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LIBRO SEGUNDO DE LA HISTORIA DE

LOS TRABAJOS DE PERSILES Y SIGISMUNDA

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Capítulo Quinto

 

De lo que pasó entre el rey Policarpo y su hija Sinforosa

 

Efetos vemos en la naturaleza de quien ignoramos las causas: adormécense o entorpécense a uno los dientes de ver cortar con un cuchillo un paño, tiembla tal vez un hombre de un ratón, y yo le he visto temblar de ver cortar un rábano, y a otro he visto levantarse de una mesa de respeto por ver poner unas aceitunas. Si se pregunta la causa, no hay saber decirla, y los que más piensan que aciertan a decilla, es decir que las estrellas tienen cierta antipatía con la complesión de aquel hombre, que le inclina o mueve a hacer aquellas acciones, temores y espantos, viendo las cosas sobredichas y otras semejantes que a cada paso vemos.

Una de las difiniciones del hombre es decir que es animal risible, porque sólo el hombre se ríe, y no otro ningún animal; y yo digo que también se puede decir que es animal llorable, animal que llora; y, ansí como por la mucha risa se descubre el poco entendimiento, por el mucho llorar el poco discurso. Por tres cosas es lícito que llore el varón prudente: la una, por haber pecado; la segunda, por alcanzar perdón dél; la tercera, por estar celoso: las demás lágrimas no dicen bien en un rostro grave.

Veamos, pues, desmayado a Periandro, y ya que no llore de pecador ni arrepentido, llore de celoso, que no faltará quien disculpe sus lágrimas, y aun las enjugue, como hizo Auristela, la cual, con más artificio que verdad, le puso en aquel estado. Volvió en fin en sí, y, sintiendo pasos en la estancia, volvió la cabeza, y vio a sus espaldas a Ricla y a Constanza, que entraban a ver a Auristela, que lo tuvo a buena suerte; que, a dejarle solo, no hallara palabras con que responder a su señora, y así se fue a pensarlas y a considerar en los consejos que le había dado.

Estaba también Sinforosa con deseo de saber qué auto se había proveído en la audiencia de amor, en la primera vista de su pleito, y sin duda que fuera la primera que entrara a ver a Auristela, y no Ricla y Constanza; pero estorbóselo llegar un recado de su padre el rey, que la mandaba ir a su presencia luego y sin escusa alguna. Obedecióle, fue a verle, y hallóle retirado y solo. Hízola Policarpo sentar junto a sí, y, al cabo de algún espacio que estuvo callando, con voz baja, como que se recataba de que no le oyesen, la dijo:

-Hija, puesto que tus pocos años no están obligados a sentir qué cosa sea esto que llaman amor, ni los muchos míos estén ya sujetos a su jurisdición, todavía tal vez sale de su curso la naturaleza, y se abrasan las niñas verdes, y se secan y consumen los viejos ancianos.

Cuando esto oyó Sinforosa, imaginó, sin duda, que su padre sabía sus deseos; pero con todo eso calló, y no quiso interromperle hasta que más se declarase; y, en tanto que él se declaraba, a ella le estaba palpitando el corazón en el pecho.

Siguió, pues, su padre, diciendo:

-Después, ¡oh hija mía!, que me faltó tu madre, me acogí a la sombra de tus regalos, cubríme con tu amparo, gobernéme por tus consejos, y he guardado como has visto las leyes de la viudez con toda puntualidad y recato, tanto por el crédito de mi persona como por guardar la fe católica que profeso; pero, después que han venido estos nuevos huéspedes a nuestra ciudad, se ha desconcertado el reloj de mi entendimiento, se ha turbado el curso de mi buena vida, y, finalmente, he caído desde la cumbre de mi presunción discreta hasta el abismo bajo de no sé qué deseos, que si los callo me matan y si los digo me deshonran. No más suspensión, hija; no más silencio, amiga; no más; y si quieres que más haya, sea el decirte que muero por Auristela. El calor de su hermosura tierna ha encendido los huesos de mi edad madura; en las estrellas de sus ojos han tomado lumbre los míos, ya escuros; la gallardía de su persona ha alentado la flojedad de la mía. Querría, si fuese posible, a ti y a tu hermana daros una madrastra, que su valor disculpe el dárosla. Si tú vienes con mi parecer, no se me dará nada del qué dirán, y, cuando por ésta, si pareciere locura, me quitaren el reino, reine yo en los brazos de Auristela, que no habrá monarca en el mundo que se me iguale. Es mi intención, hija, que tú se la digas, y alcances de ella el sí que tanto me importa, que, a lo que creo, no se le hará muy dificultoso el darle, si con su discreción recompensa y contrapone mi autoridad a mis años y mi riqueza a los suyos. Bueno es ser reina, bueno es mandar, gusto dan las honras, y no todos los pasatiempos se cifran en los casamientos iguales. En albricias del sí que me has de traer de esta embajada que llevas, te mando una mejora en tu suerte, que si eres discreta, como lo eres, no has de acertar a desearla mejor. Mira, cuatro cosas ha de procurar tener y sustentar el hombre principal; y son: buena mujer, buena casa, buen caballo y buenas armas. Las dos primeras, tan obligada está la mujer a procurallas como el varón, y aun más, porque no ha de levantar la mujer al marido, sino el marido a la mujer. Las majestades, las grandezas altas, no las aniquilan los casamientos humildes, porque en casándose igualan consigo a sus mujeres; así que, séase Auristela quien fuere, que siendo mi esposa será reina, y su hermano Periandro mi cuañado, el cual, dándotelo yo por esposo y honrándole con título de mi cuñado, vendrás tu también a ser estimada, tanto por ser su esposa como por ser mi hija.

