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LIBRO SEGUNDO DE LA HISTORIA DE
LOS TRABAJOS DE PERSILES Y SIGISMUNDA
No le quedó sabrosa la mano a Antonio del golpe que había hecho; que, aunque acertó errando, como no sabía las culpas de Clodio y había visto la de la Cenotia, quisiera haber sido mejor certero. Llegóse a Clodio por ver si le quedaban algunas reliquias de vida, y vio que todas se las había llevado la muerte; cayó en la cuenta de su yerro, y túvose verdaderamente por bárbaro. Entró en esto su padre, y, viendo la sangre y el cuerpo muerto de Clodio, conoció por la flecha que aquel golpe había sido hecho por la mano de su hijo. Preguntóselo, y respondióle que sí; quiso saber la causa, y también se la dijo.
Admiróse el padre; lleno de indignación le dijo:
-Ven acá, bárbaro, si a los que te aman y te quieren procuras quitar la vida, ¿qué harás a los que te aborrecen? Si tanto presumes de casto y honesto, defiende tu castidad y honestidad con el sufrimiento; que los peligros semejantes no se remedian con las armas, ni con esperar los encuentros, sino con huir de ellos. Bien parece que no sabes lo que le sucedió a aquel mancebo hebreo que dejó la capa en manos de la lasciva señora que le solicitaba. Dejaras tú, ignorante, esa tosca piel que traes vestida, y ese arco con que presumes vencer a la misma valentía; no le armaras contra la blandura de una mujer rendida, que, cuando lo está, rompe por cualquier inconveniente que a su deseo se oponga. Si con esta condición pasas adelante en el discurso de tu vida, por bárbaro serás tenido hasta que la acabes, de todos los que te conocieren. No digo yo que ofendas a Dios en ningún modo, sino que reprehendas, y no castigues, a las que quisieren turbar tus honestos pensamientos; y aparéjate para más de una batalla, que la verdura de tus años y el gallardo brío de tu persona con muchas batallas te amenazan; y no pienses que has de ser siempre solicitado, que alguna vez solicitarás, y, sin alcanzar tus deseos, te alcanzará la muerte en ellos.
Escuchaba Antonio a su padre, los ojos puestos en el suelo, tan vergonzoso como arrepentido. Y lo que le respondió fue:
-No mires, señor, lo que hice, y pésame de haberlo hecho. Procuraré enmendarme de aquí adelante, de modo que no parezca bárbaro por riguroso, ni lascivo por manso. Dése orden de enterrar a Clodio, y de hacerle la satisfación más conveniente que ser pudiere.
Ya en esto había volado por el palacio la muerte de Clodio, pero no la causa de ella, porque la encubrió la enamorada Cenotia, diciendo sólo que, sin saber por qué, el bárbaro mozo le había muerto.
Llegó esta nueva a los oídos de Auristela, que aún se tenía el papel de Clodio en las manos, con intención de mostrársele a Periandro o a Arnaldo, para que castigasen su atrevimiento; pero, viendo que el cielo había tomado a su cargo el castigo, rompió el papel, y no quiso que saliesen a luz las culpas de los muertos: consideración tan prudente como cristiana. Y, bien que Policarpo se alborotó con el suceso, teniéndose por ofendido de que nadie en su casa vengase sus injurias, no quiso averiguar el caso, sino remitióselo al príncipe Arnaldo, el cual, a ruego de Auristela y al de Transila, perdonó a Antonio y mandó enterrar a Clodio, sin averiguar la culpa de su muerte, creyendo ser verdad lo que Antonio decía, que por yerro le había muerto, sin descubrir los pensamientos de Cenotia, porque a él no le tuviesen de todo en todo por bárbaro.
Pasó el rumor del caso, enterraron a Clodio, quedó Auristela vengada, como si en su generoso pecho albergara género de venganza alguna, así como albergaba en el de la Cenotia, que bebía, como dicen, los vientos, imaginando cómo vengarse del cruel flechero, el cual de allí a dos días se sintió mal dispuesto, y cayó en la cama con tanto descaecimiento que los médicos dijeron que se le acababa la vida, sin conocer de qué enfermedad. Lloraba Ricla, su madre, y su padre Antonio tenía de dolor el corazón consumido; no se podía alegrar Auristela, ni Mauricio; Ladislao y Transila sentían la misma pesadumbre; viendo lo cual Policarpo, acudió a su consejera Cenotia, y le rogó procurase algún remedio a la enfermedad de Antonio, la cual, por no conocerla los médicos, ellos no sabían hallarle. Ella le dio buenas esperanzas, asegurándole que de aquella enfermedad no moriría, pero que convenía dilatar algún tanto la cura. Creyóla Policarpo, como si se lo dijera un oráculo.
De todos estos sucesos no le pesaba mucho a Sinforosa, viendo que por ellos se detendría la partida de Periandro, en cuya vista tenía librado el alivio de su corazón: que, puesto que deseaba que se partiese, pues no podía volver si no se partía, tanto gusto le daba el verle que no quisiera que se partiera.
Llegó una sazón y coyuntura donde Policarpo y sus dos hijas, Arnaldo, Periandro y Auristela, Mauricio, Ladislao y Transila, y Rutilio, que después que escribió el billete a Policarpa, aunque le había roto, de arrepentido andaba triste y pensativo, bien así como el culpado, que piensa que cuantos le miran son sabidores de su culpa; digo que la compañía de los ya nombrados se halló en la estancia del enfermo Antonio, a quien todos fueron a visitar, a pedimiento de Auristela, que ansí a él como a sus padres los estimaba y quería mucho, obligada del beneficio que el mozo bárbaro le había hecho cuando los sacó del fuego de la isla, y la llevó al serrallo de su padre; y más que, como en las comunes desventuras se reconcilian los ánimos y se traban las amistades, por haber sido tantas las que en compañía de Ricla y de Constanza y de los dos Antonios había pasado, ya no solamente por obligación, mas por elección y destino los amaba.
Estando, pues, juntos, como se ha dicho, un día Sinforosa rogó encarecidamente a Periandro les contase algunos sucesos de su vida; especialmente se holgaría de saber de dónde venía la primera vez que llegó a aquella isla, cuando ganó los premios de todos los juegos y fiestas que aquel día se hicieron, en memoria de haber sido el de la elección de su padre. A lo que Periandro respondió que sí haría, si se le permitiese comenzar el cuento de su historia, y no del mismo principio, porque éste no lo podía decir ni descubrir a nadie, hasta verse en Roma con Auristela, su hermana.
Todos le dijeron que hiciese su gusto, que de cualquier cosa que él dijese le recibirían; y el que más contento sintió fue Arnaldo, creyendo descubrir, por lo que Periandro dijese, algo que descubriese quién era. Con este salvoconduto, Periandro dijo desta manera: