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LIBRO SEGUNDO DE LA HISTORIA DE

LOS TRABAJOS DE PERSILES Y SIGISMUNDA

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Capítulo Quice

 

-«Comenzaba a tomar posesión el sueño y el silencio de los sentidos de mis compañeros, y yo me acomodaba a preguntar al que estaba conmigo muchas cosas de las necesarias para saber usar el arte de la marinería, cuando, de improviso, comenzaron a llover, no gotas, sino nubes enteras de agua sobre la nave, de modo que no parecía sino que el mar todo se había subido a la región del viento, y desde allí se dejaba descolgar sobre el navío. Alborotámonos todos, y puestos en pie, mirando a todas partes, por unas vimos el cielo claro, sin dar muestras de borrasca alguna, cosa que nos puso en miedo y en admiración. En esto, el que estaba conmigo dijo: ``Sin duda alguna, esta lluvia procede de la que derraman por las ventanas que tienen más abajo de los ojos aquellos mostruosos pescados que se llaman náufragos; y si esto es así, en gran peligro estamos de perdernos: menester es disparar toda la artillería, con cuyo ruido se espantan''. En esto, vi alzar y poner en el navío un cuello como de serpiente terrible, que, arrebatando un marinero, se le engulló y tragó de improviso, sin tener necesidad de mascarle. ``Náufragos son -dijo el piloto-; disparemos con balas o sin ellas, que el ruido y no el golpe, como tengo dicho, es el que ha de librarnos''.

»Traía el miedo confusos y agazapados los marineros, que no osaban levantarse en pie, por no ser arrebatados de aquellos vestiglos; con todo eso, se dieron priesa a disparar la artillería, y a dar voces unos, y acudir otros a la bomba para volver el agua al agua. Tendimos todas las velas, y, como si huyéramos de alguna gruesa armada de enemigos, huimos el sobre estante peligro, que fue el mayor en que hasta entonces nos habíamos visto. Otro día, al crepúsculo de la noche, nos hallamos en la ribera de una isla no conocida por ninguno de nosotros, y, con disinio de hacer agua en ella, quisimos esperar el día sin apartarnos de su ribera. Amainamos las velas, arrojamos las áncoras y entregamos al reposo y al sueño los trabajados cuerpos, de quien el sueño tomó posesión blanda y suavemente.

»En fin, nos desembarcamos todos, y pisamos la amenísima ribera, cuya arena, vaya fuera todo encarecimiento, la formaban granos de oro y de menudas perlas. Entrando más adentro, se nos ofrecieron a la vista prados cuyas yerbas no eran verdes por ser yerbas, sino por ser esmeraldas, en el cual verdor las tenían, no cristalinas aguas, como suele decirse, sino corrientes de líquidos diamantes formados, que, cruzando por todo el prado, sierpes de cristal parecían. Descubrimos luego una selva de árboles de diferentes géneros, tan hermosos que nos suspendieron las almas y alegraron los sentidos; de algunos pendían ramos de rubíes, que parecían guindas, o guindas que parecían granos de rubíes; de otros pendían camuesas, cuyas mejillas, la una era de rosa, la otra de finísimo topacio; en aquél se mostraban las peras, cuyo olor era de ámbar y cuyo color de los que se forma en el cielo cuando el sol se traspone. En resolución, todas las frutas de quien tenemos noticia estaban allí en su sazón, sin que las diferencias del año las estorbasen: todo allí era primavera, todo verano, todo estío sin pesadumbre, y todo otoño agradable, con estremo increíble. Satisfacía a todos nuestros cinco sentidos lo que mirábamos: a los ojos, con la belleza y la hermosura; a los oídos, con el ruido manso de las fuentes y arroyos, y con el son de los infinitos pajarillos, que con no aprendidas voces formado, los cuales, saltando de árbol en árbol y de rama en rama, parecía que en aquel distrito tenían cautiva su libertad y que no querían ni acertaban a cobrarla; al olfato, con el olor que de sí despedían las yerbas, las flores y los frutos; al gusto, con la prueba que hicimos de la suavidad dellos; al tacto, con tenerlos en las manos, con que nos parecía tener en ellas las perlas del Sur, los diamantes de las Indias y el oro del Tíbar.»

-Pésame -dijo a esta sazón Ladislao a su suegro Mauricio- que se haya muerto Clodio; que a fee que le había dado bien que decir Periandro en lo que va diciendo''.

-Callad, señor -dijo Transila, su esposa-, que, por más que digáis, no podréis decir que no prosigue bien su cuento Periandro.

El cual, como se ha dicho, cuando algunas razones se entremetían de los circunstantes, él tomaba aliento para proseguir en las suyas; que, cuando son largas, aunque sean buenas, antes enfadan que alegran.