-Pues, ¿cómo sabes tú, señor -dijo Sinforosa-, que no es Periandro casado; y, ya que no lo sea, quiera serlo conmigo?

-De que no lo sea -respondió el rey- me lo da a entender el verle andar peregrinando por estrañas tierras, cosa que lo estorban los casamientos grandes; de que lo quiera ser tuyo me lo certifica y asegura su discreción, que es mucha, y caerá en la cuenta de lo que contigo gana; y, pues la hermosura de su hermana la hace ser reina, no será mucho que la tuya le haga tu esposo.

Con estas últimas palabras y con esta grande promesa, paladeó el rey la esperanza de Sinforosa, y saboreóle el gusto de sus deseos; y así, sin ir contra los de su padre, prometió ser casamentera, y admitió las albricias de lo que no tenía negociado. Sólo le dijo que mirase lo que hacía en darle por esposo a Periandro, que, puesto que sus habilidades acreditaban su valor, todavía sería bueno no arrojarse sin que primero la esperiencia y el trato de algunos días le asegurase; y diera ella, porque en aquel punto se le dieran por esposo, todo el bien que acertara a desearse en este mundo los siglos que tuviera de vida; que las doncellas virtuosas y principales, uno dice la lengua y otro piensa el corazón.

Esto pasaron Policarpo y su hija, y en otra estancia se movió otra conversación y plática entre Rutilio y Clodio. Era Clodio, como se ha visto en lo que de su vida y costumbres queda escrito, hombre malicioso sobre discreto, de donde le nacía ser gentil maldiciente: que el tonto y simple, ni sabe murmurar ni maldecir; y, aunque no es bien decir bien mal, como ya otra vez se ha dicho, con todo esto alaban al maldiciente discreto; que la agudeza maliciosa no hay conversación que no la ponga en punto y dé sabor, como la sal a los manjares, y por lo menos al maldiciente agudo, si le vituperan y condenan por perjudicial, no dejan de absolverle y alabarle por discreto.

Este, pues, nuestro murmurador, a quien su lengua desterró de su patria en compañía de la torpe y viciosa Rosamunda, habiendo dado igual pena el rey de Inglaterra a su maliciosa lengua como a la torpeza de Rosamunda, hallándose solo con Rutilio, le dijo:

