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LIBRO SEGUNDO DE LA HISTORIA DE

LOS TRABAJOS DE PERSILES Y SIGISMUNDA

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Capítulo Décimo

 

Cuenta Periandro el suceso de su viaje

 

 

-«El principio y preámbulo de mi historia, ya que queréis, señores, que os la cuente, quiero que sea éste: que nos contempléis a mi hermana y a mí, con una anciana ama suya, embarcados en una nave, cuyo dueño, en el lugar de parecer mercader, era un gran cosario. Las riberas de una isla barríamos, quiero decir que íbamos tan cerca de ella que distintamente conocíamos, no solamente los árboles, pero sus diferencias. Mi hermana, cansada de haber andado algunos días por el mar, deseó salir a recrearse a la tierra; pidióselo al capitán, y, como sus ruegos tienen siempre fuerza de mandamiento, consintió el capitán en el de su ruego, y en la pequeña barca de la nave, con sólo un marinero, nos echó en tierra a mí y a mi hermana y a Cloelia, que éste era el nombre de su ama. Al tomar tierra, vio el marinero que un pequeño río por una pequeña boca entraba a dar al mar su tributo; hacíanle sombra por una y otra ribera gran cantidad de verdes y hojosos árboles, a quien servían de cristalinos espejos sus transparentes aguas. Rogámosle se entrase por el río, pues la amenidad del sitio nos convidaba. Hízolo así, y comenzó a subir por el río arriba, y, habiendo perdido de vista la nave, soltando los remos, se detuvo y dijo: ``Mirad, señores, del modo que habéis de hacer este viaje, y haced cuenta que esta pequeña barca que ahora os lleva es vuestro navío, porque no habéis de volver más al que en la mar os queda aguardando, si ya esta señora no quiere perder la honra, y vos, que decís que sois su hermano, la vida''. Díjome, en fin, que el capitán del navío quería deshonrar a mi hermana y darme a mí la muerte, y que atendiésemos a nuestro remedio, que él nos seguiría y acompañaría en todo lugar y en todo acontecimiento. Si nos turbamos con esta nueva, júzguelo el que estuviere acostumbrado a recebirlas malas de los bienes que espera. Agradecíle el aviso, y ofrecíle la recompensa cuando nos viésemos en más felice estado. ``Aun bien -dijo Cloelia- que traigo conmigo las joyas de mi señora''.

»Y, aconsejándonos los cuatro de lo que hacer debíamos, fue parecer del marinero que nos entrásemos el río adentro: quizá descubriríamos algún lugar que nos defendiese, si acaso los de la nave viniesen a buscarnos. ``Mas no vendrán -dijo-, porque no hay gente en todas estas islas que no piense ser cosarios todos cuantos surcan estas riberas, y, en viendo la nave o naves, luego toman las armas para defenderse; y, si no es con asaltos nocturnos y secretos, nunca salen medrados los cosarios''.

»Parecióme bien su consejo; tomé yo el un remo, y ayudéle a llevar el trabajo. Subimos por el río arriba, y, habiendo andado como dos millas, llegó a nuestros oídos el son de muchos y varios instrumentos formado, y luego se nos ofreció a la vista una selva de árboles movibles, que de la una ribera a la otra ligeramente cruzaban. Llegamos más cerca y conocimos ser barcas enramadas lo que parecían árboles, y que el son le formaban los instrumentos que tañían los que en ellas iban. Apenas nos hubieron descubierto, cuando se vinieron a nosotros y rodearon nuestro barco por todas partes. Levantóse en pie mi hermana, y, echándose sus hermosos cabellos a las espaldas, tomados por la frente con una cinta leonada o listón que le dio su ama, hizo de sí casi divina e improvisa muestra; que, como después supe, por tal la tuvieron todos los que en las barcas venían, los cuales a voces, como dijo el marinero, que las entendía, decían: ``¿Qué es esto? ¿Qué deidad es esta que viene a visitarnos y a dar el parabién al pescador Carino y a la sin par Selviana de sus felicísimas bodas?'' Luego dieron cabo a nuestra barca, y nos llevaron a desembarcar no lejos del lugar donde nos habían encontrado.

»Apenas pusimos los pies en la ribera, cuando un escuadrón de pescadores, que así lo mostraban ser en su traje, nos rodearon, y uno por uno, llenos de admiración y reverencia, llegaron a besar las orillas del vestido de Auristela, la cual, a pesar del temor que la congojaba de las nuevas que la habían dado, se mostró a aquel punto tan hermosa que yo disculpo el error de aquellos que la tuvieron por divina.