«No es nada lo que hasta aquí he dicho -prosiguió Periandro-, porque, a lo que resta por decir, falta entendimiento que lo perciba, y aun cortesías que lo crean. Volved, señores, los ojos, y haced cuenta que veis salir del corazón de una peña, como nosotros lo vimos, sin que la vista nos pudiese engañar; digo que vimos salir de la abertura de una peña, primero un suavísimo son, que hirió nuestros oídos y nos hizo estar atentos, de diversos instrumentos de música formado; luego salió un carro, que no sabré decir de qué materia, aunque diré su forma, que era de una nave rota que escapaba de alguna gran borrasca; tirábanla doce poderosísimos jimios, animales lascivos. Sobre el carro venía una hermosísima dama, vestida de una rozagante ropa de varias y diversas colores adornada, coronada de amarillas y amargas adelfas. Venía arrimada a un bastón negro, y en él fija una tablachina o escudo, donde venían estas letras: Sensualidad. Tras ella salieron otras muchas hermosas mujeres, con diferentes instrumentos en las manos, formando una música, ya alegre y ya triste, pero todas singularmente regocijadas.

»Todos mis compañeros y yo estábamos atónitos, como si fuéramos estatuas sin voz, de dura piedra formados. Llegóse a mí la Sensualidad, y con voz entre airada y suave me dijo: ``Costarte ha, generoso mancebo, el ser mi enemigo, si no la vida, a lo menos el gusto''. Y, diciendo esto, pasó adelante, y las doncellas de la música arrebataron, que así se puede decir, siete o ocho de mis marineros, y se los llevaron consigo, y volvieron a entrarse, siguiendo a su señora, por la abertura de la peña. Volvíme yo entonces a los míos para preguntarles qué les parecía de lo que habían visto, pero estorbólo otra voz o voces que llegaron a nuestros oídos, bien diferentes que las pasadas, porque eran más suaves y regaladas; y formábanlas un escuadrón de hermosísimas, al parecer, doncellas, y, según la guía que traían, éranlo sin duda, porque venía delante mi hermana Auristela, que, a no tocarme tanto, gastara algunas palabras en alabanza de su más que humana hermosura. ¿Qué me pidieran a mí entonces que no diera, en albricias de tan rico hallazgo? Que, a pedirme la vida, no la negara, si no fuera por no perder el bien tan sin pensarlo hallado.

»Traía mi hermana a sus dos lados dos doncellas, de las cuales la una me dijo: ``La Continencia y la Pudicicia, amigas y compañeras, acompañamos perpetuamente a la Castidad, que en figura de tu querida hermana Auristela hoy ha querido disfrazarse, ni la dejaremos hasta que con dichoso fin le dé a sus trabajos y peregrinaciones en la alma ciudad de Roma''. Entonces yo, a tan felices nuevas atento, y de tan hermosa vista admirado, y de tan nuevo y estraño acontecimiento por su grandeza y por su novedad mal seguro, alcé la voz para mostrar con la lengua la gloria que en el alma tenía, y, queriendo decir: ``¡oh únicas consoladoras de mi alma; oh ricas prendas por mi bien halladas, dulces y alegres en éste y en otro cualquier tiempo!'', fue tanto el ahínco que puse en decir esto, que rompí el sueño, y la visión hermosa desapareció, y yo me hallé en mi navío con todos los míos, sin que faltase alguno de ellos.»

A lo que dijo Constanza:

-¿Luego, señor Periandro, dormíades?

-Sí -respondió-; porque todos mis bienes son soñados.

-En verdad -replicó Constanza-, que ya quería preguntar a mi señora Auristela adónde había estado el tiempo que no había parecido.

-De tal manera -respondió Auristela- ha contado su sueño mi hermano, que me iba haciendo dudar si era verdad o no lo que decía.

A lo que añadió Mauricio:

-Esas son fuerzas de la imaginación, en quien suelen representarse las cosas con tanta vehemencia que se aprehenden de la memoria, de manera que quedan en ella, siendo mentiras, como si fueran verdades.

A todo esto callaba Arnaldo, y consideraba los afectos y demostraciones con que Periandro contaba su historia, y de ninguno dellos podía sacar en limpio las sospechas que en su alma había infundido el ya muerto maldiciente Clodio, de no ser Auristela y Periandro verdaderos hermanos.

Con todo eso, dijo:

-Prosigue, Periandro, tu cuento, sin repetir sueños, porque los ánimos trabajados siempre los engendran muchos y confusos, y porque la sin par Sinforosa está esperando que llegues a decir de dónde venías la primera vez que a esta isla llegaste, de donde saliste coronado de vencedor de las fiestas que por la elección de su padre cada año en ella se hacen.

-El gusto de lo que soñé -respondió Periandro- me hizo no advertir de cuán poco fruto son las digresiones en cualquiera narración, cuando ha de ser sucinta y no dilatada.

Callaba Policarpo, ocupando la vista en mirar a Auristela y el pensamiento en pensar en ella; y así, para él importaba muy poco, o nada, que callase o que hablase Periandro, el cual, advertido ya de que algunos se cansaban de su larga plática, determinó de proseguirla abreviándola y siguiéndola en las menos palabras que pudiese. Y así, dijo:

 

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Última actualización: 02/06/97.