Miguel de Cervantes Saavedra [Principal| Biografía |Obras | CEC | Galería|Debates |Enlaces |Buscar | Novedades| Sugerencias |Libro de invitados | Tabla de contenidos |Universidad] |
Yace donde el sol se pone, Entre dos tajadas peñas, una entrada de un abismo, quiero decir, una cueva profunda, lóbrega, escura, aquí mojada, allí seca, propio albergue de la noche, del horror y las tinieblas. Por la boca sale un aire que al alma encendida yela, y un fuego, de cuando en cuando, que el pecho de yelo quema. Óyese dentro un rüido como crujir de cadenas y unos ayes luengos, tristes, envueltos en tristes quejas. Por las funestas paredes, por los resquicios y quiebras mil víboras se descubren y ponzoñosas culebras. A la entrada tiene puesto[s], en una amarilla piedra, huesos de muerto encajados de modo que forman letras, las cuales, vistas del fuego que arroja de sí la cueva, dicen: «Ésta es la morada de los celos y sospechas». Y un pastor contaba a Lauso esta maravilla cierta de la cueva, fuego y yelo, aullidos, sierpes y piedra, el cual, oyendo, le dijo: «Pastor, para que te crea, no has menester juramentos ni hacer la vista esperiencia. Un vivo traslado es ése de lo que mi pecho encierra, el cual, como en cueva escura, no tiene luz, ni la espera. Seco le tienen desdenes bañado en lágrimas tiernas; aire, fuego y los suspiros le abrasan contino y yelan. Los lamentables aullidos, son mis continuas querellas, víboras mis pensamientos que en mis entrañas se ceban. La piedra escrita, amarilla, es mi sin igual firmeza, que mis huesos en la muerte mostrarán que son de piedra. Los celos son los que habitan en esta morada estrecha, que engendraron los descuidos de mi querida Silena». En pronunciando este nombre, cayó como muerto en tierra, que de memorias de celos aquestos fines se esperan. |
Hacia
donde el sol se pone, entre dos partidas peñas, una entrada de un abismo, quiero decir, una cueva oscura, lóbrega y triste, aquí mojada, allí seca, propio albergue de la noche, del terror y de tinieblas. Por su boca sale un aire que al alma encendida yela, y un fuego, de cuando en cuando, que al pecho de nieve quema. Óyese dentro un rüido con crujir de cadenas y unos ayes luengos, tristes, envueltos en tristes quejas; y en las funestas paredes, por los resquicios y quiebras mil víboras se descubren y ponzoñosas culebras. A la boca tiene puestos, en una amarilla piedra, güesos de muerto encajados de modo que forman letras, las cuales, vistas al fuego que sale de la caverna, dicen: «Ésta es la morada de los celos y sospechas». Un pastor contaba a Lauso esta maravilla cierta de la cueva, fuego y yelo, aullidos, sierpes y piedras, el cual, viéndole, le dijo: «Pastor, para que te crean, no has menester jurallo ni hacer della esperiencia. El mismo traslado es ése de lo que mi pecho encierra, el cual, como en cueva oscura, ni siente luz, ni la espera. Seco, le tienen desdenes bañando lágrimas tiernas; aire y fuego en los suspiros arrójase, abrasa y yela. Los lamentables aullidos, son mis continuas endechas, víboras mis pensamientos que en mis entrañas se ceban. La piedra escrita, amarilla, es mis sin igual firmezas, que los fuegos en mi muerte dirán cómo fui de piedra. Los celos son los que avisan en esta morada estrecha, que causaron los descuidos cuidados de Silena». En pronunciando este mal, cayó como muerto en tierra, que de memorias de celos tales sucesos se esperan. |
hoy una piedra tan fina
que en la corona divina
del mismo Dios resplandece.
