuidados suyos que han nascido

entre alegre esperanza y triste olvido.

Un nuevo espanto, un nuevo asombro y miedo

me acude y sobresalta en este punto,

sólo por ver que quiero y que no puedo

subir de honor al más subido punto

al grave Baltasar, que de Toledo

el sobrenombre tiene, aunque barrunto

que de su docta pluma el alto vuelo

le ha de subir hasta el impíreo cielo.

Muestra en un ingenio la experiencia

que en años verdes y en edad temprana

hace su habitación ansí la sciencia,

como en la edad madura, antigua y cana.

No entraré con alguno en competencia

que contradiga una verdad tan llana,

y más si acaso a sus oídos llega

que lo digo por vos, Lope de Vega.

De pacífica oliva coronado,

ante mi entendimiento se presenta

agora el sacro Betis, indignado,

y de mi inadvertencia se lamenta.

Pide que en el discurso comenzado,

de los raros ingenios os dé cuenta

que en sus riberas moran, y yo ahora

harélo con la voz muy más sonora.

Mas, ¿qué haré, que en los primeros pasos

que doy descubro mil estrañas cosas,

otros mil nuevos Pindos y Parnasos,

otros coros de hermanas más hermosas,

con que mis altos bríos quedan lasos,

y más cuando, por causas milagrosas,

oigo cualquier sonido servir de eco,

cuando se nombra el nombre de Pacheco?

Pacheco es éste, con quien tiene Febo

y las hermanas tan discretas mías

nueva amistad, discreto trato y nuevo

desde sus tiernos y pequeños días.

Yo desde entonces hasta agora llevo

por tan estrañas desusadas vías

su ingenio y sus escriptos, que han llegado

al título de honor más encumbrado.

En punto estoy donde, por más que diga

en alabanza del divino Herrera,

será de poco fruto mi fatiga,

aunque le suba hasta la cuarta esfera.

Mas, si soy sospechosa por amiga,

sus obras y su fama verdadera

dirán que en sciencias es Hernando solo

del Gange al Nilo, y de uno al otro polo.

De otro Fernando quiero daros cuenta,

que de Cangas se nombra, en quien se admira

el suelo, y por quien vive y se sustenta

la sciencia en quien al sacro lauro aspira.

Si al alto cielo algún ingenio intenta

de levantar y de poner la mira,

póngala en éste sólo, y dará al punto

en el más ingenioso y alto punto.

De don Cristóbal, cuyo sobrenombre

es de Villar[r]oel, tened creído

que bien meresce que jamás su nombre

toque las aguas negras del olvido.

Su ingenio admire, su valor asombre,

y el ingenio y valor sea conoscido

por el mayor estremo que descubre

en cuanto mira el sol o el suelo encubre.

Los ríos de elocuencia que del pecho

del grave antiguo Cicerón manaron;

los que al pueblo de Atenas satisfecho

tuvieron y a Demóstenes honraron;

los ingenios qu’el tiempo ha ya deshecho,

que tanto en los pasados se estimaron,

humíllense a la sciencia alta y divina

del maestro Francisco de Medina.

Puedes, famoso Betis, dignamente

al Mincio, al Arno, al Tibre aventajarte,

y alzar contento la sagrada frente

y en nuevos anchos senos dilatarte,

pues quiso el cielo, que en tu bien consiste,

tal gloria, tal honor, tal fama darte,

cual te la adquiere a tus riberas bellas

Baltasar del Alcázar, que está en ellas.

Otro veréis en quien veréis cifrada

del sacro Apolo la más rara sciencia,

que en otros mil subjectos derramada,

hace en todos de sí grave aparencia.

Mas, en este subjeto mejorada,

asiste en tantos grados de excelencia,

que bien puede Mosquera, el licenciado,

ser como el mesmo Apolo celebrado.

No se desdeña aquel varón prudente,

que de sciencias adorna y enriquesce

su limpio pecho, de mirar la fuente

que en nuestro monte en sabias aguas cresce;

antes, en la sin par clara corriente

tanto la sed mitiga, que floresce

por ello el claro nombre acá en la tierra

del gran doctor Domingo de Becerra.

Del famoso Espinel cosas diría

que exceden al humano entendimiento,

de aquellas sciencias que en su pecho cría

el divino de Febo sacro aliento;

mas, pues no puede de la lengua mía

decir lo menos de lo más que siento,

no diga más sino que al cielo aspira,

ora tome la pluma, ora la lira.

Si queréis ver en una igual balanza

al rubio Febo y colorado Marte,

procurad de mirar al gran Carranza,

de quien el uno y otro no se parte.

En él veréis, amigas, pluma y lanza

con tanta discreción, destreza y arte,

que la destreza, en partes dividida,

la tiene a sciencia y arte reducida.

De Lázaro Luis Iranzo, lira

templada había de ser más que la mía,

a cuyo son cantase el bien que inspira

en él el cielo, y el valor que cría.

Por las sendas de Marte y Febo aspira

a subir do la humana fantasía

apenas llega; y él, sin duda alguna,

llegará contra el hado y la fortuna.

Baltasar de Escobar, que agora adorna

del Tíber las riberas tan famosas,

y con su larga ausencia desadorna

las del sagrado Betis espaciosas;

fértil ingenio, si por dicha torna

al patrio amado suelo, a sus honrosas

y juveniles sienes les ofrezco

el lauro y el honor que yo merezco.

¿Qué título, qué honor, qué palma o lauro

se le debe a Juan Sanz, que de Zumeta

se nombra, si del Indo al Rojo Mauro

cual su musa no hay otra tan perfecta?

Su fama aquí de nuevo le restauro

con deciros, pastores, cuán acepta

será de Apolo cualquier honra y lustre

que a Zumeta hagáis que más le lustre.

Dad a Juan de las Cuevas el debido

lugar, cuando se ofrezca en este asiento,

pastores, pues lo tiene merescido

su dulce musa y raro entendimiento.

Sé que sus obras del eterno olvido,

a despecho y pesar del violento

curso del tiempo, librarán su nombre,

quedando con un claro alto renombre.

Pastores, si le viéredes, honraldo

al famoso varón que os diré ahora

y en graves dulces versos celebraldo,

como a quien tanto en ellos se mejora.

El sobrenombre tiene de Vivaldo;

de Adam el nombre, el cual ilustra y dora

con su florido ingenio y excelente

la venturosa nuestra edad presente.

Cual suele estar de variadas flores

adorno y rico el más florido mayo,

tal de mil varias sciencias y primores

está el ingenio de don Juan Aguayo.

Y, aunque más me detenga en sus loores,

sólo sabré deciros que me ensayo

ahora, y que otra vez os diré cosas

tales que las tengáis por milagrosas.

De Juan Gutiérrez Rufo el claro nombre

quiero que viva en la inmortal memoria,

y que al sabio y al simple admire, asombre

la heroica que compuso ilustre historia.

Déle el sagrado Betis el renombre

que su estilo meresce; denle gloria

los que pueden y saben; déle el cielo

igual la fama a su encumbrado vuelo.

En don Luis de Góngora os ofrezco

un vivo raro ingenio sin segundo;

con sus obras me alegro y enriquezco

no sólo yo, mas todo el ancho mundo.

Y si, por lo que os quiero, algo merezco,

haced que su saber alto y profundo

en vuestras alabanzas siempre viva

contra el ligero tiempo y muerte esquiva.

Ciña el verde laurel, la verde yedra,

y aun la robusta encina, aquella frente

de Gonzalo Cervantes Saavedra,

pues la deben ceñir tan justamente.

Por él la sciencia más de Apolo medra;

en él Marte nos muestra el brío ardiente

de su furor, con tal razón medido

que por él es amado y es temido.

Tú, que de Celidón, con dulce plectro

heciste resonar el nombre y fama,

cuyo admirable y bien limado metro

a lauro y triunfo te convida y llama,

rescibe el mando, la corona y cetro,

Gonzalo Gómez, désta que te ama,

en señal que meresce tu persona

el justo señorío de Helicona.

Tú, Dauro, de oro conoscido río,

cual bien agora puedes señalarte,

y con nueva corriente y nuevo brío

al apartado Idaspe aventajarte,

pues Gonzalo Mateo de Berrío

tanto procura con su ingenio honrarte,

que ya tu nombre la parlera fama,

por él, por todo el mundo le derrama.

Tejed de verde lauro una corona,

pastores, para honrar la digna frente

del licenciado Soto Barahona,

varón insigne, sabio y elocuente.

En él el licor sancto de Helicona,

si se perdiera en la sagrada fuente,

se pudiera hallar, ¡oh estraño caso!,

como en las altas cumbres del Parnaso.

De la región antártica podría

eternizar ingenios soberanos,

que si riquezas hoy sustenta y cría,

también entendimientos sobrehumanos.

Mostrarlo puedo en muchos este día,

y en dos os quiero dar llenas las manos:

uno, de Nueva España y nuevo Apolo;

del Perú, el otro, un sol único y solo.

Francisco, el uno, de Terrazas, tiene

el nombre acá y allá tan conoscido,

cuya vena caudal nueva Hipocrene

ha dado al patrio venturoso nido.

La mesma gloria al otro igual le viene,

pues su divino ingenio ha producido

en Arequipa eterna primavera,

que éste es Diego Martínez de Ribera.

Aquí, debajo de felice estrella,

un resplandor salió tan señalado,

que de su lumbre la menor centella

nombre de oriente al occidente ha dado.

Cuando esta luz nasció, nasció con ella

todo el valor, nasció Alonso Picado;

nasció mi hermano y el de Palas junto,

que ambas vimos en él vivo transumpto.

Pues si he de dar la gloria a ti debida,

gran Alonso de Estrada, hoy eres digno

que no se cante así tan de corrida

tu ser y entendimiento peregrino.

Contigo está la tierra enriquescida

que al Betis mil tesoros da contino,

y aun no da el cambio igual: que no hay tal paga

que a tan dichosa deuda satisfaga.

Por prenda rara desta tierra ilustre,

claro don Juan, te nos ha dado el cielo,

de Ávalos gloria, y de Ribera lustre,

honra del proprio y del ajeno suelo.

Dichosa España, do por más de un lustre

muestra serán tus obras y modelo

de cuanto puede dar naturaleza

de ingenio claro y singular nobleza.

El que en la dulce patria está contento,

las puras aguas de Limar gozando,

la famosa ribera, el fresco viento

con sus divinos versos alegrando,

venga, y veréis por summa deste cuento,

su heroico brío y discreción mirando,

que es Sancho de Ribera, en toda parte

Febo primero, y sin segundo Marte.

