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LIBRO SEGUNDO DE LA HISTORIA DE

LOS TRABAJOS DE PERSILES Y SIGISMUNDA

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Capítulo Trece

 

Da cuenta Periandro de un notable caso

que le sucedió en el mar

 

 

La salud del enhechizado Antonio volvió su gallardía a su primera entereza, y con ella se volvieron a renovar en Cenotia sus mal nacidos deseos, los cuales también renovaron en su corazón los temores de verse de él ausente: que los desahuciados de tener en sus males remedio, nunca acaban de desengañarse que lo están, en tanto que veen presente la causa de donde nacen. Y así, procuraba, con todas las trazas que podía imaginar su agudo entendimiento, de que no saliesen de la ciudad ninguno de aquellos huéspedes; y así, volvió a aconsejar a Policarpo que en ninguna manera dejase sin castigo el atrevimiento del bárbaro homicida, y que, por lo menos, ya que no le diese la pena conforme al delito, le debía prender y castigarle siquiera con amenazas, dando lugar que el favor se opusiese por entonces a la justicia, como tal vez se suele hacer en más importantes ocasiones.

No la quiso tomar Policarpo en la que este consejo le ofrecía, diciendo a la Cenotia que era agraviar la autoridad del príncipe Arnaldo, que debajo de su amparo le traía, y enfadar a su querida Auristela, que como a su hermano le trataba; y más, que aquel delito fue accidental y forzoso, y nacido más de desgracia que de malicia; y más, que no tenía parte que le pidiese, y que todos cuantos le conocían afirmaban que aquella pena era condigna de su culpa, por ser el mayor maldiciente que se conocía.

-¿Cómo es esto, señor -replicó la Cenotia-, que, habiendo quedado el otro día entre nosotros de acuerdo de prenderle, con cuya ocasión la tomases de detener a Auristela, agora estás tan lejos de tomarle? Ellos se te irán, ella no volverá, tú llorarás entonces tu perplejidad y tu mal discurso, a tiempo cuando ni te aprovechen las lágrimas, ni enmendar en la imaginación lo que ahora con nombre de piadoso quieres hacer. Las culpas que comete el enamorado en razón de cumplir su deseo no lo son, en razón de que no es suyo, ni es él el que las comete, sino el amor, que manda su voluntad. Rey eres, y de los reyes las injusticias y rigores son bautizadas con nombre de severidad. Si prendes a este mozo, darás lugar a la justicia; y soltándole, a la misericordia; y en lo uno y en lo otro confirmarás el nombre que tienes de bueno.

Desta manera aconsejaba la Cenotia a Policarpo, el cual, a solas y en todo lugar, iba y venía con el pensamiento en el caso, sin saber resolverse de qué modo podía detener a Auristela sin ofender a Arnaldo, de cuyo valor y poder era razón temiese; pero, en medio de estas consideraciones, y en el de las que tenía Sinforosa, que, por no estar tan recatada ni tan cruel como la Cenotia, deseaba la partida de Periandro, por entrar en la esperanza de la vuelta, se llegó el término de que Periandro volviese a proseguir su historia, que la siguió en esta manera:

-«Ligera volaba mi nave por donde el viento quería llevarla, sin que se le opusiese a su camino la voluntad de ninguno de los que íbamos en ella, dejando todos en el albedrío de la fortuna nuestro viaje, cuando desde lo alto de la gavia vimos caer a un marinero, que, antes que llegase a la cubierta del navío, quedó suspenso de un cordel que traía anudado a la garganta. Llegué con priesa y cortésele, con que estorbé no se le acortase la vida. Quedó como muerto, y estuvo fuera de sí casi dos horas, al cabo de las cuales volvió en sí, y preguntándole la causa de su desesperación, dijo: ``Dos hijos tengo, el uno de tres y el otro de cuatro años, cuya madre no pasa de los veinte y dos y cuya pobreza pasa de lo posible, pues sólo se sustentaba del trabajo de estas manos; y, estando yo agora encima de aquella gavia, volví los ojos al lugar donde los dejaba, y, casi como si alcanzara a verlos, los vi hincados de rodillas, las manos levantadas al cielo, rogando a Dios por la vida de su padre, y llamándome con palabras tiernas; vi ansimismo llorar a su madre, dándome nombres de cruel sobre todos los hombres. Esto imaginé con tan gran vehemencia que me fuerza a decir que lo vi, para no poner duda en ello. Y el ver que esta nave vuela y me aparta dellos, y que no sé dónde vamos, y la poca o ninguna obligación que me obligó a entrar en ella, me trastornó el sentido, y la desesperación me puso este cordel en las manos, y yo le di a mi garganta, por acabar en un punto los siglos de pena que me amenazaba''.