»Poco desviados de la ribera, vimos un tálamo en gruesos troncos de sabina sustentado, cubierto de verde juncia, y oloroso con diversas flores, que servían de alcatifas al suelo; vimos ansimismo levantarse de unos asientos dos mujeres y dos hombres, ellas mozas y ellos gallardos mancebos: la una hermosa sobremanera, y la otra fea sobremanera; el uno gallardo y gentilhombre, y el otro no tanto; y todos cuatro se pusieron de rodillas ante Auristela, y el más gentilhombre dijo: ``¡Oh tú, quienquiera que seas, que no puedes ser sino cosa del cielo!; mi hermano y yo, con el estremo a nuestras fuerzas posible, te agradecemos esta merced que nos haces, honrando nuestras pobres y ya de hoy más ricas bodas. Ven, señora, y si en lugar de los palacios de cristal, que en el profundo mar dejas, como una de sus habitadoras, hallares en nuestros ranchos las paredes de conchas y los tejados de mimbres, o por mejor decir, las paredes de mimbres y los tejados de conchas, hallarás, por lo menos, los deseos de oro, y las voluntades de perlas para servirte. Y hago esta comparación, que parece impropia, porque no hallo cosa mejor que el oro, ni más hermosa que las perlas''. Inclinóse a abrazarle Auristela, confirmando con su gravedad, cortesía y hermosura la opinión que della tenían.

»El pescador menos gallardo se apartó a dar orden a la demás turba a que levantasen las voces en alabanzas de la recién venida estranjera, y que tocasen todos los instrumentos en señal de regocijo. Las dos pescadoras, fea y hermosa, con sumisión humilde, besaron las manos a Auristela, y ella las abrazó cortés y amigablemente. El marinero, contentísimo del suceso, dio cuenta a los pescadores del navío que en el mar quedaba, diciéndoles que era de cosarios, de quien se temía que habían de venir por aquella doncella, que era una principal señora, hija de reyes: que, para mover los corazones a su defensa, le pareció ser necesario levantar este testimonio a mi hermana. Apenas entendieron esto, cuando dejaron los instrumentos regocijados y acudieron a los bélicos, que tocaron "¡arma, arma!" por entrambas riberas.

»Llegó en esto la noche, recogímonos al mismo rancho de los desposados, pusiéronse centinelas hasta la misma boca del río, cebáronse las nasas, tendiéronse las redes y acomodáronse los anzuelos: todo con intención de regalar y servir a sus nuevos huéspedes; y, por más honrarlos, los dos recién desposados no quisieron aquella noche pasarla con sus esposas, sino dejar los ranchos solos a ellas y a Auristela y a Cloelia, y que ellos, con sus amigos, conmigo y con el marinero, se les hiciese guarda y centinela. Y, aunque sobraba la claridad del cielo, por la que ofrecía la de la creciente luna, y en la tierra ardían las hogueras que el nuevo regocijo había encendido, quisieron los desposados que cenásemos en el campo los varones, y dentro del rancho las mujeres. Hízose así, y fue la cena tan abundante que pareció que la tierra se quiso aventajar al mar, y el mar a la tierra, en ofrecer la una sus carnes y la otra sus pescados.

»Acabada la cena, Carino me tomó por la mano, y, paseándose conmigo por la ribera, después de haber dado muestras de tener apasionada el alma, con sollozos y con suspiros, me dijo: ``Por tener milagrosa esta tu llegada a tal sazón y tal coyuntura, que con ella has dilatado mis bodas, tengo por cierto que mi mal ha de tener remedio mediante tu consejo; y ansí, aunque me tengas por loco, y por hombre de mal conocimiento y de peor gusto, quiero que sepas que, de aquellas dos pescadoras que has visto, la una fea y la otra hermosa, a mí me ha cabido en suerte de que sea mi esposa la más bella, que tiene por nombre Selviana; pero no sé qué te diga, ni sé qué disculpa dar de la culpa que tengo, ni del yerro que hago. Yo adoro a Leoncia, que es la fea, sin poder ser parte a hacer otra cosa. Con todo esto, te quiero decir una verdad, sin que me engañe en creerla: que a los ojos de mi alma, por las virtudes que en la de Leoncia descubro, ella es la más hermosa mujer del mundo; y hay más en esto: que de Solercio, que es el nombre del otro desposado, tengo más de un barrunto que muere por Selviana. De modo que nuestras cuatro voluntades están trocadas, y esto ha sido por querer todos cuatro obedecer a nuestros padres y a nuestros parientes, que han concertado estos matrimonios. Y no puedo yo pensar en qué razón se consiente que la carga que ha de durar toda la vida se la eche el hombre sobre sus hombros, no por el suyo, sino por el gusto ajeno; y, aunque esta tarde habíamos de dar el consentimiento y el sí del cautiverio de nuestras voluntades, no por industria, sino por ordenación del cielo, que así lo quiero creer, se estorbó con vuestra venida, de modo que aún nos queda tiempo para enmendar nuestra ventura; y para esto te pido consejo, pues, como estranjero, y no parcial de ninguno, sabrás aconsejarme, porque tengo determinado que, si no se descubre alguna senda que me lleve a mi remedio, de ausentarme destas riberas, y no parecer en ellas en tanto que la vida me durare: ora mis padres se enojen, o mis parientes me riñan, o mis amigos se enfaden''.