Este mesmo famoso insigne valle

un tiempo al Betis usurpar solía

un nuevo Homero, a quien podemos dalle

la corona de ingenio y gallardía.

Las Gracias le cortaron a su talle,

y el cielo en todas lo mejor le envía;

éste, ya en vuestro Tajo conoscido,

Pedro de Montesdoca es su apellido.

En todo cuanto pedirá el deseo,

un Diego ilustre de Aguilar admira,

un águila real que en vuelo veo

alzarse a do llegar ninguno aspira.

Su pluma entre cien mil gana trofeo,

que, ante ella, la más alta se retira;

su estilo y su valor tan celebrado

Guánuco lo dirá, pues lo ha gozado.

Un Gonzalo Fernández se me ofresce,

gran capitán del escuadrón de Apolo,

que hoy de Sotomayor ensoberbece

el nombre, con su nombre heroico y solo.

En verso admira, y en saber floresce

en cuanto mira el uno y otro polo;

y si en la pluma en tanto grado agrada,

no menos es famoso por la espada.

De un Enrique Garcés, que al piruano

reino enriquece, pues con dulce rima,

con subtil, ingeniosa y fácil mano,

a la más ardua empresa en él dio cima,

pues en dulce español al gran toscano

nuevo lenguaje ha dado y nueva estima,

¿quién será tal que la mayor le quite,

aunque el mesmo Petrarca resucite?

Un Rodrigo Fernández de Pineda,

cuya vena inmortal, cuya excelente

y rara habilidad gran parte hereda

del licor sacro de la equina fuente,

pues cuanto quiere dél no se le veda,

pues de tal gloria goza en occidente,

tenga también aquí tan larga parte,

cual la merescen hoy su ingenio y parte.

Y tú, que al patrio Betis has tenido

lleno de envidia, y con razón quejoso

de que otro cielo y otra tierra han sido

testigos de tu canto numeroso,

alégrate, que el nombre esclarescido

tuyo, Juan de Mestanza, generoso,

sin segundo será por todo el suelo

mientras diere su luz el cuarto cielo.

Toda la suavidad que en dulce vena

se puede ver, veréis en uno solo,

que al son sabroso de su musa enfrena

la furia al mar, el curso al dios Eolo.

El nombre déste es Baltasar de Orena,

cuya fama del uno al otro polo

corre ligera, y del oriente a ocaso,

por honra verdadera de Parnaso.

Pues de una fértil y preciosa planta,

de allá traspuesta en el mayor collado

que en toda la Tesalia se levanta,

planta que ya dichoso fruto ha dado,

callaré yo lo que la fama canta

del ilustre don Pedro de Alvarado,

ilustre, pero ya no menos claro,

por su divino ingenio, al mundo raro.

Tú, que con nueva musa extraordinaria,

Cairasco, cantas del amor el ánimo

y aquella condición del vulgo varia

donde se opone al fuerte el pusilánimo;

si a este sitio de la Gran Canaria

vinieres, con ardor vivo y magnánimo

mis pastores ofrecen a tus méritos

mil lauros, mil loores beneméritos.

¿Quién es, ¡oh anciano Tormes!, el que niega

que no puedes al Nilo aventajarte,

si puede sólo el licenciado Vega

más que Títiro al Mincio celebrarte?

Bien sé, Damián, que vuestro ingenio llega

do alcanza deste honor la mayor parte,

pues sé, por muchos años de experiencia,

vuestra tan sin igual virtud y sciencia.

Aunque el ingenio y la elegancia vuestra,

Francisco Sánchez, se me concediera,

por torpe me juzgara y poco diestra,

si a querer alabaros me pusiera.

Lengua del cielo única y maestra

tiene de ser la que por la carrera

de vuestras alabanzas se dilate,

que hacerlo humana lengua es disparate.

Las raras cosas y en estilo nuevas

que un espíritu muestran levantado,

en cien mil ingeniosas, arduas pruebas,

por sabio conoscido y estimado,

hacen que don Francisco de las Cuevas

por mí sea dignamente celebrado,

en tanto que la fama pregonera

no detuviere su veloz carrera.

Quisiera rematar mi dulce canto

en tal sazón, pastores, con loaros

un ingenio que al mundo pone espanto

y que pudiera en éstasis robaros.

En él cifro y recojo todo cuanto

he mostrado hasta aquí y he de mostraros:

Fray Luis de León es el que digo,

a quien yo reverencio, adoro y sigo.

¿Qué modos, qué caminos o qué vías

de alabar buscaré para qu’el nombre

viva mil siglos de aquel gran Matías

que de Zúñiga tiene el sobrenombre?

A él se den las alabanzas mías,

que, aunque yo soy divina y él es hombre,

por ser su ingenio, como lo es, divino,

de mayor honra y alabanza es digno.

Volved el presuroso pensamiento

a las riberas de Pisuerga bellas:

veréis que augmentan este rico cuento

claros ingenios con quien se honran ellas.

Ellas no sólo, sino el firmamento,

do lucen las claríficas estrellas,

honrarse puede bien cuando consigo

tenga allá los varones que aquí digo.

Vos, Damasio de Frías, podéis solo

loaros a vos mismo, pues no puede

hacer, aunque os alabe el mesmo Apolo,

que en tan justo loor corto no quede.

Vos sois el cierto y el seguro polo

por quien se guía aquel que le sucede

en el mar de las sciencias buen pasaje,

propicio viento y puerto en su viaje.

Andrés Sanz de Portillo, tú me envía

aquel aliento con que Febo mueve

tu sabia pluma y alta fantasía,

porque te dé el loor que se te debe.

Que no podrá la ruda lengua mía,

por más caminos que aquí tiente y pruebe,

hallar alguno así cual le deseo

para loar lo que en ti siento y veo.

Felicísimo ingenio, que te encumbras

sobre el que más Apolo ha levantado,

y con tus claros rayos nos alumbras

y sacas del camino más errado;

y, aunque ahora con ella me deslumbras

y tienes a mi ingenio alborotado,

yo te doy sobre muchos palma y gloria,

pues a mí me la has dado, doctor Soria.

Si vuestras obras son tan estimadas,

famoso Cantoral, en toda parte,

serán mis alabanzas escusadas,

si en nuevo modo no os alabo, y arte.

Con las palabras más calificadas,

con cuanto ingenio el cielo en mí reparte,

os admiro y alabo aquí callando,

y llego do llegar no puedo hablando.

Tú, Hierónimo Vaca y de Quiñones,

si tanto me he tardado en celebrarte,

mi pasado descuido es bien perdones,

con la enmienda que ofrezco de mi parte.

De hoy más en claras voces y pregones,

en la cubierta y descubierta parte

del ancho mundo, haré con clara llama

lucir tu nombre y estender tu fama.

Tu verde y rico margen, no de nebro,

ni de ciprés funesto enriquescido,

claro, abundoso y conoscido Ebro,

sino de lauro y mirto florescido,

ahora como puedo le celebro,

celebrando aquel bien qu’han concedido

el cielo a tus riberas, pues en ellas

moran ingenios claros más que estrellas.

Serán testigo desto dos hermanos,

dos luceros, dos soles de poesía,

a quien el cielo con abiertas manos

dio cuanto ingenio y arte dar podía.

Edad temprana, pensamientos canos,

maduro trato, humilde fantasía,

labran eterna y digna laureola

a Lupercio Leonardo de Argensola.

Con sancta envidia y competencia sancta

parece qu’el menor hermano aspira

a igualar al mayor, pues se adelanta

y sube do no llega humana mira.

Por esto escribe y mil sucesos canta

con tan suave y acordada lira,

que este Bartolomé menor meresce

lo que al mayor, Lupercio, se le ofresce.

Si el buen principio y medio da esperanza

que el fin ha de ser raro y excelente,

en cualquier caso ya mi ingenio alcanza

qu’el tuyo has de encumbrar, Cosme Pariente.

Y así, puedes, con cierta confianza,

prometer a tu sabia honrosa frente

la corona que tiene merescida

tu claro ingenio, tu inculpable vida.

En soledad, del cielo acompañado,

vives, ¡oh gran Morillo!, y allí muestras

que nunca dejan tu cristiano lado

otras musas más sanctas y más diestras.

De mis hermanas fuiste alimentado,

y ahora, en pago dello, nos adiestras

y enseñas a cantar divinas cosas,

gratas al cielo, al suelo provechosas.

Turia, tú que otra vez con voz sonora

cantaste de tus hijos la excelencia,

si gustas de escuchar la mía ahora,

formada no en envidia o competencia,

oirás cuánto tu fama se mejora

con los que yo diré, cuya presencia,

valor, virtud, ingenio, te enriquecen

y sobre el Indo y Gange te engrandecen.

¡Oh tú, don Juan Coloma, en cuyo seno

tanta gracia del cielo se ha encerrado,

que a la envidia pusiste en duro freno

y en la fama mil lenguas has criado,

con que del gentil Tajo al fértil Reno

tu nombre y tu valor va levantado!

Tú, conde de Elda, en todo tan dichoso,

haces el Turia más qu’el Po famoso.

Aquel en cuyo pecho abunda y llueve

siempre una fuente que es por él divina,

y a quien el coro de sus lumbres nueve

como a señor con gran razón se inclina,

a quien único nombre se le debe

de la etíope hasta la gente austrina,

don Luis Garcerán es sin segundo,

maestre de Montesa y bien del mundo.

Meresce bien en este insigne valle

lugar ilustre, asiento conoscido,

aquel a quien la fama quiere dalle

el nombre que su ingenio ha merescido.

Tenga cuidado el cielo de loalle,

pues es del cielo su valor crescido:

el cielo alabe lo que yo no puedo

del sabio don Alonso Rebolledo.

Alzas, doctor Falcón, tan alto el vuelo,

que al águila caudal atrás te dejas,

pues te remontas con tu ingenio al cielo

y deste valle mísero te alejas.

Por esto temo y con razón recelo

que, aunque te alabe, formarás mil quejas

de mí, porque en tu loa noche y día

no se ocupa la voz y lengua mía.

Si tuviera, cual tiene la Fortuna,

la dulce poesía varia rueda,

ligera y más movible que la luna,

que ni estuvo, ni está, ni estará queda,

en ella, sin hacer mudanza alguna,

pusiera sólo a Micer Artieda,

y el más alto lugar siempre ocupara,

por sciencias, por ingenio y virtud rara.