»Este suceso movió a lástima a cuantos le escuchábamos, y, habiéndole consolado y casi asegurado que presto daríamos la vuelta contentos y ricos, le pusimos dos hombres de guarda que le estorbasen volver a poner en ejecución su mal intento, y ansí le dejamos; y yo, porque este suceso no despertase en la imaginación de alguno de los demás el querer imitarle, les dije que ``la mayor cobardía del mundo era el matarse, porque el homicida de sí mismo es señal que le falta el ánimo para sufrir los males que teme; y, ¿qué mayor mal puede venir a un hombre que la muerte?; y, siendo esto así, no es locura el dilatarla: con la vida se enmiendan y mejoran las malas suertes, y con la muerte desesperada no sólo no se acaban y se mejoran, pero se empeoran y comienzan de nuevo. Digo esto, compañeros míos, porque no os asombre el suceso que habéis visto deste nuestro desesperado: que aun hoy comenzamos a navegar, y el ánimo me está diciendo que nos aguardan y esperan mil felices sucesos''.

»Todos dieron la voz a uno para responder por todos, el cual desta manera dijo: ``Valeroso capitán, en las cosas que mucho se consideran, siempre se hallan muchas dificultades, y en los hechos valerosos que se acometen, alguna parte se ha de dar a la razón y muchas a la ventura; y en la buena que hemos tenido en haberte elegido por nuestro capitán, vamos seguros y confiados de alcanzar los buenos sucesos que dices. Quédense nuestras mujeres, quédense nuestros hijos, lloren nuestros ancianos padres, visite la pobreza a todos; que los cielos, que sustentan los gusarapos del agua, tendrán cuidado de sustentar los hombres de la tierra. Manda, señor, izar las velas; pon centinelas en las gavias por ver si descubren en qué podamos mostrar que, no temerarios, sino atrevidos, son los que aquí vamos a servirte''.

»Agradecíles la respuesta, hice izar todas las velas, y, habiendo navegado aquel día, al amanecer del siguiente, la centinela de la gavia mayor dijo a grandes voces: ``¡Navío! ¡Navío!'' Preguntáronle qué derrota llevaba, y que de qué tamaño parecía. Respondió que era tan grande como el nuestro, y que le teníamos por la proa. ``Alto, pues -dije-, amigos, tomad las armas en las manos, y mostrad con éstos, si son cosarios, el valor que os ha hecho dejar vuestras redes''. Hice luego cargar las velas, y en poco más de dos horas descubrimos y alcanzamos el navío, al cual embestimos de golpe, y, sin hallar defensa alguna, saltaron en él más de cuarenta de mis soldados, que no tuvieron en quien ensangrentar las espadas, porque solamente traía algunos marineros y gente de servicio; y, mirándolo bien todo, hallaron en un apartamiento puestos en un cepo de hierro por la garganta, desviados uno de otro casi dos varas, a un hombre de muy buen parecer y a una mujer más que medianamente hermosa; y en otro aposento hallaron, tendido en un rico lecho, a un venerable anciano, de tanta autoridad que obligó su presencia a que todos le tuviésemos respeto. No se movió del lecho, porque no podía; pero, levantándose un poco, alzó la cabeza y dijo: ``Envainad, señores, vuestras espadas, que en este navío no hallaréis ofensores en quien ejercitarlas; y si la necesidad os hace y fuerza a usar este oficio de buscar vuestra ventura a costa de las ajenas, a parte habéis llegado que os hará dichosos, no porque en este navío haya riquezas ni alhajas que os enriquezcan, sino porque yo voy en él, que soy Leopoldio, el rey de los dánaos''.