De Miguel Cervantes,
glosa
Tras los dones primitivos | |
que, en el fervor de su celo, | |
ofreció la iglesia al cielo, | |
a sus edificios vivos | |
dio nuevas piedras el suelo; | |
estos dones agradece | |
a su esposa y la ennoblece, | |
pues, de parte del esposo, | |
un Hiacinto, el más precioso, | |
el cielo a la iglesia ofrece. | |
Porque el hombre de su gracia | |
tantas veces se retira, | |
y el Jacinto, al que le mira, | |
es tan grande su eficacia | |
que le sosiega la ira, | |
su misma piedad lo inclina | |
a darlo por medicina, | |
que, en su jüicio profundo, | |
ve que ha menester el mundo, | |
hoy una piedra tan fina. | |
Obró tanto esta virtud, | |
viviendo Jacinto en él, | |
que, a los vivos rayos d'él, | |
en una y otra salud | |
se restituyó por él. | |
Crezca gloriosa la mina | |
que de su luz jacintina | |
tiene el cielo y tierra llenos, | |
pues no mereció estar menos | |
que en la corona divina. | |
Allá luce ante los ojos | |
del mismo autor de su gloria, | |
y acá en gloriosa memoria | |
de los triunfos y despojos | |
que sacó de la vitoria, | |
pues si otra luz desfallece | |
cuando el sol la suya ofrece, | |
¿qué tan viva y rutilante | |
será aquésta si delante | |
del mismo Dios resplandece? |
De Miguel de Cervantes Saavedra,
soneto
No ha menester el que tus hechos canta, | |
¡oh gran marqués!, el artificio humano, | |
que a la más sutil pluma y docta mano | |
ellos le ofrecen al que al orbe espanta; | |
y éste que sobre el cielo se levanta, | |
llevado de tu nombre soberano, | |
a par del griego y escritor toscano, | |
sus sienes ciñe con la verde planta; | |
y fue muy justa prevención del cielo | |
que a un tiempo ejercitases tú la espada | |
y él su prudente y verdadera pluma, | |
porque, rompiendo de la invidia el velo, | |
tu fama, en sus escritos dilatada, | |
ni olvido o tiempo o muerte la consuma. |
El capitán Becerra vino a Sevilla a enseñar lo que habían
de hacer los soldados, y a esto y a la entrada del
duque de Medina en Cádiz hizo Cervantes este
soneto
Vimos en julio otra semana santa, | |
atestada de ciertas cofradías | |
que los soldados llaman compañías, | |
de quien el vulgo, y no el inglés, se espanta; | |
hubo de plumas muchedumbre tanta | |
que en menos de catorce o quince días | |
volaron sus pigmeos y Golías, | |
y cayó su edificio por la planta. | |
Bramó el Becerro y púsolos en sarta; | |
tronó la tierra, escurecióse el cielo, | |
amenazando una total rüina; | |
y al cabo, en Cádiz, con mesura harta, | |
ido ya el conde, sin ningún recelo, | |
triunfando entró el gran duque de Medina. |
Al túmulo del rey que se hizo en Sevilla
«¡Voto a Dios que me espanta esta grandeza | |
y que diera un doblón por describilla!; | |
porque, ¿a quién no suspende y maravilla | |
esta máquina insigne, esta braveza? | |
¡Por Jesucristo vivo, cada pieza | |
vale más que un millón, y que es mancilla | |
que esto no dure un siglo, ¡oh gran Sevilla, | |
Roma triunfante en ánimo y riqueza! | |
¡Apostaré que la ánima del muerto, | |
por gozar este sitio, hoy ha dejado | |
el cielo, de que goza eternamente!» | |
Esto oyó un valentón y dijo: «¡Es cierto | |
lo que dice voacé, seor soldado, | |
y quien dijere lo contrario miente!» | |
Y luego encontinente | |
caló el chapeo, requirió la espada, | |
miró al soslayo, fuese, y no hubo nada. |
Unas décimas que compuso
Miguel de Cervantes
Ya que se ha llegado el día, | |
gran rey, de tus alabanzas, | |
de la humilde musa mía | |
escucha, entre las que alcanzas, | |