Todas cuantas bien dadas alabanzas

diste a raros ingenios, ¡oh Gil Polo!,

tú las mereces solo y las alcanzas,

tú las alcanzas y mereces solo.

Ten ciertas y seguras esperanzas

que en este valle un nuevo mauseolo

te harán estos pastores, do guardadas

tus cenizas serán y celebradas.

Cristóbal de Virués, pues se adelanta

tu sciencia y tu valor tan a tus años,

tú mesmo aquel ingenio y virtud canta

con que huyes del mundo los engaños.

Tierna, dichosa y bien nascida planta,

yo haré que en proprios reinos y en estraños

el fruto de tu ingenio levantado

se conozca, se admire y sea estimado.

Si conforme al ingenio que nos muestra

Silvestre de Espinosa, así se hubiera

de loar, otra voz más viva y diestra,

más tiempo y más caudal menester fuera.

Mas, pues la mía a su intención adiestra,

yo [le] daré por paga verdadera,

con el bien que del dios de Delo tiene,

el mayor de las aguas de Hipocrene.

Entre éstos, como Apolo, venir veo,

hermoseando al mundo con su vista,

al discreto galán García Romeo,

dignísimo de estar en esta lista.

Si la hija del húmido Peneo,

de quien ha sido Ovidio coronista,

en campos de Tesalia le hallara,

en él y no en laurel se transformara.

Rompe el silencio y sancto encerramiento,

traspasa el aire, al cielo se levanta

de fray Pedro de Huete aquel acento

de su divina musa, heroica y sancta.

Del alto suyo raro entendimiento

cantó la fama, ha de cantar y canta,

llevando, para dar al mundo espanto,

sus obras por testigos de su canto.

Tiempo es ya de llegar al fin postrero,

dando principio a la mayor hazaña

que jamás emprendí, la cual espero

que ha de mover al blando Apolo a saña,

pues, con ingenio rústico y grosero,

a dos soles que alumbran vuestra España

–no sólo a España, mas al mundo todo–

pienso loar, aunque me falte el modo.

De Febo la sagrada honrosa sciencia,

la cortesana discreción madura,

los bien gastados años, la experiencia,

que mil sanos consejos asegura;

la agudeza de ingenio, el advertencia

en apuntar y en descubrir la escura

dificultad y duda que se ofrece,

en estos soles dos sólo floresce.

En ellos un epílogo, pastores,

del largo canto mío ahora hago,

y a ellos enderezo los loores

cuantos habéis oído, y no los pago:

que todos los ingenios son deudores

a estos de quien yo me satisfago;

satisfácese dellos todo el suelo,

y aun los admira, porque son del cielo.

Estos quiero que den fin a mi canto,

y a nueva admiración comienzo;

y si pensáis que en esto me adelanto,

cuando os diga quién son, veréis que os venzo.

Por ellos hasta el cielo me levanto,

y sin ellos me corro y me avergüenzo:

tal es Laínez, tal es Figueroa,

dignos de eterna y de incesable loa.

No había aún bien acabado la hermosa ninfa los últimos acentos de su sabroso canto, cuando, tornándose a juntar las llamas, que divididas estaban, la cerraron en medio, y luego poco a poco consumiéndose, en breve espacio desapareció el ardiente fuego y la discreta musa delante de los ojos de todos, a tiempo que ya la clara aurora comenzaba a descubrir sus frescas y rosadas mejillas por el espacioso cielo, dando alegres muestras del venidero día. Y luego el venerable Telesio, puniéndose encima de la sepultura de Meliso, y rodeado de toda la agradable compañía que allí estaba, prestándole todos una agradable atención y estraño silencio, desta manera comenzó a decirles:

–Lo que esta pasada noche en este mesmo lugar y por vuestros mesmos ojos habéis visto, discretos y gallardos pastores y hermosas pastoras, os habrá dado a entender cuán acepta es al cielo la loable costumbre que tenemos de hacer estos anales sacrificios y honrosas obsequias por las felices almas de los cuerpos que por decreto vuestro en este famoso valle tener sepultura merescieron. Dígoos esto, amigos míos, porque de aquí adelante con más fervor y diligencia acudáis a poner en efecto tan sancta y famosa obra, pues ya veis de cuán raros y altos espíritus nos ha dado noticia la bella Calíope, que todos son dignos, no sólo de las vuestras, pero de todas las posibles alabanzas. Y no penséis que es pequeño el gusto que he rescibido en saber por tan verdadera relación cuán grande es el número de los divinos ingenios que en nuestra España hoy viven, porque siempre ha estado y está en opinión de todas las naciones estranjeras que no son muchos, sino pocos, los espíritus que en la sciencia de la poesía en ella muestran que le tienen levantado, siendo tan al revés como se parece, pues cada uno de los que la ninfa ha nombrado al más agudo estranjero se aventaja, y darían claras muestras dello, si en esta nuestra España se estimase en tanto la poesía como en otras provincias se estima. Y así, por esta causa, los insignes y claros ingenios que en ella se aventajan, con la poca estimación que dellos los príncipes y el vulgo hacen, con solos sus entendimientos comunican sus altos y estraños conceptos, sin osar publicarlos al mundo; y tengo para mí que el cielo debe de ordenarlo desta manera, porque no meresce el mundo ni el mal considerado siglo nuestro gozar de manjares al alma tan gustosos. Mas, porque me parece, pastores, que el poco sueño desta pasada noche y las largas ceremonias nuestras os tendrán algún tanto fatigados y deseosos de reposo, será bien que, haciendo lo poco que nos falta para cumplir nuestro intento, cada uno se vuelva a su cabaña o al aldea, llevando en la memoria lo que la musa nos deja encomendado.

Y, en diciendo esto, se abajó de la sepultura; y, tornándose a coronar de nuevas y funestas ramas, tornó a rodear la pira tres veces, siguiéndole todos y acompañándole en algunas devotas oraciones que decía. Esto acabado, teniéndole todos en medio, volvió el grave rostro a una y otra parte, y, bajando la cabeza y mostrando agradescido semblante y amorosos ojos, se despidió de toda la compañía, la cual, yéndose quién por una y quién por otra parte de las cuatro salidas que aquel sitio tenía, en poco espacio se deshizo y dividió toda, quedando solos los del aldea de Aurelio, y con ellos Timbrio, Silerio, Nísida y Blanca, con los famosos pastores Elicio, Tirsi, Damón, Lauso, Erastro, Daranio, Arsindo y los cuatro lastimados Orompo, Marsilo, Crisio y Orfinio, con las pastoras Galatea, Florisa, Silveria y su amiga Belisa, por quien Marsilo moría. Juntos, pues, todos estos, el venerable Aurelio les dijo que sería bien partirse luego de aquel lugar, para llegar a tiempo de pasar la siesta en el arroyo de las Palmas, pues tan acomodado sitio era para ello. A todos pareció bien lo que Aurelio decía; y luego, con reposados pasos, hacia donde él dijo se encaminaron. Mas, como la hermosa vista de la pastora Belisa no dejase reposar los espíritus de Marsilo, quisiera él, si pudiera y le fuera lícito, llegarse a ella y decirle la sinrazón que con él usaba; mas, por no perder el decoro que a la honestidad de Belisa se debía, estábase el triste más mudo de lo que había menester su deseo. Los mesmos efectos y accidentes hacía amor en las almas de los enamorados Elicio y Erastro, que cada cual por sí quisiera decir a Galatea lo que ya ella bien sabía. A esta sazón, dijo Aurelio:

–No me parece bien, pastores, que os mostréis tan avaros que no queráis corresponder y pagar lo que debéis a las calandrias y ruiseñoles y a los otros pintados pajarillos que por entre estos árboles con su no aprendida y maravillosa armonía os van entretiniendo y regocijando. Tocad vuestros instrumentos y levantad vuestras sonoras voces, y mostraldes que el arte y destreza vuestra en la música a la natural suya se aventaja; y con tal entretenimiento sentiremos menos la pesadumbre del camino y los rayos del sol, que ya parece que van amenazando el rigor con que esta siesta han de herir la tierra.

Poco fue menester para ser Aurelio obedecido, porque luego Erastro tocó su zampoña y Arsindo su rabel, al son de los cuales instrumentos, dando todos la mano a Elicio, él comenzó a cantar desta manera:

Elicio

Por lo imposible peleo,

y si quiero retirarme,

ni paso ni senda veo;

que hasta vencer o acabarme,

tras sí me lleva el deseo.

Y, aunque sé que aquí es forzoso

antes morir que vencer,

cuando estoy más peligroso,

entonces vengo a tener

mayor fe en lo más dudoso.

El cielo que me condemna

a no esperar buena andanza,

me da siempre a mano llena,

sin las sombras de esperanza,

mil certidumbres de pena.

Mas mi pecho valeroso,

que se abrasa y se resuelve

en vivo fuego amoroso,

en contracambio, le vuelve

mayor fe en lo más dudoso.

Inconstancia, firme duda,

falsa fe, cierto temor,

voluntad de amor desnuda,

nunca turban el amor

que de firme no se muda.

Vuele el tiempo presuroso,

suceda ausencia o desdén,

crezca el mal, mengüe el reposo,

que yo tendré por mi bien

mayor fe en lo más dudoso.

¿No es conoscida locura

y notable desvarío

querer yo lo que ventura

me niega, y el hado mío

y la suerte no asegura?

De todo estoy temeroso;

no hay gusto que me entretenga,

y en trance tan peligroso,

me hace el amor que tenga

mayor fe en lo más dudoso.

Alcanzo de mi dolor

que está en tal término puesto,

que llega donde el amor;

y el imaginar en esto,

tiempla en parte su rigor.

De pobre y menesteroso,

doy a la imaginación

alivio tan congojoso,

porque tenga el corazón

mayor fe en lo más dudoso.

Y más agora, que vienen

de golpe todos los males;

y para que más me penen,

aunque todos son mortales,

en la vida me entretienen.

Mas, en fin, si un fin hermoso

nuestra vida en honra sube,

el mío me hará famoso,

porque en muerte y vida tuve

mayor fe en lo más dudoso.

Parecióle a Marsilo que lo que Elicio había cantado tan a su propósito hacía, que quiso seguirle en el mesmo concepto; y así, sin esperar que otro le tomase la mano, al son de los mesmos instrumentos, desta manera comenzó a cantar:

Marsilo

¡Cuán fácil cosa es llevarse

el viento las esperanzas

que pudieron fabricarse

de las vanas confianzas

que suelen imaginarse!