»Atentamente le estuve escuchando, y de improviso me vino a la memoria su remedio, y a la lengua estas mismas palabras: ``No hay para qué te ausentes, amigo; a lo menos, no ha de ser antes que yo hable con mi hermana Auristela, que es aquella hermosísima doncella que has visto. Ella es tan discreta que parece que tiene entendimiento divino, como tiene hermosura divina''.

»Con esto nos volvimos a los ranchos, y yo conté a mi hermana todo lo que con el pescador había pasado, y ella halló en su discreción el modo como sacar verdaderas mis palabras y el contento de todos; y fue que, apartándose con Leoncia y Selviana a una parte, les dijo: ``Sabed, amigas, que de hoy más lo habéis de ser verdaderas mías, que juntamente con este buen parecer que el cielo me ha dado, me dotó de un entendimiento perspicaz y agudo, de tal modo que, viendo el rostro de una persona, le leo el alma y le adivino los pensamientos. Para prueba desta verdad, os presentaré a vosotras por testigos: tú, Leoncia, mueres por Carino, y tú, Selviana, por Solercio; la virginal vergüenza os tiene mudas, pero por mi lengua se romperá vuestro silencio, y por mi consejo, que, sin duda alguna será admitido, se igualarán vuestros deseos. Callad y dejadme hacer, que o yo no tendré discreción, o vosotras tendréis felice fin en vuestros deseos''. Ellas, sin responder palabra, sino con besarla infinitas veces las manos y abrazándola estrechamente, confirmaron ser verdad cuanto había dicho, especialmente en lo de sus trocadas aficiones.

»Pasóse la noche, vino el día, cuya alborada fue regocijadísima, porque con nuevos y verdes ramos parecieron adornadas las barcas de los pescadores; sonaron los instrumentos con nuevos y alegres sones; alzaron las voces todos, con que se aumentó la alegría; salieron los desposados para irse a poner en el tálamo donde habían estado el día de antes; vistiéronse Selviana y Leoncia de nuevas ropas de boda. Mi hermana, de industria, se aderezó y compuso con los mismos vestidos que tenía, y, con ponerse una cruz de diamantes sobre su hermosa frente y unas perlas en sus orejas (joyas de tanto valor que hasta ahora nadie les ha sabido dar su justo precio, como lo veréis cuando os las enseñe), mostró ser imagen sobre el mortal curso levantada. Llevaba asidas de las manos a Selviana y a Leoncia, y, puesta encima del teatro, donde el tálamo estaba, llamó y hizo llegar junto a sí a Carino y a Solercio. Carino llegó temblando y confuso de no saber lo que yo había negociado, y, estando ya el sacerdote a punto para darles las manos y hacer las católicas ceremonias que se usan, mi hermana hizo señales que la escuchasen. Luego se estendió un mudo silencio por toda la gente, tan callado que apenas los aires se movían. Viéndose, pues, prestar grato oído de todos, dijo en alta y sonora voz: ``Esto quiere el cielo''. Y, tomando por la mano a Selviana, se la entregó a Solercio, y, asiendo de la de Leoncia, se la dio a Carino. ``Esto, señores -prosiguió mi hermana-, es, como ya he dicho, ordenación del cielo, y gusto no accidental, sino propio destos venturosos desposados, como lo muestra la alegría de sus rostros y el sí que pronuncian sus lenguas''. Abrazáronse los cuatro, con cuya señal todos los circunstantes aprobaron su trueco, y confirmaron, como ya he dicho, ser sobrenatural el entendimiento y belleza de mi hermana, pues así había trocado aquellos casi hechos casamientos con sólo mandarlo.

