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LIBRO SEGUNDO DE LA HISTORIA DE

LOS TRABAJOS DE PERSILES Y SIGISMUNDA

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Capítulo Catorce

 

A todos dio general gusto de oír el modo con que Periandro contaba su estraña peregrinación, si no fue a Mauricio, que, llegándose al oído de Transila, su hija, le dijo:

-Paréceme, Transila, que con menos palabras y más sucintos discursos pudiera Periandro contar los de su vida, porque no había para qué detenerse en decirnos tan por estenso las fiestas de las barcas, ni aun los casamientos de los pescadores; porque los episodios que para ornato de las historias se ponen no han de ser tan grandes como la misma historia; pero yo, sin duda, creo que Periandro nos quiere mostrar la grandeza de su ingenio y la elegancia de sus palabras.

-Así debe de ser -respondió Transila-, pero lo que yo sé decir es que, ora se dilate o se sucinte en lo que dice, todo es bueno y todo da gusto.

Pero ninguno le recebía mayor, como ya creo que otra vez se ha dicho, como Sinforosa, que cada palabra que Periandro decía, así le regalaba el alma que la sacaba de sí misma. Los revueltos pensamientos de Policarpo no le dejaban estar muy atento a los razonamientos de Periandro, y quisiera que no le quedara más que decir, porque le dejara a él más que hacer; que las esperanzas propincuas de alcanzar el bien que se desea fatigan mucho más que las remotas y apartadas.

Y era tanto el deseo que Sinforosa tenía de oír el fin de la historia de Periandro, que solicitó el volverse a juntar otro día, en el cual Periandro prosiguió su cuento en esta forma:

-«Contemplad, señores, a mis marineros, compañeros y soldados, más ricos de fama que de oro, y a mí con algunas sospechas de que no les hubiese parecido bien mi liberalidad; y, puesto que nació tan de su voluntad como de la mía, en la libertad de Leopoldio, como no son todas unas las condiciones de los hombres, bien podía yo temer no estuviesen todos contentos, y que les pareciese que sería difícil recompensar la pérdida de cien mil monedas de oro, que tantas eran las que prometió Leopoldio por su rescate; y esta consideración me movió a decirles: ``Amigos míos, nadie esté triste por la perdida ocasión de alcanzar el gran tesoro que nos ofreció el rey, porque os hago saber que una onza de buena fama vale más que una libra de perlas; y esto no lo puede saber sino el que comienza a gustar de la gloria que da el tener buen nombre. El pobre a quien la virtud enriquece suele llegar a ser famoso, como el rico, si es vicioso, puede venir y viene a ser infame; la liberalidad es una de las más agradables virtudes, de quien se engendra la buena fama; y es tan verdad esto que no hay liberal mal puesto, como no hay avaro que no lo sea''.

»Más iba a decir, pareciéndome que me daban todos tan gratos oídos como mostraban sus alegres semblantes, cuando me quitó las palabras de la boca el descubrir un navío que, no lejos del nuestro, a orza por delante de nosotros pasaba. Hice tocar a arma, y dile caza con todas las velas tendidas y en breve rato me le puse a tiro de cañón; y, disparando uno sin bala, en señal de que amainase, lo hizo así, soltando las velas de alto abajo. Llegando más cerca, vi en él uno de los más estraños espectáculos del mundo: vi que, pendientes de las entenas y de las jarcias, venían más de cuarenta hombres ahorcados; admiróme el caso, y, abordando con el navío, saltaron mis soldados en él, sin que nadie se lo defendiese. Hallaron la cubierta llena de sangre y de cuerpos de hombres semivivos, unos con las cabezas partidas, y otros con las manos cortadas; tal vomitando sangre, y tal vomitando el alma; éste gimiendo dolorosamente, y aquél gritando sin paciencia alguna. Esta mortandad y fracaso daba señales de haber sucedido sobremesa, porque los manjares nadaban entre la sangre, y los vasos mezclados con ella guardaban el olor del vino. En fin, pisando muertos y hollando heridos, pasaron los míos adelante, y en el castillo de popa hallaron puestas en escuadrón hasta doce hermosísimas mujeres, y delante dellas una, que mostraba ser su capitana, armada de un coselete blanco, y tan terso y limpio que pudiera servir de espejo, a quererse mirar en él; traía puesta la gola, pero no las escarcelas ni los brazaletes; el morrión sí, que era de hechura de una enroscada sierpe, a quien adornaban infinitas y diversas piedras de colores varios; tenía un venablo en las manos, tachonado de arriba abajo con clavos de oro, con una gran cuchilla de agudo y luciente acero forjada, con que se mostraba tan briosa y tan gallarda que bastó a detener su vista la furia de mis soldados, que con admirada atención se pusieron a mirarla.