Todo concluye y fenece:

las esperanzas de amor,

los medios qu’el tiempo ofresce;

mas en el buen amador

sola la fe permanece.

Ella en mí tal fuerza alcanza,

que, a pesar de aquel desdén,

lleno de desconfianza,

siempre me asegura un bien

que sustenta la esperanza.

Y, aunqu’el amor desfallece

en el blanco, airado pecho

que tanto mis males cresce,

en el mío, a su despecho,

sola la fe permanece.

Sabes, amor, tú, que cobras

tributo de mi fe cierta,

y tanto en cobrarle sobras,

que mi fe nunca fue muerta,

pues se aviva con mis obras.

Y sabes bien que descrece

toda mi gloria y contento

cuanto más tu furia cresce,

y que en mi alma de asiento

sola la fe permanece.

Pero si es cosa notoria,

y no hay poner duda en ella,

que la fe no entra en la gloria,

yo, que no estaré sin ella,

¿qué triunfo espero o victoria?

Mi sentido desvanece

con el mal que se figura;

todo el bien desaparece;

y entre tanta desventura,

sola la fe permanece.

Con un profundo sospiro dio fin a su canto el lastimado Marsilo; y luego Erastro, dando su zampoña, sin más detenerse, desta manera comenzó a cantar:

Erastro

En el mal que me lastima

y en el bien de mi dolor,

es mi fe de tanta estima

que ni huye del temor,

ni a la esperanza se arrima.

No la turba o desconcierta

ver que está mi pena cierta

en su difícil subida,

ni que consumen la vida

fe viva, esperanza muerta.

Milagro es éste en mi mal;

mas eslo porque mi bien,

si viene, venga a ser tal,

que, entre mil bienes, le den

la palma por principal.

La fama, con lengua experta,

dé al mundo noticia cierta

qu’el firme amor se mantiene

en mi pecho, adonde tiene

fe viva, esperanza muerta.

Vuestro desdén riguroso

y mi humilde merescer,

me tienen tan temeroso

que, ya que os supe querer,

ni puedo hablaros, ni oso.

Veo de contino abierta

a mi desdicha la puerta,

y que acabo poco a poco,

porque con vos valen poco

fe viva, esperanza muerta.

No llega a mi fantasía

un tan loco desvaneo,

como es pensar que podría

el menor bien que deseo

alcanzar por la fe mía.

Podéis, pastora, estar cierta

qu’el alma rendida acierta

a amaros cual merecéis,

pues siempre en ella hallaréis

fe viva, esperanza muerta.

Calló Erastro; y luego, el ausente Crisio, al son de los mesmos instrumentos, desta suerte comenzó a cantar:

Crisio

Si a las veces desespera

del bien la firme afición,

quien desmaya en la carrera

de la amorosa pasión,

¿qué fruto o qué premio espera?

Yo no sé quien se asegura

gloria, gustos y ventura

por un ímpetu amoroso,

si en él y en el más dichoso

no es fe la fe que no dura.

En mil trances ya sabidos

se han visto, y en los de amores,

los soberbios y atrevidos,

al principio vencedores,

y a la fin quedar vencidos.

Sabe el que tiene cordura

que en la firmeza se apura

el triunfo de la batalla,

y sabe que, aunque se halla,

no es fe la fe que no dura.

En el que quisiere amar

no más de por su contento,

es imposible durar

en su vano pensamiento

la fe que se ha de guardar.

Si en la mayor desventura

mi fe tan firme y segura

como en el bien no estuviera,

yo mismo della dijera:

no es fe la fe que no dura.

El ímpetu y ligereza

de un nuevo amador insano,

los llantos y la tristeza,

son nubes que en el verano

se deshacen con presteza.

No es amor el que le apura,

sino apetito y locura,

pues cuando quiere, no quiere:

no es amante el que no muere,

no es fe la fe que no dura.

A todos pareció bien la orden que los pastores en sus canciones guardaban, y con deseo atendían a que Tirsi o Damón comenzasen; mas presto se le cumplió Damón, pues, en acabando Crisio, al son de su mesmo rabel, cantó desta manera:

Damón

Amarili, ingrata y bella,

¿quién os podrá enternecer,

si os vienen a endurescer

las ansias de mi querella

y la fe de mi querer?

¡Bien sabéis, pastora, vos

que en el amor que mantengo

a tan alto estremo vengo

que, después de la de Dios,

sola es fe la fe que os tengo!

Y, puesto que subo tanto

en amar cosa mortal,

tal bien encierra mi mal,

que al alma por él levanto

a su patria natural.

Por esto conozco y sé

que tal es mi amor, tan luengo

como muero y me entretengo,

y que, si en amor hay fe,

sola es fe la fe que os tengo.

Los muchos años gastados

en amorosos servicios,

del alma los sacrificios,

de mi fe y de mis cuidados

dan manifiestos indicios.

Por esto no os pediré

remedio al mal que sostengo;

y si a pedírosle vengo,

es, Amarili, porque

sola es fe la fe que os tengo.

En el mar de mi tormenta

jamás he visto bonanza,

y aquella alegre esperanza

con quien la fe se sustenta,

de la mía no se alcanza.

Del amor y de fortuna

me quejo; mas no me vengo,

pues por ellas a tal vengo

que, sin esperanza alguna,

sola es fe la fe que os tengo.

El canto de Damón acabó de confirmar en Timbrio y en Silerio la buena opinión que del raro ingenio de los pastores que allí estaban habían concebido; y más cuando, a persuasión de Tirsi y de Elicio, el ya libre y desdeñoso Lauso, al son de la flauta de Arsindo, soltó la voz en semejantes versos:

Lauso

Rompió el desdén tus cadenas,

falso amor, y a mi memoria

el mesmo ha vuelto la gloria

de la ausencia de tus penas.

Llame mi fe quien quisiere

antojadiza, y no firme,

y en su opinión me confirme

como más le pareciere.

Diga que presto olvidé,

y que de un sotil cabello,

que un soplo pudo rompello,

colgada estaba mi fe.

Digan que fueron fingidos

mis llantos y mis sospiros,

y que del Amor los tiros

no pasaron mis vestidos.

Que no el ser llamado vano

y mudable me atormenta,

a trueco de ver esenta

mi cerviz del yugo insano.

Sé yo bien quién es Silena

y su condición estraña,

y que asegura y engaña

su apacible faz serena.

A su estraña gravedad

y a sus bajos bellos ojos,

no es mucho dar los despojos

de cualquiera voluntad.

Esto en la vista primera;

mas, después de conoscida,

por no verla, dar la vida,

y más, si más se pudiera.

Silena del cielo y mía,

muchas veces la llamaba

porque tan hermosa estaba

que del cielo parecía;

Mas ahora, sin recelo,

mejor la podré llamar

serena falsa del mar,

que no Silena del cielo.

Con los ojos, con la pluma,

con las veras y los juegos,

de amantes vanos y ciegos

prende innumerable suma.

Siempre es primero el postrero;

mas el más enamorado

al cabo es tan maltratado

cuanto querido primero.

¡Oh cuánto más se estimara

de Silena la hermosura,

si el proceder y cordura

a su belleza igualara!

No le falta discreción;

mas empléala tan mal,

que le sirve de dogal

que ahoga su presumpción.

Y no hablo de corrido,

pues sería apasionado,

pero hablo de engañado

y sin razón ofendido.

Ni me ciega la pasión,

ni el deseo de su mengua:

que siempre siguió mi lengua

los términos de razón.

Sus muchos antojos varios,

su mudable pensamiento,

le vuelven cada momento

los amigos en contrarios.

Y pues hay por tantos modos

enemigos de Silena,

o ella no es toda buena,

o son ellos malos todos.

Acabó Lauso su canto; y, aunque él creyó que ninguno le entendía, por ignorar el disfrazado nombre de Silena, más de tres de los que allí iban la conoscieron, y aun se maravillaron que la modestia de Lauso a ofender alguno se estendiese: principalmente a la disfrazada pastora, de quien tan enamorado le habían visto. Pero en la opinión de Damón, su amigo, quedó bien disculpado, porque conoscía el término de Silena y sabía el que con Lauso había usado, y de lo que no dijo se maravillaba. Acabó, como se ha dicho, Lauso; y, como Galatea estaba informada del estremo de la voz de Nísida, quiso, por obligarla, cantar ella primero; y por esto, antes que otro pastor comenzase, haciendo señal a Arsindo que en tañer su flauta procediese, al son della, con su estremada voz, cantó desta manera:

Galatea

Tanto cuanto el amor convida y llama

al alma con sus gustos de aparencia,

tanto más huye su mortal dolencia

quien sabe el nombre que le da la fama.

Y el pecho opuesto a su amorosa llama,

armado de una honesta resistencia,

poco puede empecerle su inclemencia,

poco su fuego y su rigor le inflama.

Segura está, quien nunca fue querida

ni supo querer bien, de aquella lengua

que en su deshonra se adelgaza y lima;

mas si el querer y el no querer da mengua,

¿en qué ejercicios pasará la vida

la que más que al vivir la honra estima?

Bien se echó de ver en el canto de Galatea que respondía al malicioso de Lauso, y que no estaba mal con las voluntades libres, sino con las lenguas maliciosas y los ánimos dañados, que, en no alcanzando lo que quieren, convierten el amor que un tiempo mostraron en un odio malicioso y detestable, como ella en Lauso imaginaba; pero quizá saliera deste engaño, si la buena condición de Lauso conosciera y la mala de Silena no ignorara. Luego que Galatea acabó de cantar, con corteses palabras rogó a Nísida que lo mesmo hiciese; la cual, como era tan comedida como hermosa, sin hacerse de rogar, al son de la zampoña de Florisa, cantó desta suerte:

Nísida

Bien puse yo valor a la defensa

del duro encuentro y amoroso asalto;

bien levanté mi presumpción en alto

contra el rigor de la notoria ofensa.

Mas fue tan reforzada y tan intensa

la batería, y mi poder tan falto,

que sin cogerme amor de sobresalto,

me dio a entender su potestad inmensa.

Valor, honestidad, recogimiento,

recato, ocupación, esquivo pecho,

amor con poco premio lo conquista.

Ansí que, para huir el vencimiento,

consejos jamás fueron de provecho:

desta verdad testigo soy de vista.