»Celebróse la fiesta, y luego salieron de entre las barcas del río cuatro despalmadas, vistosas por las diversas colores con que venían pintadas, y los remos, que eran seis de cada banda, ni más ni menos; las banderetas, que venían muchas por los filaretes, ansimismo eran de varios colores; los doce remeros de cada una venían vestidos de blanquísimo y delgado lienzo, de aquel mismo modo que yo vine cuando entré la vez primera en esta isla. Luego conocí que querían las barcas correr el palio, que se mostraba puesto en el árbol de otra barca, desviada de las cuatro como tres carreras de caballo. Era el palio de tafetán verde listado de oro, vistoso y grande, pues alcanzaba a besar y aun a pasearse por las aguas. El rumor de la gente y el son de los instrumentos era tan grande que no se dejaba entender lo que mandaba el capitán del mar, que en otra pintada barca venía. Apartáronse las enramadas barcas a una y otra parte del río, dejando un espacio llano en medio, por donde las cuatro competidoras barcas volasen, sin estorbar la vista a la infinita gente que desde el tálamo y desde ambas riberas estaba atenta a mirarlas; y, estando ya los bogadores asidos de las manillas de los remos, descubiertos los brazos, donde se parecían los gruesos nervios, las anchas venas y los torcidos músculos, atendían la señal de la partida, impacientes por la tardanza, y fogosos, bien ansí como lo suele estar el generoso can de Irlanda cuando su dueño no le quiere soltar de la traílla a hacer la presa que a la vista se le muestra.

»Llegó, en fin, la señal esperada, y a un mismo tiempo arrancaron todas cuatro barcas, que no por el agua, sino por el viento parecía que volaban: una dellas, que llevaba por insignia un vendado Cupido, se adelantó de las demás casi tres cuerpos de la misma barca, cuya ventaja dio esperanza a todos cuantos la miraban de que ella sería la primera que llegase a ganar el deseado premio; otra, que venía tras ella, iba alentando sus esperanzas, confiada en el tesón durísimo de sus remeros; pero, viendo que la primera en ningún modo desmayaba, estuvieron por soltar los remos sus bogadores. Pero son diferentes los fines y acontecimientos de las cosas de aquello que se imagina, porque, aunque es ley que, los combates y contiendas, que ninguno de los que miran favorezca a ninguna de las partes con señales, con voces o con otro algún género que parezca que pueda servir de aviso al combatiente, viendo la gente de la ribera que la barca de la insignia de Cupido se aventajaba tanto a las demás, sin mirar a leyes, creyendo que ya la victoria era suya, dijeron a voces muchos: ``¡Cupido vence! ¡El amor es invencible!'' A cuyas voces, por escuchallas, parece que aflojaron un tanto los remeros del Amor.

»Aprovechóse de esta ocasión la segunda barca, que detrás de la del Amor venía, la cual traía por insignia al Interés en figura de un gigante pequeño, pero muy ricamente aderezado, y impelió los remos con tanta fuerza que llegó a igualarse el Interés con el Amor, y, arrimándosele a un costado, le hizo pedazos todos los remos de la diestra banda, habiendo primero la del Interés recogido los suyos y pasado adelante, dejando burladas las esperanzas de los que primero habían cantado la victoria por el Amor; y volvieron a decir: ``¡El Interés vence! ¡El Interés vence!''

»La barca tercera traía por insignia a la Diligencia, en figura de una mujer desnuda, llena de alas por todo el cuerpo; que, a traer trompeta en las manos, antes pareciera Fama que Diligencia. Viendo el buen suceso del Interés, alentó su confianza, y sus remeros se esforzaron de modo que llegaron a igualar con el Interés; pero, por el mal gobierno del timonero, se embarazó con las dos barcas primeras, de modo que los unos ni los otros remos fueron de provecho. Viendo lo cual la postrera, que traía por insignia a la Buena Fortuna, cuando estaba desmayada y casi para dejar la empresa, viendo el intricado enredo de las demás barcas, desviándose algún tanto de ellas por no caer en el mismo embarazo, apretó, como decirse suele, los puños y, deslizándose por un lado, pasó delante de todas. Cambiáronse los gritos de los que miraban, cuyas voces sirvieron de aliento a su bogadores, que, embebidos en el gusto de verse mejorados, les parecía que si los que quedaban atrás entonces les llevaran la misma ventaja, no dudaran de alcanzarlos ni de ganar el premio, como lo ganaron, más por ventura que por ligereza.

»En fin, la Buena Fortuna fue la que la tuvo buena entonces, y la mía de agora no lo sería si yo adelante pasase con el cuento de mis muchos y estraños sucesos.» Y así, os ruego, señores, dejemos esto en este punto, que esta noche le daré fin, si es posible que le puedan tener mis desventuras.

Esto dijo Periandro a tiempo que al enfermo Antonio le tomó un terrible desmayo; viendo lo cual su padre, casi como adevino de dónde procedía, los dejó a todos, y se fue, como después parecerá, a buscar a la Cenotia, con la cual le sucedió lo que se dirá en el siguiente capítulo.

 

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Última actualización: 02/06/97.