»Yo, que de mi nave la estaba mirando, por verla mejor, pasé a su navío, a tiempo cuando ella estaba diciendo: ``Bien creo, ¡oh soldados!, que os pone más admiración que miedo este pequeño escuadrón de mujeres que a la vista se os ofrece, el cual, después de la venganza que hemos tomado de nuestros agravios, no hay cosa que pueda engendrar en nosotras temor alguno. Embestid, si venís sedientos de sangre, y derramad la nuestra quitándonos las vidas; que, como no nos quitéis las honras, las daremos por bien empleadas. Sulpicia es mi nombre, sobrina soy de Cratilo, rey de Bituania; casóme mi tío con el gran Lampidio, tan famoso por linaje como rico de los bienes de naturaleza y de los de la fortuna. Íbamos los dos a ver al rey mi tío, con la seguridad que nos podía ofrecer ir entre nuestros vasallos y criados, todos obligados por las buenas obras que siempre les hicimos; pero la hermosura y el vino, que suelen trastornar los más vivos entendimientos, les borró las obligaciones de la memoria, y en su lugar les puso los gustos de la lascivia. Anoche bebieron de modo que les sepultó en profundo sueño, y algunos medio dormidos acudieron a poner las manos en mi esposo, y, quitándole la vida, dieron principio a su abominable intento. Pero, como es cosa natural defender cada uno su vida, nosotras, por morir vengadas siquiera, nos pusimos en defensa, aprovechándonos del poco tiento y borrachez con que nos acometían, y con algunas armas que les quitamos, y con cuatro criados que, libres del humo de Baco, nos acudieron, hicimos en ellos lo que muestran esos muertos que están sobre esa cubierta; y, pasando adelante con nuestra venganza, habemos hecho que esos árboles y esas entenas produzcan el fruto que de ellas veis pendiente: cuarenta son los ahorcados, y si fueran cuarenta mil, también murieran, porque su poca o ninguna defensa, y nuestra cólera, a toda esta crueldad, si por ventura lo es, se estendía. Riqueza traigo que poder repartir, aunque mejor diría que vosotros podáis tomar; solo puedo añadir que os las entregaré de buena gana. Tomadlas, señores, y no toquéis en nuestras honras, pues con ellas antes quedaréis infames que ricos''.

»Pareciéronme tan bien las razones de Sulpicia que, puesto que yo fuera verdadero cosario, me ablandara. Uno de mis pescadores dijo a este punto: ``¡Que me maten si no se nos ofrece aquí hoy otro rey Leopoldio, con quien nuestro valeroso capitán muestre su general condición! ¡Ea, señor Periandro: vaya libre Sulpicia, que nosotros no queremos más de la gloria de haber vencido nuestros naturales apetitos!'' ``Así será -respondí yo-, pues vosotros, amigos, lo queréis; y entended que obras tales nunca las deja el cielo sin buena paga, como a las que son malas sin castigo. Despojad esos árboles de tan mal fruto, y limpiad esa cubierta, y entregad a esas señoras, junto con la libertad, la voluntad de servirlas''.