Cuando Nísida acabó de cantar y acabó de admirar a Galatea y a los que escuchado la habían, estaban ya bien cerca del lugar adonde tenían determinado de pasar la siesta; pero en aquel poco espacio le tuvo Belisa para cumplir lo que Silveria le rogó, que fue que algo cantase; la cual, acompañándola el son de la flauta de Arsindo, cantó lo que se sigue:

Belisa

Libre voluntad esenta,

atended a la razón

que nuestro crédito augmenta;

dejad la vana afición,

engendradora de afrenta;

que cuando el alma se encarga

de alguna amorosa carga,

a su gusto es cualquier cosa

compusición venenosa

con jugo de adelfa amarga.

Por la mayor cantidad

de la riqueza subida

en valor y en calidad,

no es bien dada ni vendida

la preciosa libertad.

¿Pues, quién se pondrá a perdella

por una simple querella

de un amador porfiado,

si cuanto bien hay crïado

no se compara con ella?

Si es insufrible dolor

tener en prisión esquiva

el cuerpo libre de amor,

tener el alma captiva

¿no será pena mayor?

Sí será, y aun de tal suerte,

que remedio a mal tan fuerte

no se halla en la paciencia,

en años, valor o sciencia,

porque sólo está en la muerte.

Vaya, pues, mi sano intento

lejos deste desvarío;

huiga tan falso contento;

rija mi libre albedrío

a su modo el pensamiento;

mi tierna cerviz esenta

no permita ni consienta

sobre sí el yugo amoroso,

por quien se turba el reposo

y la libertad se ausenta.

Al alma del lastimado Marsilo llegaron los libres versos de la pastora, por la poca esperanza que sus palabras prometían de ser mejoradas sus obras; pero, como era tan firme la fe con que la amaba, no pudieron las notorias muestras de libertad que había oído hacer que él no quedase tan sin ella como hasta entonces estaba. Acabóse en esto el camino de llegar al arroyo de las Palmas, y, aunque no llevaran intención de pasar allí la siesta, en llegando a él y en viendo la comodidad del hermoso sitio, él mismo a no pasar adelante les forzara. Llegados, pues, a él, luego el venerable Aurelio ordenó que todos se sentasen junto al claro y espejado arroyo, que por entre la menuda yerba corría, cuyo nascimiento era al pie de una altísima y antigua palma, que por no haber en todas las riberas de Tajo sino aquélla y otra que junto a ella estaba, aquel lugar y arroyo el de las Palmas era llamado. Y, después de sentados, con más voluntad y llaneza que de costosos manjares, de los pastores de Aurelio fueron servidos, satisfaciendo la sed con las claras y frescas aguas que el limpio arroyo les ofrescía; y, en acabando la breve y sabrosa comida, algunos de los pastores se dividieron y apartaron a buscar algún apartado y sombrío lugar donde restaurar pudiesen las no dormidas horas de la pasada noche; y sólo se quedaron solos los de la compañía y aldea de Aurelio, con Timbrio, Silerio, Nísida y Blanca, Tirsi y Damón, a quien les pareció ser mejor gustar de la buena conversación que allí se esperaba, que de cualquier otro gusto que el sueño ofrecerles podía. Adivinada, pues, y casi conoscida esta su intención de Aurelio, les dijo:

–Bien será, señores, que los que aquí estamos, ya que entregarnos al dulce sueño no habemos querido, que este tiempo que le hurtamos no dejemos de aprovecharle en cosa que más de nuestro gusto sea; y la que a mí me parece que no podrá dejar de dárnosle, es que cada cual, como mejor supiere, muestre aquí la agudeza de su ingenio, proponiendo alguna pregunta o enigma, a quien esté obligado a responder el compañero que a su lado estuviere; pues con este ejercicio se granjearán dos cosas: la una, pasar con menos enfado las horas que aquí estuviéremos; la otra, no cansar tanto nuestros oídos con oír siempre lamentaciones de amor y endechas enamoradas.

Conformáronse todos luego con la voluntad de Aurelio; y, sin mudarse del lugar do estaban, el primero que comenzó a preguntar fue el mesmo Aurelio, diciendo desta manera:

Aurelio

¿Cuál es aquel poderoso

que desde oriente a occidente

es conoscido y famoso?

A veces, fuerte y valiente:

otras, flaco y temeroso;

quita y pone la salud,

muestra y cubre la virtud

en muchos más de una vez,

es más fuerte en la vejez

que en la alegre joventud.

Múdase en quien no se muda

por estraña preeminencia,

hace temblar al que suda,

y a la más rara elocuencia

suele tornar torpe y muda;

con diferentes medidas,

anchas, cortas y estendidas,

mide su ser y su nombre,

y suele tomar renombre

de mil tierras conoscidas.

Sin armas vence al armado,

y es forzoso que le venza,

y aquél que más le ha tratado,

mostrando tener vergüenza,

es el más desvergonzado.

Y es cosa de maravilla

que en el campo y en la villa,

a capitán de tal prueba

cualquier hombre se le atreva,

aunque pierda en la rencilla.

Tocó la respuesta desta pregunta al anciano Arsindo, que junto a Aurelio estaba; y, habiendo un poco considerado lo que significar podía, al fin le dijo:

–Paréceme, Aurelio, que la edad nuestra nos fuerza a andar más enamorados de lo que significa tu pregunta que no de la más gallarda pastora que se nos pueda ofrecer, porque si no me engaño, el poderoso y conoscido que dices es el vino, y en él cuadran todos los atributos que le has dado.

–Verdad dices, Arsindo –respondió Aurelio–, y estoy para decir que me pesa de haber propuesto pregunta que con tanta facilidad haya sido declarada; mas di tú la tuya, que al lado tienes quien te la sabrá desatar, por más añudada que venga.

–Que me place –dijo Arsindo.

Luego propuso la siguiente:

Arsindo

¿Quién es quien pierde el color

donde se suele avivar,

y luego torna a cobrar

otro más vivo y mejor?

Es pardo en su nascimiento,

y después negro atezado,

y al cabo tan colorado,

que su vista da contento.

No guarda fueros ni leyes,

tiene amistad con las llamas,

visita a tiempos las camas

de señores y de reyes.

Muerto, se llama varón,

y vivo, hembra se nombra;

tiene el aspecto de sombra;

de fuego, la condición.

Era Damón el que al lado de Arsindo estaba, el cual, apenas había acabado Arsindo su pregunta, cuando le dijo:

–Paréceme, Arsindo, que no es tan escura tu demanda como lo que significa, porque si mal no estoy en ella, el carbón es por quien dices que muerto se llama varón y encendido y vivo brasa, que es nombre de hembra, y todas las demás partes le convienen en todo como ésta; y si quedas con la mesma pena que Aurelio, por la facilidad con que tu pregunta ha sido entendida, yo os quiero tener compañía en ella, pues Tirsi, a quien toca responderme, nos hará iguales.

Y luego dijo la suya:

Damón

¿Cuál es la dama polida,

aseada y bien compuesta,

temerosa y atrevida,

vergonzosa y deshonesta,

y gustosa y desabrida?

Si son muchas –porque asombre–,

mudan de mujer el nombre

en varón; y es cierta ley

que va con ellas el rey

y las lleva cualquier hombre.

–Bien es, amigo Damón –dijo luego Tirsi–, que salga verdadera tu porfía, y que quedes con la pena de Aurelio y Arsindo, si alguna tienen, porque te hago saber que sé que lo que encubre tu pregunta es la carta y el pliego de cartas.

Concedió Damón lo que Tirsi dijo, y luego Tirsi propuso desta manera:

Tirsi

¿Quién es la que es toda ojos

de la cabeza a los pies,

y a veces, sin su interés,

causa amorosos enojos?

También suele aplacar riñas,

y no le va ni le viene,

y, aunque tantos ojos tiene,

se descubren pocas niñas.

Tiene nombre de un dolor

que se tiene por mortal,

hace bien y hace mal,

enciende y tiempla el amor.

En confusión puso a Elicio la pregunta de Tirsi, porque a él tocaba responder a ella, y casi estuvo por darse, como dicen, por vencido; pero, a cabo de poco, vino a decir que era la celosía; y, concediéndolo Tirsi, luego Elicio preguntó lo siguiente:

Elicio

Es muy escura y es clara;

tiene mil contrariedades:

encúbrenos las verdades,

y al cabo nos las declara.

Nasce, a veces, de donaire,

otras, de altas fantasías,

y suele engendrar porfías

aunque trate cosas de aire.

Sabe su nombre cualquiera,

hasta los niños pequeños;

son muchas y tiene dueños

de diferente manera.

No hay vieja que no se abrace

con una destas señoras;

son de gusto algunas horas:

cuál cansa, cuál satisface.

Sabios hay que se desvelan

por sacarles los sentidos,

y algunos quedan corridos

cuanto más sobre ello velan.

Cuál es nescia, cuál curiosa,

cuál fácil, cuál intricada,

pero sea o no sea nada,

decidme qué es cosa y cosa.

No podía Timbrio atinar con lo que significaba la pregunta de Elicio, y casi comenzó a correrse de ver que más que otro alguno se tardaba en la respuesta, mas ni aun por eso venía en el sentido della; y tanto se detuvo, que Galatea, que estaba después de Nísida, dijo:

–Si vale a romper la orden que está dada, y puede responder el que primero supiere, yo por mí digo que sé lo que significa la propuesta enigma, y estoy por declararla, si el señor Timbrio me da licencia.

–Por cierto, hermosa Galatea –respondió Timbrio–, que conozco yo que, así como a mí me falta, os sobra a vos ingenio para aclarar mayores dificultades; pero, con todo eso, quiero que tengáis paciencia hasta que Elicio la torne a decir, y si desta vez no la acertare, confirmarse ha con más veras la opinión que de mi ingenio y del vuestro tengo.

Tornó Elicio a decir su pregunta, y luego Timbrio declaró lo que era, diciendo:

–Con lo mesmo que yo pensé que tu demanda, Elicio, se escurescía, con eso mesmo me parece que se declara, pues el último verso dice que te digan qué es cosa y cosa, y así yo te respondo a lo que me dices, y digo que tu pregunta es el "qué es cosa y cosa"; y no te maravilles haberme tardado en la respuesta, porque más me maravillara yo de mi ingenio si más presto respondiera, el cual mostrará quién es en el poco artificio de mi pregunta, que es ésta:

Timbrio

¿Quién es [el] que, a su pesar,

mete sus pies por los ojos,

y sin causarles enojos,

les hace luego cantar?

