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LIBRO SEGUNDO DE LA HISTORIA DE

LOS TRABAJOS DE PERSILES Y SIGISMUNDA

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Capítulo Sexto

 

Todos tenían con quien comunicar sus pensamientos: Policarpo con su hija, y Clodio con Rutilio; sólo el suspenso Periandro los comunicaba consigo mismo; que le engendraron tantos las razones de Auristela, que no sabía a cuál acudir que le aliviase su pesadumbre.

-¡Válame Dios! ¿Qué es esto? -decía entre sí mismo-. ¿Ha perdido el juicio Auristela? ¡Ella mi casamentera! ¿Cómo es posible que haya dado al olvido nuestros conciertos? ¿Qué tengo yo que ver con Sinforosa? ¿Qué reinos ni qué riquezas me pueden a mí obligar a que deje a mi hermana Sigismunda, si no es dejando de ser yo Persiles?

En pronunciando esta palabra, se mordió la lengua, y miró a todas partes a ver si alguno le escuchaba, y, asegurándose que no, prosiguió diciendo:

-Sin duda, Auristela está celosa; que los celos se engendran, entre los que bien se quieren, del aire que pasa, del sol que toca, y aun de la tierra que pisa. ¡Oh señora mía, mira lo que haces, no hagas agravio a tu valor ni a tu belleza, ni me quites a mí la gloria de mis firmes pensamientos, cuya honestidad y firmeza me va labrando una inestimable corona de verdadero amante! Hermosa, rica y bien nacida es Sinforosa, pero, en tu comparación, es fea, es pobre y de linaje humilde. Considera, señora, que el amor nace y se engendra en nuestros pechos, o por elección o por destino: el que por destino, siempre está en su punto; el que por elección, puede crecer o menguar, según pueden menguar o crecer las causas que nos obligan y mueven a querernos; y, siendo esta verdad tan verdad como lo es, hallo que mi amor no tiene términos que le encierre, ni palabras que le declare: casi puedo decir que desde las mantillas y fajas de mi niñez te quise bien, y aquí pongo yo la razón del destino; con la edad y con el uso de la razón fue creciendo en mí el conocimiento, y fueron creciendo en ti las partes que te hicieron amable; vilas, contemplélas, conocílas, grabélas en mi alma, y de la tuya y la mía hice un compuesto tan uno y tan solo, que estoy por decir que tendrá mucho que hacer la muerte en dividirle. Deja, pues, bien mío, Sinforosas; no me ofrezcas ajenas hermosuras, ni me convides con imperios ni monarquías, ni dejes que suene en mis oídos el dulce nombre de hermano con que me llamas. Todo esto que estoy diciendo entre mí, quisiera decírtelo a ti por los mismos términos con que lo voy fraguando en mi imaginación, pero no será posible, porque la luz de tus ojos, y más si me miran airados, ha de turbar mi vista y enmudecer mi lengua. Mejor será escribírtelo en un papel, porque las razones serán siempre unas, y las podrás ver muchas veces, viendo siempre en ellas una verdad misma, una fe confirmada, y un deseo loable y digno de ser creído; y así, determino de escribirte.

Quietóse con esto algún tanto, pareciéndole que con más advertido discurso pondría su alma en la pluma que en la lengua.

Dejemos escribiendo a Periandro, y vamos a oír lo que dice Sinforosa a Auristela; la cual Sinforosa, con deseo de saber lo que Periandro había respondido a Auristela, procuró verse con ella a solas, y darle de camino noticia de la intención de su padre, creyendo que, apenas se la habría declarado, cuando alcanzase el sí de su cumplimiento, puesta en pensar que pocas veces se desprecian las riquezas ni los señoríos, especialmente de las mujeres, que por naturaleza las más son codiciosas, como las más son altivas y soberbias.

