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LIBRO SEGUNDO DE LA HISTORIA DE
LOS TRABAJOS DE PERSILES Y SIGISMUNDA
Prosigue Periandro su historia
-«Desperté del sueño, como he dicho. Tomé consejo con mis compañeros qué derrota tomaríamos, y salió decretado que por donde el viento nos llevase; que, pues íbamos en busca de cosarios, los cuales nunca navegan contra viento, era cierto el hallarlos. Y había llegado a tanto mi simpleza, que pregunté a Carino y a Solercio si habían visto a sus esposas en compañía de mi hermana Auristela cuando yo la vi soñando. Riéronse de mi pregunta y obligáronme y aun forzáronme a que les contase mi sueño.
»Dos meses anduvimos por el mar sin que nos sucediese cosa de consideración alguna, puesto que le escombramos de más de sesenta navíos de cosarios, que, por serlo verdaderos, adjudicamos sus robos a nuestro navío y le llenamos de innumerables despojos, con que mis compañeros iban alegres, y no les pesaba de haber trocado el oficio de pescadores en el de piratas, porque ellos no eran ladrones sino de ladrones, ni robaban sino lo robado.
»Sucedió, pues, que un porfiado viento nos salteó una noche, que, sin dar lugar a que amainásemos algún tanto o templásemos las velas, en aquel término que las halló, las tendió y acosó, de modo que, como he dicho, más de un mes navegamos por una misma derrota; tanto que, tomando mi piloto el altura del polo, donde nos tomó el viento, y tanteando las leguas que hacíamos por hora, y los días que habíamos navegado, hallamos ser cuatrocientas leguas poco más o menos. Volvió el piloto a tomar la altura, y vio que estaba debajo del Norte, en el paraje de Noruega, y, con voz grande y mayor tristeza, dijo: ``Desdichados de nosotros, que si el viento no nos concede a dar la vuelta para seguir otro camino, en éste se acabará el de nuestra vida, porque estamos en el mar Glacial; digo, en el mar helado, y si aquí nos saltea el hielo, quedaremos empedrados en estas aguas''. Apenas hubo dicho esto, cuando sentimos que el navío tocaba por los lados y por la quilla como en movibles peñas, por donde se conoció que ya el mar se comenzaba a helar, cuyos montes de hielo, que por de dentro se formaban, impedían el movimiento del navío. Amainamos de golpe, porque, topando en ellos, no se abriese, y en todo aquel día y aquella noche se congelaron las aguas tan duramente y se apretaron de modo que, cogiéndonos en medio, dejaron al navío engastado en ellas, como lo suele estar la piedra en el anillo. Casi como en un instante comenzó el hielo a entumecer los cuerpos y a entristecer nuestras almas, y, haciendo el miedo su oficio, considerando el manifiesto peligro, no nos dimos más días de vida que los que pudiese sustentar el bastimento que en el navío hubiese, en el cual bastimento desde aquel punto se puso tasa, y se repartió por orden, tan miserable y estrechamente que desde luego comenzó a matarnos la hambre. Tendimos la vista por todas partes, y no topamos con ella en cosa que pudiese alentar nuestra esperanza, si no fue con un bulto negro, que a nuestro parecer estaría de nosotros seis o ocho millas; pero luego imaginamos que debía de ser algún navío a quien la común desgracia de hielo tenía aprisionado.
»Este peligro sobrepuja y se adelanta a los infinitos en que de perder la vida me he visto, porque un miedo dilatado y un temor no vencido fatiga más el alma que una repentina muerte: que en el acabar súbito se ahorran los miedos y los temores que la muerte trae consigo, que suelen ser tan malos como la misma muerte. Ésta, pues, que nos amenazaba tan hambrienta como larga, nos hizo tomar una resolución, si no desesperada, temeraria por lo menos, y fue que consideramos que si los bastimentos se nos acababan, el morir de hambre era la más rabiosa muerte que puede caber en la imaginación humana; y así, determinamos de salirnos del navío y caminar por encima del yelo, y ir a ver si, en el que se parecía, habría alguna cosa de que aprovecharnos, o ya de grado o ya por fuerza.
»Púsose en obra nuestro pensamiento, y en un instante vieron las aguas sobre sí formado, con pies enjutos, un escuadrón pequeño, pero de valentísimos soldados; y, siendo yo la guía, resbalando, cayendo y levantando, llegamos al otro navío, que lo era casi tan grande como el nuestro. Había gente en él que, puesta sobre el borde, adevinando la intención de nuestra venida, a voces comenzó uno a decirnos: ``¿A qué venís, gente desesperada? ¿Qué buscáis? ¿Venís, por venturas, a apresurar nuestra muerte y a morir con nosotros? ¡Volveos a vuestro navío, y si os faltan bastimentos, roed las jarcias y encerrad en vuestros estómagos los embreados leños, si es posible! Porque, pensar que os hemos de dar acogida será pensamiento vano y contra los preceptos de la caridad, que ha de comenzar de sí mismo. Dos meses dicen que suele durar este yelo que nos detiene; para quince días tenemos sustento: si es bien que le repartamos con vosotros, a vuestra consideración lo dejo''. A lo que yo le respondí: ``En los apretados peligros, toda razón se atropella, no hay respeto que valga, ni buen término que se guarde. Acogednos en vuestro navío de grado, y juntaremos en él el bastimento que en el nuestro queda, y comámoslo amigablemente, antes que la precisa necesidad nos haga mover las armas y usar de la fuerza''. Esto le respondí yo, creyendo no decían verdad en la cantidad del bastimento que señalaban. Pero ellos, viéndose superiores y aventajados en el puesto, no temieron nuestras amenazas ni admitieron nuestros ruegos, antes arremetieron a las armas y se pusieron en orden de defenderse. Los nuestros, a quien la desesperación, de valientes hizo valentísimos, añadiendo a la temeridad nuevos bríos, arremetieron al navío, y casi sin recebir herida le entraron y le ganaron, y alzóse una voz entre nosotros que a todos les quitásemos la vida, por ahorrar de balas y de estómagos por donde se fuese el bastimento que en el navío hallásemos.
»Yo fui de parecer contrario, y, quizá por tenerle bueno, en esto nos socorrió el cielo, como después diré; aunque primero quiero deciros que este navío era el de los cosarios que habían robado a mi hermana y a las dos recién desposadas pescadoras. Apenas le hube reconocido, cuando dije a voces: ``¿Adónde tenéis, ladrones, nuestras almas? ¿Adónde están las vidas que nos robastes? ¿Qué habéis hecho de mi hermana Auristela y de las dos, Selviana y Leoncia, partes mitades de los corazones de mis buenos amigos Carino y Solercio?'' A lo que uno me respondió: ``Esas mujeres pescadoras que dices las vendió nuestro capitán, que ya es muerto, a Arnaldo, príncipe de Dinamarca''.»
-Así es la verdad -dijo a esta sazón Arnaldo-, que yo compré a Auristela y a Cloelia, su ama, y a otras dos hermosísimas doncellas, de unos piratas que me las vendieron, y no por el precio que ellas merecían.
-¡Válame Dios -dijo Rutilio en esto-, y por qué rodeos y con qué eslabones se viene a engarzar la peregrina historia tuya, oh Periandro!
-Por lo que debes al deseo que todos tenemos de servirte -añadió Sinforosa-, que abrevies tu cuento, ¡oh historiador tan verdadero como gustoso!
-Sí haré -respondió Periandro-, si es posible que grandes cosas en breves términos puedan encerrarse.