las llorosas que te envía; | |
que, puesto que ya caminas | |
pisando las perlas finas | |
de las aulas soberanas, | |
tal vez palabras humanas | |
oyen orejas divinas. |
¿Por dónde comenzaré | |
a exagerar tus blasones, | |
después que te llamaré | |
padre de las religiones | |
y defensor de la fe? | |
Sin duda habré de llamarte | |
nuevo y pacífico Marte, | |
pues en sosiego venciste | |
lo más en cuanto quisiste, | |
y es mucha la menor parte. |
Tembló el cita en el oriente, | |
el bárbaro al mediodía, | |
el luterano al poniente, | |
y en la tierra siempre fría | |
temió la indómita gente; | |
Arauco vio tus banderas | |
vencedoras, y las fieras | |
ondas del sangriento Egeo | |
te dieron como en trofeo | |
las otomanas banderas. |
Las virtudes en su punto | |
en tu pecho se hallaron, | |
y el poder y el saber junto, | |
y jamás no te dejaron, | |
aun casi el cuerpo difunto; | |
y lo que más tu valor | |
sube al extremo mayor | |
es que fuiste, cual se advierte, | |
bueno en vida, bueno en muerte | |
y bueno en tu sucesor. |
Esta memoria nos dejas, | |
que es la que el bueno cudicia, | |
que, amigables y sin quejas, | |
misericordia y justicia | |
corrieron en ti parejas, | |
como la llana humildad | |
al par de la majestad, | |
tan sin discrepar un tilde | |
que fuiste el rey más humilde | |
y de mayor gravedad. |
Quedar las arcas vacías, | |
donde se encerraba el oro | |
que dicen que recogías, | |
nos muestra que tu tesoro | |
en el cielo lo escondías; | |
desde ahora en los serenos | |
Elíseos campos amenos | |
para siempre gozarás, | |
sin poder desear más | |
ni contentarte con menos. |
De Miguel de Cervantes
Yace en la parte que es mejor de España | |
una apacible y siempre verde Vega | |
a quien Apolo su favor no niega, | |
pues con las aguas de Helicón la baña; | |
Júpiter, labrador por grande hazaña, | |
su ciencia toda en cultivarla entrega; | |
Cilenio, alegre, en ella se sosiega, | |
Minerva eternamente la acompaña; | |
las Musas su Parnaso en ella han hecho; | |
Venus, honesta, en ella aumenta y cría | |
la santa multitud de los amores. | |
Y así, con gusto y general provecho, | |
nuevos frutos ofrece cada día | |
de ángeles, de armas, santos y pastores. |
Miguel de Cervantes, autor de Don Quixote:
«Este soneto hice a la muerte de Fernando de Herrera;
y, para entender el primer cuarteto, advierto que
él celebraba en sus versos a una señora
debajo deste nombre de Luz.
Creo que es de los buenos que he hecho en mi vida»
El que subió por sendas nunca usadas | |
del sacro monte a la más alta cumbre; | |
el que a una Luz se hizo todo lumbre | |
y lágrimas, en dulce voz cantadas; | |
el que con culta vena las sagradas | |
de Helicón y Pirene en muchedumbre | |
(libre de toda humana pesadumbre) | |
bebió y dejó en divinas transformadas; | |
aquél a quien invidia tuvo Apolo | |
porque, a par de su Luz, tiene su fama | |
de donde nace a donde muere el día: | |
el agradable al cielo, al suelo solo, | |
vuelto en ceniza de su ardiente llama, | |
yace debajo desta losa fría. |
Miguel de Cervantes
a don Diego de Mendoza y a su fama
En la memoria vive de las gentes, | |
varón famoso, siglos infinitos, | |
premio que le merecen tus escritos | |
por graves, puros, castos y excelentes. | |
Las ansias en honesta llama ardientes, | |
los Etnas, los Estigios, los Cocitos | |
que en ellos suavemente van descritos, | |
mira si es bien, ¡oh Fama!, que los cuentes, | |
y aun que los lleves en ligero vuelo | |