»Púsose en efeto mi mandamiento, y, llena de admiración y de espanto, se me humilló Sulpicia, la cual, como persona que no acertaba a saber lo que le había sucedido, tampoco acertaba a responderme, y lo que hizo fue mandar a una de sus damas le hiciese traer los cofres de sus joyas y de sus dineros. Hízolo así la dama, y en un instante, como aparecidos o llovidos del cielo, me pusieron delante cuatro cofres llenos de joyas y dineros. Abriólos Sulpicia, y hizo muestra de aquel tesoro a los ojos de mis pescadores, cuyo resplandor quizá, y aun sin quizá, cegó en algunos la intención que de ser liberales tenían, porque hay mucha diferencia de dar lo que se posee y se tiene en las manos, a dar lo que está en esperanzas de poseerse. Sacó Sulpicia un rico collar de oro, resplandeciente por las ricas piedras que en él venían engastadas, y diciendo: ``Toma, capitán valeroso, esta prenda rica, no por otra cosa que por serlo la voluntad con que se te ofrece: dádiva es de una pobre viuda, que ayer se vio en la cumbre de la buena fortuna, por verse en poder de su esposo, y hoy se vee sujeta a la discreción destos soldados que te rodean, entre los cuales puedes repartir estos tesoros, que, según se dice, tienen fuerzas para quebrantar las peñas''. A lo que yo respondí: ``Dádivas de tan gran señora se han de estimar como si fuesen mercedes''. Y, tomando el collar, me volví a mis soldados y les dije: ``Esta joya es ya mía, soldados y amigos míos, y así puedo disponer de ella como cosa propia, cuyo precio, por ser a mi parecer inestimable, no conviene que se dé a uno solo. Tómele y guárdele el que quisiere, que, en hallando quien le compre, se dividirá el precio entre todos, y quédese sin tocar lo que la gran Sulpicia os ofrece, porque vuestra fama quede con este hecho frisando con el cielo''. A lo que uno respondió: ``Quisiéramos, ¡oh buen capitán!, que no nos hubieras prevenido con el consejo que nos has dado, porque vieras que de nuestra voluntad correspondíamos a la tuya. Vuelve el collar a Sulpicia: la fama que nos prometes, no hay collar que la ciña ni límite que la contenga''. Quedé contentísimo de la respuesta de mis soldados, y Sulpicia admirada de su poca codicia.

»Finalmente, ella me pidió que le diese doce soldados de los míos, que le sirviesen de guarda y de marineros, para llevar su nave a Bituania. Hízose así, contentísimos los doce que escogí sólo por saber que iban a hacer bien. Proveyónos Sulpicia de generosos vinos y de muchas conservas, de que carecíamos. Soplaba el viento próspero para el viaje de Sulpicia y para el nuestro, que no llevaba determinado paradero. Despedímonos de ella; supo mi nombre, y el de Carino y Solercio, y, dándonos a los tres sus brazos, con los ojos abrazó a todos los demás. Ella llorando lágrimas de placer y tristeza nacidas (de tristeza por la muerte de su esposo, de alegría por verse libre de las manos que pensó ser de salteadores), nos dividimos y apartamos.

»Olvidaba de deciros cómo volví el collar a Sulpicia, y ella le recibió a fuerza de mis importunaciones, y casi tuvo a afrenta que le estimase yo en tan poco que se le volviese.

»Entré en consulta con los míos sobre qué derrota tomaríamos, y concluyóse que la que el viento llevase, pues por ella habían de caminar los demás navíos que por el mar navegasen, o, por lo menos, si el viento no hiciese a su propósito, harían bordos hasta que les viniese a cuento. Llegó en esto la noche, clara y serena, y yo, llamando a un pescador marinero que nos servía de maestro y piloto, me senté en el castillo de popa, y con ojos atentos me puse a mirar el cielo.»

-Apostaré -dijo a esta sazón Mauricio a Transila, su hija- que se pone agora Periandro a describirnos toda la celeste esfera, como si importase mucho a lo que va contando el declararnos los movimientos del cielo. Yo, por mí, deseando estoy que acabe, porque el deseo que tengo de salir de esta tierra no da lugar a que me entretenga ni ocupe en saber cuáles son fijas o cuáles erráticas estrellas; cuanto más, que yo sé de sus movimientos más de lo que él me puede decir.

En tanto que Mauricio y Transila esto con sumisa voz hablaban, cobró aliento Periandro para proseguir su historia en esta forma:

 

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Última actualización: 02/06/97.