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LIBRO SEGUNDO DE LA HISTORIA DE

LOS TRABAJOS DE PERSILES Y SIGISMUNDA

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Capítulo Cuarto

 

Donde se prosigue la historia y amores de Sinforosa

 

Atenta estaba la enamorada Sinforosa a las discretas razones de Auristela, y, no respondiendo a ellas, sino volviendo a anudar las del pasado razonamiento, le dijo:

-Mira, amiga y señora, hasta dónde llegó el amor que engendró en mi pecho el valor que conocí en tu hermano, que hice que un capitán de la guarda de mi padre le fuese a buscar y le trajese por fuerza o de grado a mi presencia, y el navío en que se embarcó es el mismo en que tú llegaste, porque en él, entre los muertos, le han hallado sin vida.

-Así debe de ser -respondió Auristela-, que él me contó gran parte de lo que tú me has dicho, de modo que ya yo tenía noticia, aunque algo confusa, de tus pensamientos, los cuales, si es posible, quiero que sosiegues hasta que se los descubras a mi hermano, o hasta que yo tome a cargo tu remedio, que será luego que me descubras lo que con él te hubiere sucedido; que ni a ti te faltará lugar para hablarle, ni a mí tampoco.

De nuevo volvió Sinforosa a agradecer a Auristela su ofrecimiento y de nuevo volvió Auristela a tenerla lástima.

En tanto que entre las dos esto pasaba, se las había Arnaldo con Clodio, que moría por turbar o por deshacer los amorosos pensamientos de Arnaldo; y, hallándole solo, si solo se puede hallar quien tiene ocupada el alma de amorosos deseos, le dijo:

-El otro día te dije, señor, la poca seguridad que se puede tener de la voluble condición de las mujeres, y que Auristela, en efeto, es mujer, aunque parece un ángel, y que Periandro es hombre, aunque sea su hermano; y no por esto quiero decir que engendres en tu pecho alguna mala sospecha, sino que críes algún discreto recato. Y si por ventura te dieren lugar de que discurras por el camino de la razón, quiero que tal vez consideres quién eres, la soledad de tu padre, la falta que haces a tus vasallos, la contingencia en que te pones de perder tu reino, que es la misma en que está la nave donde falta el piloto que la gobierne. Mira que los reyes están obligados a casarse, no con la hermosura, sino con el linaje; no con la riqueza, sino con la virtud, por la obligación que tienen de dar buenos sucesores a sus reinos. Desmengua y apoca el respeto que se debe al príncipe el verle cojear en la sangre, y no basta decir que la grandeza de rey es en sí tan poderosa que iguala consigo misma la bajeza de la mujer que escogiere. El caballo y la yegua de casta generosa y conocida prometen crías de valor admirable, más que las no conocidas y de baja estirpe. Entre la gente común tiene lugar de mostrarse poderoso el gusto, pero no le ha de tener entre la noble. Así que, ¡oh señor mío!, o te vuelve a tu reino, o procura con el recato no dejar engañarte. Y perdona este atrevimiento, que, ya que tengo fama de maldiciente y murmurador, no la quiero tener de malintencionado; debajo de tu amparo me traes, al escudo de tu valor se ampara mi vida, con tu sombra no temo las inclemencias del cielo, que ya con mejores estrellas parece que va mejorando mi condición, hasta aquí depravada.

-Yo te agradezco, ¡oh Clodio! -dijo Arnaldo-, el buen consejo que me has dado, pero no consiente ni permite el cielo que le reciba. Auristela es buena, Periandro es su hermano, y yo no quiero creer otra cosa, porque ella ha dicho que lo es; que para mí cualquiera cosa que dijere ha de ser verdad. Yo la adoro sin disputas, que el abismo casi infinito de su hermosura lleva tras sí el de mis deseos, que no pueden parar sino en ella, y por ella he tenido, tengo y he de tener vida; ansí que, Clodio, no me aconsejes más, porque tus palabras se llevarán los vientos, y mis obras te mostrarán cuán vanos serán para conmigo tus consejos.