-Mira, Rutilio, necio es, y muy necio, el que, descubriendo un secreto a otro, le pide encarecidamente que le calle, porque le importa la vida en que lo que le dice no se sepa. Digo yo agora: ven acá, descubridor de tus pensamientos y derramador de tus secretos: si a ti, con importarte la vida, como dices, los descubres al otro a quien se los dices, que no le importa nada el descubrillos, ¿cómo quieres que los cierre y recoja debajo de la llave del silencio? ¿Qué mayor seguridad puedes tomar de que no se sepa lo que sabes, sino no decillo? Todo esto sé, Rutilio, y con todo esto me salen a la lengua y a la boca ciertos pensamientos, que rabian porque los ponga en voz y los arroje en las plazas, antes que se me pudran en el pecho o reviente con ellos. Ven acá, Rutilio, ¿qué hace aquí este Arnaldo, siguiendo el cuerpo de Auristela, como si fuese su misma sombra, dejando su reino a la discreción de su padre, viejo y quizá caduco, perdiéndose aquí, anegándose allí, llorando acá, supirando acullá, lamentándose amargamente de la fortuna que él mismo se fabrica? ¿Qué diremos desta Auristela y deste su hermano, mozos vagamundos, encubridores de su linaje, quizá por poner en duda si son o no principales?; que el que está ausente de su patria, donde nadie le conoce, bien puede darse los padres que quisiere, y, con la discreción y artificio, parecer en sus costumbres que son hijos del sol y de la luna. No niego yo que no sea virtud digna de alabanza mejorarse cada uno, pero ha de ser sin perjuicio de tercero. El honor y la alabanza son premios de la virtud, que siendo firme y sólida se le deben, mas no se le debe a la ficticia y hipócrita. ¿Quién puede ser este luchador, este esgrimidor, este corredor y saltador, este Ganimedes, este lindo, este aquí vendido, acullá comprado, este Argos de esta ternera de Auristela, que apenas nos la deja mirar por brújula; que ni sabemos ni hemos podido saber deste par, tan sin par en hermosura, de dónde vienen ni a dó van? Pero lo que más me fatiga de ellos es que, por los once cielos que dicen que hay, te juro, Rutilio, que no me puedo persuadir que sean hermanos, y que, puesto que lo sean, no puedo juzgar bien de que ande tan junta esta hermandad por mares, por tierras, por desiertos, por campañas, por hospedajes y mesones. Lo que gastan sale de las alforjas, saquillos y repuestos llenos de pedazos de oro de las bárbaras Ricla y Constanza. Bien veo que aquella cruz de diamantes y aquellas dos perlas que trae Auristela valen un gran tesoro, pero no son prendas que se cambian ni truecan por menudo; pues pensar que siempre han de hallar reyes que los hospeden y príncipes que los favorezcan, es hablar en lo escusado. Pues, ¿qué diremos, Rutilio, ahora, de la fantasía de Transila y de la astrología de su padre: ella que revienta de valiente, y él que se precia de ser el mayor judiciario del mundo? Yo apostaré que Ladislao, su esposo de Transila, tomara ahora estar en su patria, en su casa y en su reposo, aunque pasara por el estatuto y condición de los de su tierra, y no verse en la ajena, a la discreción del que quisiere darles lo que han menester. Y este nuestro bárbaro español, en cuya arrogancia debe estar cifrada la valentía del orbe, yo pondré que si el cielo le lleva a su patria, que ha de hacer corrillos de gente, mostrando a su mujer y a sus hijos envueltos en sus pellejos, pintando la isla bárbara en un lienzo, y señalando con una vara el lugar do estuvo encerrado quince años, la mazmorra de los prisioneros y la esperanza inútil y ridícula de los bárbaros, y el incendio no pensado de la isla: bien ansí como hacen los que, libres de la esclavitud turquesca, con las cadenas al hombro, habiéndolas quitado de los pies, cuentan sus desventuras con lastimeras voces y humildes plegarias en tierra de cristianos. Pero esto pase, que, aunque parezca que cuentan imposibles, a mayores peligros está sujeta la condición humana, y los de un desterrado, por grandes que sean, pueden ser creederos.

-¿Adónde vas a parar, oh Clodio? -dijo Rutilio.

-Voy a parar -respondió Clodio- en decir de ti que mal podrás usar tu oficio en estas regiones, donde sus moradores no danzan ni tienen otros pasatiempos sino lo que les ofrece Baco en sus tazas risueño y en sus bebidas lascivo; pararé también en mí, que, habiendo escapado de la muerte por la benignidad del cielo y por la cortesía de Arnaldo, ni al cielo doy gracias ni a Arnaldo tampoco; antes querría procurar que, aunque fuese a costa de su desdicha, nosotros enmendásemos nuestra ventura. Entre los pobres pueden durar las amistades, porque la igualdad de la fortuna sirve de eslabonar los corazones; pero entre los ricos y los pobres no puede haber amistad duradera, por la desigualdad que hay entre la riqueza y la pobreza.

-Filósofo estás, Clodio -replicó Rutilio-, pero yo no puedo imaginar qué medio podremos tomar para mejorar, como dices, nuestra suerte, si ella comenzó a no ser buena desde nuestro nacimiento. Yo no soy tan letrado como tú, pero bien alcanzo que, los que nacen de padres humildes, si no los ayuda demasiadamente el cielo, ellos por sí solos pocas veces se levantan adonde sean señalados con el dedo, si la virtud no les da la mano. Pero a ti, ¿quién te la ha de dar, si la mayor que tienes es decir mal de la misma virtud? ¿Y a mí, quién me ha de levantar, pues, cuando más lo procure, no podré subir más de lo que se alza una cabriola? Yo danzador, tú murmurador; yo condenado a la horca en mi patria, tú desterrado de la tuya por maldiciente: mira qué bien podremos esperar que nos mejore.

Suspendióse Clodio con las razones de Rutilio, con cuya suspensión dio fin a este capítulo el autor desta grande historia.

 

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Última actualización: 02/06/97.