El sacarlos es de gusto,

aunque, a veces, quien los saca,

no sólo su mal no aplaca,

mas cobra mayor disgusto.

A Nísida tocaba responder a la pregunta de Timbrio, mas no fue posible que la adevinasen ella ni Galatea, que se le seguían. Y, viendo Orompo que las pastoras se fatigaban en pensar lo que significaba, les dijo:

–No os canséis, señora[s], ni fatiguéis vuestros entendimientos en la declaración desta enigma, porque podría ser que ninguna de vosotras en toda su vida hubiese visto la figura que la pregunta encubre; y así, no es mucho que no deis en ella; que si de otra suerte fuera, bien seguros estábamos de vuestros entendimientos, que en menos espacio, otras más dificultosas hubiérades declarado. Y por esto, con vuestra licencia, quiero yo responder a Timbrio y decirle que su demanda significa un hombre con grillos, pues cuando saca los pies de aquellos ojos que él dice, o es para ser libre, o para llevarle al suplicio. Porque veáis, pastoras, si tenía yo razón de imaginar que quizá ninguna de vosotras había visto en toda su vida cárceles ni prisiones.

–Yo por mí sé decir –dijo Galatea– que jamás he visto aprisionado alguno.

Lo mesmo dijeron Nísida y Blanca; y luego Nísida propuso su pregunta en esta forma:

Nísida

Muerde el fuego, y el bocado

es daño y bien del mordido;

no pierde sangre el herido,

aunque se ve acuchillado;

mas, si es profunda la herida,

y de mano que no acierte,

causa al herido la muerte,

y en tal muerte está su vida.

Poco se tardó Galatea en responder a Nísida, porque luego le dijo:

–Bien sé que no me engaño, hermosa Nísida, si digo que a ninguna cosa se puede mejor atribuir tu enigma que a las tijeras de despabilar y a la vela o cirio que despabilan. Y si esto es verdad, como lo es, y quedas satisfecha de mi respuesta, escucha ahora la mía, que no con menos facilidad espero que será declarada de tu hermana, que yo he hecho la tuya.

Y luego la dijo; que fue ésta:

Galatea

Tres hijos que de una madre

nascieron con ser perfecto,

y de un hermano era nieto

el uno, y el otro padre;

y estos tres tan sin clemencia

a su madre ma[l]trataban

que mil puñadas la daban,

mostrando en ello su sciencia.

Considerando estaba Blanca lo que podía significar la enigma de Galatea, cuando vieron atravesar corriendo, por junto al lugar donde estaban, dos gallardos pastores, mostrando en la furia con que corrían que alguna cosa de importancia les forzaba a mover los pasos con tanta ligereza; y luego, en el mismo instante, oyeron unas dolorosas voces, como de personas que socorro pedían. Y con este sobresalto se levantaron todos, y siguieron el tino donde las voces sonaban; y, a pocos pasos, salieron de aquel deleitoso sitio y dieron sobre la ribera del fresco Tajo, que por allí cerca mansamente corría; y, apenas vieron el río, cuando se les ofreció a la vista la más estraña cosa que imaginar pudieran, porque vieron dos pastoras, al parecer de gentil donaire, que tenían a un pastor asido de las faldas del pellico con toda la fuerza a ellas posible porque el triste no se ahogase, porque tenía ya el medio cuerpo en el río y la cabeza debajo del agua, forcejando con los pies por desasirse de las pastoras, que su desesperado intento estorbaban, las cuales ya casi querían soltarle, no pudiendo vencer al tesón de su porfía con las débiles fuerzas suyas. Mas, en esto, llegaron los dos pastores que corriendo habían venido, y, asiendo al desesperado, le sacaron del agua a tiempo que ya todos los demás llegaban, espantándose del estraño espectáculo, y más lo fueron cuando conoscieron que el pastor que quería ahogarse era Galercio, el hermano de Artidoro, y las pastoras eran Maurisa, su hermana, y la hermosa Teolinda; las cuales, como vieron a Galatea y a Florisa, con lágrimas en los ojos corrió Teolinda a abrazar a Galatea, diciendo:

–¡Ay, Galatea, dulce amiga y señora mía, cómo ha cumplido esta desdichada la palabra que te dio de volver a verte y a decirte las nuevas de su contento!

–De que le tengas, Teolinda –respondió Galatea–, holgaré yo tanto cuanto te lo asegura la voluntad que de mí para servirte tienes conoscida; mas parésceme que no acreditan tus ojos tus palabras, ni aun ellas me satisfacen de modo que imagine buen suceso de tus deseos.

En tanto que Galatea con Teolinda esto pasaba, Elicio y Arsindo, con los otros pastores, habían desnudado a Galercio; y, al desceñirle el pellico, que con todo el vestido mojado estaba, se le cayó un papel del seno, el cual alzó Tirsi, y abriéndole, vio que eran versos, y por no poderlos leer, por estar mojados, encima de una alta rama le puso al rayo del sol para que se enjugase. Pusieron a Galercio un gabán de Arsindo, y el desdichado mozo estaba como atónito y embelesado, sin hablar palabra alguna, aunque Elicio le preguntaba qué era la causa que a tan estraño término le había conducido; mas por él respondió su hermana Maurisa, diciendo:

–Alzad los ojos, pastores, y veréis quién es la ocasión que al desgraciado de mi hermano en tan estraños y desesperados puntos ha puesto.

Por lo que Maurisa dijo, alzaron los pastores los ojos, y vieron encima de una pendiente roca que sobre el río caía una gallarda y dispuesta pastora, sentada sobre la mesma peña, mirando con risueño semblante todo lo que los pastores hacían, la cual fue luego de todos conoscida por la cruel Gelasia.

–Aquella desamorada, aquella desconoscida –siguió Maurisa– , es, señores, la enemiga mortal deste desventurado hermano mío, el cual, como ya todas estas riberas saben y vosotras no ignoráis, la ama, la quiere y la adora; y, en cambio de los continuos servicios que siempre le ha hecho y de las lágrimas que por ella ha derramado, esta mañana, con el más esquivo y desamorado desdén que jamás en la crueldad pudiera hallarse, le mandó que de su presencia se partiese y que ahora ni nunca jamás a ella tornase. Y quiso tan de veras mi hermano obedecerla, que procuraba quitarse la vida, por escusar la ocasión de nunca traspasar su mandamiento; y si, por dicha, estos pastores tan presto no llegaran, llegado fuera ya el fin de mi alegría y el de los días de mi lastimado hermano.

En admiración puso lo que Maurisa dijo a todos los que la escucharon, y más admirados quedaron cuando vieron que la cruel Gelasia, sin moverse del lugar donde estaba, y sin hacer cuenta de toda aquella compañía, que los ojos en ella tenía puestos, con un estraño donaire y desdeñoso brío, sacó un pequeño rabel de su zurrón, y, parándosele a templar muy despacio, a cabo de poco rato, con voz en estremo buena, comenzó a cantar desta manera:

Gelasia

¿Quién dejará del verde prado umbroso

las frescas yerbas y las frescas fuentes?

¿Quién de seguir con pasos diligentes

la suelta liebre o jabalí cerdoso?

¿Quién, con el son amigo y sonoroso,

no detendrá las aves inocentes?

¿Quién, en las horas de la siesta ardiente[s],

no buscará en las selvas el reposo,

por seguir los incendios, los temores,

los celos, iras, rabias, muertes, penas

del falso amor, que tanto aflige al mundo?

Del campo son y han sido mis amores;

rosas son y jazmines mis cadenas;

libre nascí, y en libertad me fundo.

Cantando estaba Gelasia, y en el movimiento y ademán de su rostro, la desamorada condición suya descubría. Mas, apenas hubo llegado al último verso de su canto, cuando se levantó con una estraña ligereza, y, como si de alguna cosa espantable huyera, así comenzó a correr por la peña abajo, dejando a los pastores admirados de su condición y confusos de su corrida. Mas luego vieron qué era la causa della con ver al enamorado Lenio, que con tirante paso, por la mesma peña subía, con intención de llegar adonde Gelasia estaba; pero no quiso ella aguardarle, por no faltar de corresponder en un solo punto a la crueldad de su propósito. Llegó el cansado Lenio a lo alto de la peña cuando ya Gelasia estaba al pie della, y, viendo que no detenía el paso, sino que con más presteza por la espaciosa campaña le tendía, con fatigado aliento y laso espíritu, se sentó en el mesmo lugar donde Gelasia había estado, y allí comenzó con desesperadas razones a maldecir su ventura y la hora en que alzó la vista a mirar a la cruel pastora Gelasia; y en aquel mesmo instante, como arrepentido de lo que decía, tornaba a bendecir sus ojos y a tener por dichosa y buena la ocasión que en tales términos le tenía. Y luego, incitado y movido de un furioso accidente, arrojó lejos de sí el cayado, y, desnudándose el pellico, le entregó a las aguas del claro Tajo, que junto al pie de la peña corría, lo cual visto por los pastores que mirándole estaban, sin duda creyeron que la fuerza de la enamorada pasión le sacaba de juicio; y así, Elicio y Erastro comenzaron a subir la peña para estorbarle que no hiciese algún otro desatino que le costase más caro. Y, puesto que Lenio los vio subir, no hizo otro movimiento alguno si no fue sacar de su zurrón su rabel, y con un nuevo y estraño reposo se tornó asentar; y, vuelto el rostro hacia donde su pastora huía, con voz suave y de lágrimas acompañada, comenzó a cantar desta suerte:

Lenio

¿Quién te impele, crüel? ¿Quién te desvía?

¿Quién te retira del amado intento?

¿Quién en tus pies veloces alas cría,

con que corres ligera más qu’el viento?

¿Por qué tienes en poco la fe mía,

y desprecias el alto pensamiento?

¿Por qué huyes de mí ¿Por qué me dejas?

¡Oh, más dura que mármol a mis quejas!

¿Soy, por ventura, de tan bajo estado

que no merezca ver tus ojos bellos?

¿Soy pobre? ¿Soy avaro? ¿Hasme hallado

en falsedad desde que supe vellos?

La condición primera no he mudado.

¿No pende del menor de tus cabellos

mi alma? ¿Pues, por qué de mí te alejas?

¡Oh, más dura que mármol a mis quejas!

Tome escarmiento tu altivez sobrada

de ver mi libre voluntad rendida,

mira mi antigua presumpción trocada

y en amoroso intento convertida.

Mira que contra amor no puede nada

la más esenta descuidada vida.