por cuanto ciñe el mar y el sol rodea, | |
y en láminas de bronce los esculpas; | |
que así el suelo sabrá que sabe el cielo | |
que el renombre inmortal que se desea | |
tal vez le alcanzan amorosas culpas. |
Miguel de Cervantes,
al secretario Gabriel Pérez del Barrio Angulo
Tal secretario formáis, | |
Gabriel, en vuestros escritos, | |
que por siglos infinitos | |
en él os eternizáis; | |
de la ignorancia sacáis | |
la pluma, y en presto vuelo | |
de lo más bajo del suelo | |
al cielo la levantáis. |
Desde hoy más, la discreción | |
quedará puesta en su punto, | |
y el hablar y escribir junto | |
en su mayor perfección, | |
que en esta nueva ocasión | |
nos muestra, en breve distancia, | |
Demóstenes su elegancia | |
y su estilo Cicerón. |
España os está obligada, | |
y con ella el mundo todo, | |
por la subtileza y modo | |
de pluma tan bien cortada; | |
la adulación defraudada | |
queda, y la lisonja en ella; | |
la mentira se atropella, | |
y es la verdad levantada. |
Vuestro libro nos informa | |
que sólo vos habéis dado | |
a la materia de estado | |
hermosa y cristiana forma; | |
con la razón se conforma | |
de tal suerte que en él veo | |
que, contentando al deseo, | |
al que es más libre reforma. |
Soneto
a don Diego Rosel y Fuenllana,
inventor de nuevos artes,
hecho por Miguel de Cervantes
Jamás en el jardín de Falerina | |
ni en la Parnasa, excesible cuesta, | |
se vio Rosel ni rosa cual es ésta, | |
por quien gimió la maga Dragontina; | |
atrás deja la flor que se recrina | |
en la del Tronto archiducal floresta, | |
dejando olor por vía manifesta | |
que a la región del cielo la avecina. | |
Crece, ¡oh muy felice planta!, crece, | |
y ocupen tus pimpollos todo el orbe, | |
retumbando, crujiendo y espantando; | |
el Betis calle, pues el Po enmudece, | |
y la muerte, que a todo humano sorbe, | |
sola esta rosa vaya eternizando. |
De Miguel de Cervantes,
a los éxtasis de nuestra beata madre
Teresa de Jesús
Virgen fecunda, madre venturosa, | |
cuyos hijos, criados a tus pechos, | |
sobre sus fuerzas la virtud alzando, | |
pisan ahora los dorados techos | |
de la dulce región maravillosa | |
que está la gloria de su Dios mostrando: | |
tú, que ganaste obrando | |
un nombre en todo el mundo | |
y un grado sin segundo, | |
ahora estés ante tu Dios prostrada, | |
en rogar por tus hijos ocupada, | |
o en cosas dignas de tu intento santo, | |
oye mi voz cansada | |
y esfuerza, ¡oh madre!, el desmayado canto. |
Luego que de la cuna y las mantillas | |
sacó Dios tu niñez, diste señales | |
que Dios para ser suya te guardaba, | |
mostrando los impulsos celestiales | |
en ti, con ordinarias maravillas, | |
que a tu edad tu deseo aventajaba; | |
y si se descuidaba | |
de lo que hacer debía, | |
tal vez luego volvía | |
mejorado, mostrando codicioso | |
que el haber parecido perezoso | |
era un volver atrás para dar salto, | |
con curso más brïoso, | |
desde la tierra al cielo, que es más alto. |
Creciste, y fue creciendo en ti la gana | |
de obrar en proporción de los favores | |
con que te regaló la mano eterna, | |
tales que, al parecer, se alzó a mayores | |
contigo alegre Dios en la mañana | |
de tu florida edad humilde y tierna; | |
y así tu ser gobierna | |
que poco a poco subes | |
sobre las densas nubes | |
de la suerte mortal, y así levantas | |
tu cuerpo al cielo, sin fijar las plantas, | |
que ligero tras sí el alma le lleva | |
a las regiones santas | |
con nueva suspensión, con virtud nueva. |
Allí su humildad te muestra santa; | |