Cuando Auristela vio a Sinforosa, no le plugo mucho su llegada, porque no tenía qué responderle, por no haber visto más a Periandro; pero Sinforosa, antes de tratar de su causa, quiso tratar de la de su padre, imaginándose que con aquellas nuevas que a Auristela llevaba, tan dignas de dar gusto, la tendría de su parte, en quien pensaba estar el todo de su buen suceso. Y así, le dijo:

-Sin duda alguna, bellísima Auristela, que los cielos te quieren bien, porque me parece que quieren llover sobre ti venturas y más venturas. Mi padre, el rey, te adora, y conmigo te envía a decir que quiere ser tu esposo, y en albricias del sí que le has de dar y yo se le he de llevar, me ha prometido a Periandro por esposo. Ya, señora, eres reina, ya Periandro es mío, ya las riquezas te sobran, y si tus gustos en las canas de mi padre no te sobraren, sobrarte han en los del mando y en los de los vasallos, que estarán continuo atentos a tu servicio. Mucho te he dicho, amiga y señora mía, y mucho has de hacer por mí, que de un gran valor no se puede esperar menos que un grande agradecimiento. Comience en nosotras a verse en el mundo dos cuñadas que se quieren bien, y dos amigas que sin doblez se amen, que sí verán, si tu discreción no se olvida de sí misma. Y dime agora, qué es lo que respondió tu hermano a lo que de mí le dijiste, que estoy confiada de la buena respuesta, porque bien simple sería el que no recibiese tus consejos como de un oráculo.

A lo que respondió Auristela:

-Mi hermano Periandro es agradecido, como principal caballero, y es discreto, como andante peregrino: que el ver mucho y el leer mucho aviva los ingenios de los hombres. Mis trabajos y los de mi hermano nos van leyendo en cuánto debemos estimar el sosiego, y, pues que el que nos ofreces es tal, sin duda imagino que le habremos de admitir; pero hasta ahora no me ha respondido nada Periandro, ni sé de su voluntad cosa que pueda alentar tu esperanza ni desmayarla. Da, ¡oh bella Sinforosa!, algún tiempo al tiempo, y déjanos considerar el bien de tus promesas, porque, puestas en obra, sepamos estimarlas. Las obras que no se han de hacer más de una vez, si se yerran, no se pueden enmendar en la segunda, pues no la tienen, y el casamiento es una destas acciones; y así, es menester que se considere bien antes que se haga, puesto que los términos desta consideración los doy por pasados, y hallo que tú alcanzarás tus deseos, y yo admitiré tus promesas y consejos. Y vete, hermana, y haz llamar de mi parte a Periandro, que quiero saber dél alegres nuevas que decirte, y aconsejarme con él de lo que me conviene, como con hermano mayor, a quien debo tener respeto y obediencia.

Abrazóla Sinforosa, y dejóla, por hacer venir a Periandro a que la viese. El cual, en este tiempo, encerrado y solo, había tomado la pluma, y de muchos principios que en un papel borró y tornó a escribir, quitó y añadió, en fin salió con uno que se dice decía desta manera:

No he osado fiar de mi lengua lo que de mi pluma, ni aun della fío algo, pues no puede escribir cosa que sea de momento el que por instantes está esperando la muerte. Ahora vengo a conocer que no todos los discretos saben aconsejar en todos los casos; aquellos, sí, que tienen esperiencia en aquellos sobre quien se les pide el consejo. Perdóname, que no admito el tuyo por parecerme, o que no me conoces o que te has olvidado de ti misma; vuelve, señora, en ti, y no te haga una vana presunción celosa salir de los límites de la gravedad y peso de tu raro entendimiento. Considera quién eres, y no se te olvide de quien yo soy, y verás en ti el término del valor que puede desearse, y en mí el amor y la firmeza que puede imaginarse; y, firmándote en esta consideración discreta, no temas que ajenas hermosuras me enciendan, ni imagines que a tu incomparable virtud y belleza otra alguna se anteponga. Sigamos nuestro viaje, cumplamos nuestro voto, y quédense aparte celos infructuosos y mal nacidas sospechas. La partida desta tierra solicitaré con toda diligencia y brevedad, porque me parece que, en salir della, saldré del infierno de mi tormento a la gloria de verte sin celos.

Esto fue lo que escribió Periandro, y lo que dejó en limpio al cabo de haber hecho seis borradores; y, doblando el papel, se fue a ver a Auristela, de cuya parte ya le habían llamado.

 

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Última actualización: 02/06/97.