Detén el paso ya: ¿por qué le aquejas?

¡Oh, más dura que mármol a mis quejas!

Vime cual tú te ves, y ahora veo

que como fui jamás espero verme:

tal me tiene la fuerza del deseo;

tal quiero, que se estrema en no quererme.

Tú has ganado la palma, tú el trofeo

de que amor pueda en su prisión tenerme;

tú me rendiste: ¿y tú de mí te quejas?

¡Oh, más dura que mármol a mis quejas!

En tanto que el lastimado pastor sus dolorosas quejas entonaba, estaban los demás pastores reprehendiendo a Galercio su mal propósito, afeándole el dañado intento que había mostrado. Mas el desesperado mozo a ninguna cosa respondía, de que no poco Maurisa se fatigaba, creyendo que, en dejándole solo, había de poner en ejecución su mal pensamiento. En este medio, Galatea y Florisa, apartándose con Teolinda, le preguntaron qué era la causa de su tornada y si por ventura había sabido ya de su Artidoro; a lo cual ella respondió llorando:

–«No sé qué os diga, amigas y señoras mías, sino que el cielo quiso que yo hallase a Artidoro para que enteramente le perdiese; porque habréis de saber que aquella mal considerada y traidora hermana mía, que fue el principio de mi desventura, aquella mesma ha sido la ocasión del fin y remate de mi contento; porque, sabiendo ella, así como llegamos con Galercio y Maurisa a su aldea, que Artidoro estaba en una montaña no lejos de allí con su ganado, sin decirme nada, se partió a buscarle. Hallóle, y, fingiendo ser yo –que para sólo este daño ordenó el cielo que nos pareciésemos–, con poca dificultad le dio a entender que la pastora que en nuestra aldea le había desdeñado era una su hermana que en estremo le parecía. En fin, le contó por suyos todos los pasos que yo por él he dado, y los estremos de dolor que he padecido; y, como las entrañas del pastor estaban tan tiernas y enamoradas, con harto menos que la traidora le dijera fuera dél creída, como la creyó, tan en mi perjuicio que, sin aguardar que la fortuna mezclase en su gusto algún nuevo impedimento, luego en el mesmo instante dio la mano a Leonarda de ser un legítimo esposo, creyendo que se la daba a Teolinda. Veis aquí, pastoras, en qué ha parado el fruto de mis lágrimas y sospiros; veis aquí ya arrancada de raíz toda mi esperanza; y lo que más siento es que haya sido por la mano que a sustentarla estaba más obligada. Leonarda goza de Artidoro por el medio del falso engaño que os he contado, y, puesto que ya él lo sabe, aunque debe de haber sentido la burla, hala disimulado, como discreto.

»Llegaron luego al aldea las nuevas de su casamiento, y con ellas las del fin de mi alegría. Súpose también el artificio de mi hermana, la cual dio por disculpa ver que Galercio, a quien tanto ella amaba, por la pastora Gelasia se perdía, y que así le pareció más fácil reducir a su voluntad la enamorada de Artidoro que no la desesperada de Galercio; y que, pues los dos eran uno solo en cuanto a la apariencia y gentileza, que ella se tenía por dichosa y bien afortunada con la compañía de Artidoro. Con esto se disculpa, como he dicho, la enemiga de mi gloria. Y así, yo, por no verla gozar de la que de derecho se me debía, dejé el aldea y la presencia de Artidoro, y, acompañada de las más tristes imaginaciones que imaginar se pueden, venía a daros las nuevas de mi desdicha en compañía de Maurisa, que ansimesmo viene con intención de contaros lo que Grisaldo ha hecho después que supo el hurto de Rosaura. Y esta mañana, al salir del sol, topamos con Galercio, el cual, con tiernas y enamoradas razones, estaba persuadiendo a Gelasia que bien le quisiese; mas ella, con el más estraño desdén y esquiveza que decir se puede, le mandó que se le quitase delante y que no fuese osado de jamás hallarla, y el desdichado pastor, apretado de tan recio mandamiento y de tan estraña crueldad, quiso cumplirle, haciendo lo que habéis visto. Todo esto es lo que por mí ha pasado, amigas mías, después que de vuestra presencia me partí.» Ved ahora si tengo más que llorar que antes, y si se ha augmentado la ocasión para que vosotras os ocupéis en consolarme, si acaso mi mal recibiese consuelo.

No dijo más Teolinda, porque la infinidad de lágrimas que le vinieron a los ojos, y los sospiros que del alma arrancaba, impidieron el oficio a la lengua; y, aunque las de Galatea y Florisa quisieron mostrarse expertas y elocuentes en consolarla, fue de poco efecto su trabajo. Y en el tiempo que entre las pastoras estas razones pasaban, se acabó de enjugar el papel que Tirsi a Galercio del seno sacado había, y deseoso de leerle, le tomó, y vio que desta manera decía:

Galercio a Gelasia

¡Ángel de humana figura,

furia con rostro de dama,

fría y encendida llama

donde mi alma se apura!

Escucha las sinrazones,

de tu desamor causadas,

de mi alma trasladadas

en estos tristes renglones.

No escribo por ablandarte,

pues con tu dureza estraña

no valen ruegos ni maña,

ni servicios tienen parte.

Escríbote porque veas

la sinrazón que me haces,

y cuán mal que satisfaces

al valor de que te arreas.

Que alabes la libertad

es muy justo, y razón tienes;

mas mira que la mantienes

sólo con la crueldad;

y no es justo lo que ordenas:

querer, sin ser ofendida,

sustentar tu libre vida

con tantas muertes ajenas.

No imagines que es deshonra

que te quieran todos bien,

ni que está en usar desdén

depositada tu honra.

Antes, templando el rigor

de los agravios que haces,

con poco amor satisfaces

y cobras nombre mejor.

Tu crueldad me da a entender

que las sierras te engendraron,

o que los montes formaron

tu duro, indomable ser;

que en ellos es tu recreo,

y en los páramos y valles,

do no es posible que halles

quien te enamore el deseo.

En una fresca espesura

una vez te vi sentada,

y dije: "Estatua es formada

aquélla de piedra dura".

Y, aunque el moverte después

contradijo a mi opinión,

"en fin, en la condición

–dije–, más que estatua es".

¡Y ojalá que estatua fueras

de piedra, que yo esperara

qu’el cielo por mí cambiara

tu ser, y en mujer volvieras!

Que Pigmaleón no fue

tanto a la suya rendido,

como yo te soy y he sido,

pastora, y siempre seré.

Con razón, y de derecho,

del mal y bien me das pago:

pena por el mal que hago,

gloria por el bien que he hecho.

En el modo que me tratas

tal verdad es conoscida:

con la vista me das vida,

con la condición me matas.

Dese pecho que se atreve

a esquivar de Amor los tiros,

el fuego de mis sospiros

deshaga un poco la nieve.

Concédase al llanto mío,

y al nunca admitir descanso,

que vuelva agradable y man[s]o

un solo punto tu brío.

Bien sé que habrás de decir

que me alargo, y yo lo creo;

pero acorta tú el deseo,

y acortaré yo el pedir.

Mas, según lo que me das

en cuantas demandas toco,

a ti te importa muy poco

que pida menos o más.

Si de tu estraña dureza

pudiera reprehenderte,

y aquella señal ponerte

que muestra nuestra flaqueza,

dijera, viendo tu ser,

y no así como se enseña:

"Acuérdate que eres peña,

y en peña te has de volver".

Mas seas peña o acero,

duro mármol o diamante,

de un acero soy amante,

a una peña adoro y quiero.

Si eres ángel disfrazado,

o furia, que todo es cierto,

por tal ángel vivo muerto,

y por tal furia penado.

Mejor le parecieron a Tirsi los versos de Galercio que la condición de Gelasia; y, quiriéndoselos mostrar a Elicio, viole tan mudado de color y de semblante que una imagen de muerto parescía. Llegóse a él, y cuando le quiso preguntar si algún dolor le fatigaba, no fue menester esperar su respuesta para entender la causa de su pena, porque luego oyó publicar entre todos los que allí estaban cómo los dos pastores que a Galercio socorrieron eran amigos del pastor lusitano con quien el venerable Aurelio tenía concertado de casar a Galatea, los cuales venían a decirle cómo de allí a tres días el venturoso pastor vendría a su aldea a concluir el felicísimo desposorio, y luego vio Tirsi que estas nuevas más nuevos y estraños accidentes de los causados habían de causar en el alma de Elicio. Pero, con todo esto, se llegó a él y le dijo:

–Ahora es menester, buen amigo, que te sepas valer de la discreción que tienes, pues en el peligro mayor se muestran los corazones valerosos; y asegúrote que no sé quién a mí me asegura que ha de tener mejor fin este negocio de lo que tú piensas. Disimula y calla, que si la voluntad de Galatea no gusta de corresponder de todo en todo a la de su padre, tú satisfarás la tuya, aprovechándote de las nuestras, y aun de todo el favor que te puedan ofrescer cuantos pastores hay en las riberas deste río y en las del manso Henares, el cual favor yo te ofrezco, que bien imagino que el deseo que todos han conocido que yo tengo de servirles, les obligará a hacer que no salga en vano lo que aquí te prometo.

Suspenso quedó Elicio viendo el gallardo y verdadero ofrescimiento de Tirsi, y no supo ni pudo responderle más que abrazarle estrechamente y decirle:

–El cielo te pague, discreto Tirsi, el consuelo que me has dado, con el cual, y con la voluntad de Galatea, que, a lo que creo, no discrepará de la nuestra, sin duda entiendo que tan notorio agravio como el que se hace a todas estas riberas en desterrar dellas la rara hermosura de Galatea, no pase adelante.