acullá se desposa Dios contigo, | |
aquí misterios altos te revela. | |
Tierno amante se muestra, dulce amigo, | |
y, siendo tu maestro, te levanta | |
al cielo, que señala por tu escuela; | |
parece se desvela | |
en hacerte mercedes; | |
rompe rejas y redes | |
para buscarte el Mágico divino, | |
tan tu llegado siempre y tan contino | |
que, si algún afligido a Dios buscara, | |
acortando camino | |
en tu pecho o en tu celda le hallara. |
Aunque naciste en Ávila, se puede | |
decir que Alba fue donde naciste, | |
pues allí nace donde muere el justo; | |
desde Alba, ¡oh madre!, al cielo te partiste: | |
alba pura, hermosa, a quien sucede | |
el claro día del inmenso gusto. | |
Que le goces es justo | |
en éxtasis divinos | |
por todos los caminos | |
por donde Dios llevar a un alma sabe, | |
para darle de sí cuanto ella cabe, | |
y aun la ensancha, dilata y engrandece | |
y, con amor süave, | |
a sí y de sí la junta y enriquece. |
Como las circunstancias convenibles | |
que acreditan los éxtasis, que suelen | |
indicios ser de santidad notoria, | |
en los tuyos se hallaron, nos impelen | |
a creer la verdad de los visibles | |
que nos describe tu discreta historia; | |
y el quedar con vitoria, | |
honroso triunfo y palma | |
del infierno, y tu alma | |
más humilde, más sabia y obediente | |
al fin de tus arrobos, fue evidente | |
señal que todos fueron admirables | |
y sobrehumanamente | |
nuevos, continuos, sacros, inefables. |
Ahora, pues, que al cielo te retiras, | |
menospreciando la mortal riqueza | |
en la inmortalidad que siempre dura, | |
y el visorrey de Dios nos da certeza | |
que sin enigma y sin espejo miras | |
de Dios la incomparable hermosura, | |
colma nuestra ventura: | |
oye, devota y pía, | |
los balidos que envía | |
el rebaño infinito que crïaste | |
cuando del suelo al cielo el vuelo alzaste, | |
que no porque dejaste nuestra vida | |
la caridad dejaste, | |
que en los cielos está más estendida. |
Canción, de ser humilde has de preciarte | |
cuando quieras al cielo levantarte, | |
que tiene la humildad naturaleza | |
de ser el todo y parte | |
de alzar al cielo la mortal bajeza. |
De Miguel de Cervantes Saavedra
De Turia el cisne más famoso hoy canta, | |
y no para acabar la dulce vida, | |
que en sus divinas obras escondida | |
a los tiempos y edades se adelanta: | |
queda por él canonizada y santa | |
Teruel, vivos Marcilla y su homicida; | |
su pluma, por heroica conocida, | |
en quien se admira el cielo, el suelo espanta. | |
Su dotrina, su voz, su estilo raro, | |
que por tuyos, ¡oh Apolo!, reconoces, | |
según el vuelo de sus bellas alas, | |
grabadas por la Fama en mármol paro | |
y en láminas de bronce, harán que goces | |
siglo de eternidad, Yagüe de Salas. |
De Miguel de Cervantes Saavedra,
a la señora doña Alfonsa González, monja profesa
en el monasterio de Nuestra Señora de Constantinopla,
en la dirección deste libro de la Sacra Minerva
En vuestra sin igual, dulce armonía, | |
hermosísima Alfonsa, nos reserva | |
la nueva, la sin par sacra Minerva | |
cuanto de bueno y santo el cielo cría. | |
Llega el felice punto, llega el día | |
en que, si os oye la infernal caterva, | |
huye gimiendo al centro y, de la acerva | |
región, suspiros a la tierra envía. | |
En fin, vos convertís el suelo en cielo | |
con la voz celestial, con la hermosura | |
que os hacen parecer ángel divino; | |
y así, conviene que tal vez el velo | |
alcéis, y descubráis esa luz pura | |
que nos pone del cielo en el camino. |