Encogió los hombros Clodio, bajó la cabeza y apartóse de su presencia, con propósito de no servir más de consejero, porque el que lo ha de ser requiere tener tres calidades: la primera, autoridad; la segunda, prudencia, y la tercera, ser llamado.

Estas revoluciones, trazas y máquinas amorosas andaban en el palacio de Policarpo y en los pechos de los confusos amantes: Auristela celosa, Sinforosa enamorada, Periandro turbado y Arnaldo pertinaz; Mauricio haciendo disinios de volver a su patria contra la voluntad de Transila, que no quería volver a la presencia de gente tan enemiga del buen decoro como la de su tierra; Ladislao, su esposo, no osaba ni quería contradecirla; Antonio, el padre, moría por verse con sus hijos y mujer en España, y Rutilio en Italia, su patria. Todos deseaban, pero a ninguno se le cumplían sus deseos: condición de la naturaleza humana, que, puesto que Dios la crió perfecta, nosotros, por nuestra culpa, la hallamos siempre falta, la cual falta siempre la ha de haber mientras no dejáremos de desear.

Sucedió, pues, que casi de industria dio lugar Sinforosa a que Periandro se viese solo con Auristela, deseosa que se diese principio a tratar de su causa y a la vista de su pleito, en cuya sentencia consistía la de su vida o muerte.

Las primeras palabras que Auristela dijo a Periandro, fueron:

-Esta nuestra peregrinación, hermano y señor mío, tan llena de trabajos y sobresaltos, tan amenazadora de peligros, cada día y cada momento me hace temer los de la muerte, y querría que diésemos traza de asegurar la vida, sosegándola en una parte, y ninguna hallo tan buena como ésta donde estamos; que aquí se te ofrecen riquezas en abundancia, no en promesas, sino en verdad, y mujer noble y hermosísima en todo estremo, digna, no de que te ruegue, como te ruega, sino de que tú la ruegues, la pidas y la procures.

En tanto que Auristela esto decía, la miraba Periandro con tanta atención que no movía las pestañas de los ojos; corría muy apriesa con el discurso de su entendimiento para hallar adónde podrían ir encaminadas aquellas razones; pero, pasando adelante con ellas, Auristela le sacó de su confusión, diciendo:

-Digo, hermano, que con este nombre te he de llamar en cualquier estado que tomes; digo que Sinforosa te adora, y te quiere por esposo; dice que tiene riquezas increíbles, y yo digo que tiene creíble hermosura; digo creíble, porque es tal que no ha menester que exageraciones la levanten ni hipérboles la engrandezcan; y, en lo que he echado de ver, es de condición blanda, de ingenio agudo y de proceder tan discreto como honesto. Con todo esto que te he dicho, no dejo de conocer lo mucho que mereces, por ser quien eres; pero, según los casos presentes, no te estará mal esta compañía. Fuera estamos de nuestra patria, tú perseguido de tu hermano, y yo de mi corta suerte; nuestro camino a Roma, cuanto más le procuramos, más se dificulta y alarga; mi intención no se muda, pero tiembla, y no querría que entre temores y peligros me saltease la muerte, y así, pienso acabar la vida en religión, y querría que tú la acabases en buen estado.

Aquí dio fin Auristela a su razonamiento, y principio a unas lágrimas que desdecían y borraban todo cuanto había dicho. Sacó los brazos honestamente fuera de la colcha, tendiólos por el lecho, y volvió la cabeza a la parte contraria de donde estaba Periandro, el cual, viendo estos estremos y habiendo oído sus palabras, sin ser poderoso a otra cosa, se le quitó la vista de los ojos, se le añudó la garganta y se le trabó la lengua, y dio consigo en el suelo de rodillas, y arrimó la cabeza al lecho. Volvió Auristela la suya, y, viéndole desmayado, le puso la mano en el rostro y le enjugó las lágrimas, que, sin que él lo sintiese, hilo a hilo le bañaban las mejillas.

 

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Última actualización: 02/06/97.