Y, tornándole a abrazar, tornó a su rostro la color perdida. Pero no tornó al de Galatea, a quien fue oír la embajada de los pastores como si oyera la sentencia de su muerte. Todo lo notaba Elicio y no lo podía disimular Erastro, ni menos la discreta Florisa, ni aun fue gustosa la nueva a ninguno de cuantos allí estaban. A esta sazón, ya el sol declinaba a su acostumbrada carrera, y, así por esto como por ver que el enamorado Lenio había seguido a Gelasia, y que allí no quedaba otra cosa que hacer, trayendo a Galercio y a Maurisa consigo, toda aquella compañía movió los pasos hacia el aldea, y, al llegar junto a ella, Elicio y Erastro se quedaron en sus cabañas, y con ellos Tirsi, Damón, Orompo, Crisio, Marsilo, Arsindo y Orfinio se quedaron, con otros algunos pastores; y de todos ellos, con corteses palabras y ofrescimientos, se despidieron los venturosos Timbrio, Silerio, Nísida y Blanca, diciéndoles que otro día se pensaban partir a la ciudad de Toledo, donde había de ser el fin de su viaje; y, abrazando a todos los que con Elicio quedaban, se fueron con Aurelio, con el cual iban Florisa, Teolinda y Maurisa, y la triste Galatea, tan congojada y pensativa que, con toda su discreción, no podía dejar de dar muestras de estraño descontento. Con Daranio se fueron su esposa Silveria y la hermosa Belisa. Cerró en esto la noche y parecióle a Elicio que con ella se le cerraban todos los caminos de su gusto; y si no fuera por agasajar con buen semblante a los huéspedes que tenía aquella noche en su cabaña, él la pasara tan mala que desesperara de ver el día. La mesma pena pasaba el mísero Erastro, aunque con más alivio, porque sin tener respecto a nadie, con altas voces y lastimeras palabras maldecía su ventura y la acelerada determinación de Aurelio.

Estando en esto, ya que los pastores habían satisfecho a la hambre con algunos rústicos manjares, y algunos dellos entregádose en los brazos del reposado sueño, llegó a la cabaña de Elicio la hermosa Maurisa; y, hallando a Elicio a la puerta de su cabaña, le apartó y le dio un papel, diciéndole que era de Galatea, y que le leyese luego, que, pues ella a tal hora le traía, entendiese que era de importancia lo que en él debía de venir. Admirado el pastor de la venida de Maurisa, y más de ver en sus manos papel de su pastora, no pudo sosegar un punto hasta leerle. Y, entrándose en su cabaña, a la luz de una raja de teoso pino, le leyó, y vio que ansí decía:

Galatea a Elicio

En la apresurada determinación de mi padre está la que yo he tomado de escrebirte, y en la fuerza que me hace la que a mi mesma me he hecho hasta llegar a este punto. Bien sabes en el que estoy, y sé yo bien que quisiera verme en otro mejor, para pagarte algo de lo mucho que conozco que te debo; mas, si el cielo quiere que yo quede con esta deuda, quéjate dél, y no de la voluntad mía. La de mi padre quisiera mudar, si fuera posible, pero veo que no lo es; y así, no lo intento. Si algún remedio por allá imaginas, como en él no intervengan ruegos, ponle en efecto, con el miramiento que a tu crédito debes y a mi honra estás obligado. El que me dan por esposo, y el que me ha de dar sepultura, viene pasado mañana: poco tiempo te queda para aconsejarte, aunque a mí me quedará harto para arrepentirme. No digo más, sino que Maurisa es fiel y yo desdichada.

En estraña confusión pusieron a Elicio las razones de la carta de Galatea, pareciéndole cosa nueva, ansí el escribirle, pues hasta entonces jamás lo había hecho, como el mandarle buscar remedio a la sinrazón que se le hacía; mas, pasando por todas estas cosas, sólo paró en imaginar cómo cumpliría lo que le era mandado, aunque en ello aventurase mil vidas si tantas tuviera. Y, no ofreciéndosele otro algún remedio sino el que de sus amigos esperaba, confiado en ellos, se atrevió a responder a Galatea con una carta que dio a Maurisa, la cual desta manera decía:

Elicio a Galatea

Si las fuerzas de mi poder llegaran al deseo que tengo de serviros, hermosa Galatea, ni la que vuestro padre os hace, ni las mayores del mundo, fueran parte para ofenderos; pero, comoquiera que ello sea, vos veréis ahora, si la sinrazón pasa adelante, cómo yo no me quedo atrás en hacer vuestro mandamiento por la vía mejor que el caso pidiere. Asegúreos esto la fe que de mí tenéis conoscida, y haced buen rostro a la fortuna presente, confiada en la bonanza venidera; que el cielo, que os ha movido a acordaros de mí y a escribirme, me dará valor para mostrar que en algo merezco la merced que me habéis hecho; que, como sea obedeceros, ni recelo ni temor serán parte para que yo no ponga en efecto lo que a vuestro gusto conviene y al mío tanto importa. No más, pues lo más que en esto ha de haber sabréis de Maurisa, a quien yo he dado cuenta dello; y si vuestro parecer con el mío no se conforma, sea yo avisado, porque el tiempo no se pase, y con él la sazón de nuestra ventura, la cual os dé el cielo como puede y como vuestro valor meresce.

Dada esta carta a Maurisa, como está dicho, le dijo asimesmo cómo él pensaba juntar todos los más pastores que pudiese, y que todos juntos irían a hablar al padre de Galatea, pidiéndole por merced señalada fuese servido de no desterrar de aquellos prados la sin par hermosura suya; y, cuando esto no bastase, pensaba poner tales inconvinientes y miedos al lusitano pastor, que él mesmo dijese no ser contento de lo concertado; y, cuando los ruegos y astucias no fuesen de provecho alguno, determinaba usar la fuerza y con ella ponerla en su libertad; y esto con el miramiento de su crédito que se podía esperar de quien tanto la amaba. Con esta resolución se fue Maurisa, y esta mesma tomaron luego todos los pastores que con Elicio estaban, a quien él dio cuenta de sus pensamientos y pidió favor y consejo en tan árduo caso. Luego Tirsi y Damón se ofrescieron de ser aquéllos que al padre de Galatea hablarían. Lauso, Arsindo y Erastro, con los cuatro amigos, Orompo, Marsilo, Crisio y Orfinio, prometieron de buscar y juntar para el día siguiente sus amigos, y poner en obra con ellos cualquiera cosa que por Elicio les fuese mandada.

En tratar lo que más al caso convenía y en tomar este apuntamiento, se pasó lo más de aquella noche, y, la mañana venida, todos los pastores se partieron a cumplir lo que prometido habían, si no fueron Tirsi y Damón, que con Elicio se quedaron. Y aquél mesmo día tornó a venir Maurisa a decir a Elicio cómo Galatea estaba determinada de seguir en todo su parecer. Despidióla Elicio con nuevas promesas y confianzas, y con alegre semblante y estraño alborozo estaba esperando el siguiente día, por ver la buena o mala salida que la fortuna daba a su hecho. Llegó en esto la noche, y, recogiéndose con Damón y Tirsi a su cabaña, casi todo el tiempo della pasaron en tantear y advertir las dificultades que en aquel negocio podían suceder, si acaso no movían a Aurelio las razones que Tirsi pensaba decirle. Mas Elicio, por dar lugar a los pastores que reposasen, se salió de su cabaña y se subió en una verde cuesta que frontero de ella se levantaba; y allí, con el aparejo de la soledad, revolvía en su memoria todo lo que por Galatea había padecido y lo que temía padecer si el cielo a sus intentos no favorescía. Y, sin salir desta imaginación, al son de un blando céfiro que mansamente soplaba, con voz suave y baja, comenzó a cantar desta manera:

Elicio

Si deste herviente mar y golfo insano,

donde tanto amenaza la tormenta,

libro la vida de tan dura afrenta

y toco el suelo venturoso y sano,

al aire alzadas una y otra mano,

con alma humilde y voluntad contenta,

haré que amor conozca, el cielo sienta,

qu’el bien les agradezco soberano.

Llamaré venturosos mis sospiros,

mis lágrimas tendré por agradables,

por refrigerio el fuego en que me quemo.

Diré que son de Amor los recios tiros

dulces al alma, al cuerpo saludables,

y que en su bien no hay medio, sino estremo.

Cuando Elicio acabó su canto, comenzaba a descubrirse por las orientales puertas la fresca aurora con sus hermosas y variadas mejillas, alegrando el suelo, aljofarando las yerbas y pintando los prados, cuya deseada venida comenzaron luego a saludar las parleras aves con mil suertes de concertadas cantilenas. Levantóse en esto Elicio, y tendió los ojos por la espaciosa campaña; descubrió no lejos dos escuadras de pastores, los cuales, según le paresció, hacia su cabaña se encaminaban, como era la verdad, porque luego conosció que eran sus amigos Arsindo y Lauso, con otros que consigo traían, y los otros, Orompo, Marsilo, Crisio y Orfinio, con todos los más amigos que juntar pudieron. Conoscidos, pues, de Elicio, bajó de la cuesta para ir a recebirlos; y, cuando ellos llegaron junto de la cabaña, ya estaban fuera della Tirsi y Damón, que a buscar a Elicio iban. Llegaron en esto todos los pastores, y con alegre semblante unos a otros se rescibieron. Y luego Lauso, volviéndose a Elicio, le dijo:

–En la compañía que traemos puedes ver, amigo Elicio, si comenzamos a dar muestras de querer cumplir la palabra que te dimos. Todos los que aquí vees vienen con deseo de servirte, aunque en ello aventuren las vidas; lo que falta es que tú no la hagas en lo que más conviniere.

Elicio, con las mejores razones que supo, agradeció a Lauso y a los demás la merced que le hacían, y luego les contó todo lo que con Tirsi y Damón estaba concertado de hacerse para salir bien con aquella empresa. Parecióles bien a los pastores lo que Elicio decía; y así, sin más detenerse, hacia el aldea se encaminaron, yendo delante Tirsi y Damón, siguiéndoles todos los demás, que hasta veinte pastores serían, los más gallardos y bien dispuestos que en todas las riberas de Tajo hallarse pudieran, y todos llevaban intención de que, si las razones de Tirsi no movían a que Aurelio la hiciese en lo que le pedían, de usar en su lugar la fuerza y no consentir que Galatea al forastero pastor se entregase, de que iba tan contento Erastro, como si el buen suceso de aquella demanda en sólo su contento de redundar hubiera; porque, a trueco de no ver a Galatea ausente y descontenta, tenía por bien empleado que Elicio la alcanzase, como lo imaginaba, pues tanto Galatea le había de quedar obligada.

El fin deste amoroso cuento y historia, con los sucesos de Galercio, Lenio y Gelasia, Arsindo y Maurisa, Grisaldo, Artandro y Rosaura, Marsilo y Belisa, con otras cosas sucedidas a los pastores hasta aquí nombrados, en la segunda parte desta historia se prometen, la cual, si con apacibles voluntades esta primera viere rescibida, tendrá atrevimiento de salir con brevedad a ser vista y juzgada de los ojos y entendimiento de las gentes.

Fin

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Universidad de Alcalá
1997

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