»Este nombre de rey me avivó el deseo de saber qué sucesos habían traído a un rey estar tan solo y tan sin defensa alguna. Lleguéme a él, y preguntéle si era verdad lo que decía, porque, aunque su grave presencia prometía serlo, el poco aparato con que navegaba hacía poner en duda el creerle. ``Manda, señor -respondió el anciano-, que esta gente se sosiegue, y escúchame un poco, que en breves razones te contaré cosas grandes''. Sosegáronse mis compañeros, y ellos y yo estuvimos atentos a lo que decir quería, que fue esto: ``El cielo me hizo rey del reino de Dánea, que heredé de mis padres, que también fueron reyes y lo heredaron de sus pasados, sin haberles introducido a serlo la tiranía, ni otra negociación alguna. Caséme en mi mocedad con una mujer mi igual; murióse, sin dejarme sucesión alguna. Corrió el tiempo, y muchos años me contuve en los límites de una honesta viudez; pero, al fin, por culpa mía, que de los pecados que se cometen nadie ha de echar la culpa a otro, sino a sí mismo; digo que, por culpa mía, tropecé y caí en la de enamorarme de una dama de mi mujer, que, a ser ella la que debía, hoy fuera el día que fuera reina, y no se viera atada y puesta en un cepo, como ya debéis de haber visto. Ésta, pues, pareciéndole no ser injusto anteponer los rizos de un criado mío a mis canas, se envolvió con él, y no solamente tuvo gusto de quitarme la honra, sino que procuró, junto con ella, quitarme la vida, maquinando contra mi persona con tan estrañas trazas, con tales embustes y rodeos, que, a no ser avisado con tiempo, mi cabeza estuviera fuera de mis hombros en una escarpia al viento, y las suyas coronadas del reino de Dánea. Finalmente, yo descubrí sus intentos a tiempo, cuando ellos también tuvieron noticia de que yo lo sabía. Una noche, en un pequeño navío que estaba con las velas en alto para partirse, por huir del castigo de su culpa y de la indignación de mi furia, se embarcaron. Súpelo, volé a la marina en las alas de mi cólera, y hallé que habría veinte horas que habían dado las suyas al viento; y yo, ciego del enojo y turbado con el deseo de la venganza, sin hacer algún prudente discurso, me embarqué en este navío y los seguí, no con autoridad y aparato de rey, sino como particular enemigo. Hallélos a cabo de diez días en una isla que llaman del Fuego; cogílos y descuidados, y, puestos en ese cepo que habréis visto, los llevaba a Dánea, para darles, por justicia y procesos fulminados, la debida pena a su delito. Esta es pura verdad, los delincuentes ahí están, que, aunque no quieran, la acreditan. Yo soy el rey de Dánea, que os prometo cien mil monedas de oro, no porque las traiga aquí, sino porque os doy mi palabra de ponéroslas y enviároslas donde quisiéredes, para cuya seguridad, si no basta mi palabra, llevadme con vosotros en vuestro navío y dejad que en este mío, ya vuestro, vaya alguno de los míos a Dánea, y traiga este dinero donde le ordenáredes. Y no tengo más que deciros''.

»Mirábanse mis compañeros unos a otros, y diéronme la vez de responder por todos, aunque no era menester, pues yo, como capitán, lo podía y debía hacer. Con todo esto, quise tomar parecer con Carino y con Solercio y con algunos de los demás, porque no entendiesen que me quería alzar de hecho con el mando que de su voluntad ellos tenían dado; y así, la respuesta que di al rey fue decirle: ``Señor, a los que aquí venimos, no nos puso la necesidad las armas en las manos, ni ninguno otro deseo que de ambiciosos tenga semejanza; buscando vamos ladrones, a castigar vamos salteadores y a destruir piratas; y, pues tú estás tan lejos de ser persona deste género, segura está tu vida de nuestras armas; antes, si has menester que con ellas te sirvamos, ninguna cosa habrá que nos lo impida; y, aunque agradecemos la rica promesa de tu rescate, soltamos la promesa, que, pues no estás cautivo, no estás obligado al cumplimiento de ella. Sigue en paz tu camino, y, en recompensa que vas de nuestro encuentro mejor de lo que pensaste, te suplicamos perdones a tus ofensores; que la grandeza del rey algún tanto resplandece más en ser misericordiosos que justicieros''. Quisiérase humillar Leopoldio a mis pies, pero no lo consintió ni mi cortesía ni su enfermedad. Pedíle me diese alguna pólvora si llevaba, y partiese con nosotros de sus bastimentos, lo cual se hizo al punto. Aconsejéle, asimismo, que si no perdonaba a sus dos enemigos, los dejase en mi navío, que yo los pondría en parte donde no la tuviesen más de ofenderle. Dijo que sí haría, porque la presencia del ofensor suele renovar la injuria en el ofendido. Ordené que luego nos volviésemos a nuestro navío con la pólvora y bastimentos que el rey partió con nosotros; y, queriendo pasar a los dos prisioneros, ya sueltos y libres del pesado cepo, no dio lugar un recio viento que de improviso se levantó, de modo que apartó los dos navíos, sin dejar que otra vez se juntasen. Desde el borde de mi nave me despedí del rey a voces, y él, en los brazos de los suyos, salió de su lecho y se despidió de nosotros. Y yo me despido agora, porque la segunda hazaña me fuerza a descansar para entrar en ella.»

 

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Última actualización: 02/06/97.