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LIBRO TERCERO DE LA HISTORIA DE
LOS TRABAJOS DE PERSILES Y SIGISMUNDA,
HISTORIA SETENTRIONAL
Las peregrinaciones largas siempre traen consigo diversos acontecimientos, y, como la diversidad se compone de cosas diferentes, es forzoso que los casos lo sean. Bien nos lo muestra esta historia, cuyos acontecimientos nos cortan su hilo, poniéndonos en duda dónde será bien anudarle; porque no todas las cosas que suceden son buenas para contadas, y podrían pasar sin serlo y sin quedar menoscabada la historia: acciones hay que, por grandes, deben de callarse, y otras que, por bajas, no deben decirse; puesto que es excelencia de la historia que cualquiera cosa que en ella se escriba puede pasar, al sabor de la verdad que trae consigo; lo que no tiene la fábula, a quien conviene guisar sus acciones con tanta puntualidad y gusto, y con tanta verisimilitud que, a despecho y pesar de la mentira, que hace disonancia en el entendimiento, forme una verdadera armonía.
Aprovechándome, pues, desta verdad, digo que el hermoso escuadrón de los peregrinos, prosiguiendo su viaje, llegó a un lugar, no muy pequeño ni muy grande, de cuyo nombre no me acuerdo, y en mitad de la plaza dél, por quien forzosamente habían de pasar, vieron mucha gente junta, todos atentos mirando y escuchando a dos mancebos que, en traje de recién rescatados de cautivos, estaban declarando las figuras de un pintado lienzo que tenían tendido en el suelo; parecía que se habían descargado de dos pesadas cadenas que tenían junto a sí, insignias y relatoras de su pesada desventura; y uno dellos, que debía de ser de hasta venticuatro años, con voz clara y en todo estremo esperta lengua, crujiendo de cuando en cuando un corbacho, o, por mejor decir, azote, que en la mano tenía, le sacudía de manera que penetraba los oídos y ponía los estallidos en el cielo: bien así como hace el cochero que, castigando o amenazando sus caballos, hace resonar su látigo por los aires.
Entre los que la larga plática escuchaban, estaban los dos alcaldes del pueblo, ambos ancianos, pero no tanto el uno como el otro.
Por donde comenzó su arenga el libre cautivo, fue diciendo:
-«Ésta, señores, que aquí veis pintada, es la ciudad de Argel, gomia y tarasca de todas las riberas del mar Mediterráneo, puesto universal de cosarios, y amparo y refugio de ladrones, que, deste pequeñuelo puerto que aquí va pintado, salen con sus bajeles a inquietar el mundo, pues se atreven a pasar el plus ultra de las colunas de Hércules, y a acometer y robar las apartadas islas, que, por estar rodeadas del inmenso mar Océano, pensaban estar seguras, a lo menos de los bajeles turquescos. Este bajel que aquí veis reducido a pequeño, porque lo pide así la pintura, es una galeota de ventidós bancos, cuyo dueño y capitán es el turco que en la crujía va en pie, con un brazo en la mano, que cortó a aquel cristiano que allí veis, para que le sirva de rebenque y azote a los demás cristianos que van amarrados a sus bancos, temeroso no le alcancen estas cuatro galeras que aquí veis, que le van entrando y dando caza. Aquel cautivo primero del primer banco, cuyo rostro le disfigura la sangre que se le ha pegado de los golpes del brazo muerto, soy yo, que servía de espalder en esta galeota, y el otro que está junto a mí, es este mi compañero, no tan sangriento porque fue menos apaleado. Escuchad, señores, y estad atentos: quizá la aprehensión deste lastimero cuento os llevará a los oídos las amenazadoras y vituperosas voces que ha dado este perro de Dragut (que así se llamaba el arráez de la galeota: cosario tan famoso como cruel, y tan cruel como Falaris o Busiris, tiranos de Sicilia); a lo menos, a mí me suena agora el rospeni, el manahora y el denimaniyoc, que con coraje endiablado va diciendo; que todas estas son palabras y razones turquescas, encaminadas a la deshonra y vituperio de los cautivos cristianos: llámanlos de judíos, hombres de poco valor, de fee negra y de pensamientos viles, y, para mayor horror y espanto, con los brazos muertos azotan los cuerpos vivos.»
Parece ser que uno de los dos alcaldes había estado cautivo en Argel mucho tiempo, el cual con baja voz dijo a su compañero:
-Este cautivo, hasta agora parece que va diciendo verdad, y que en lo general no es cautivo falso; pero yo le examinaré en lo particular, y veremos cómo da la cuerda; porque quiero que sepáis que yo iba dentro desta galeota, y no me acuerdo de haberle conocido por espalder della, sino fue a un Alonso Moclín, natural de Vélez Málaga.
Y, volviéndose al cautivo, le dijo:
-Decidme, amigo, ¿cúyas eran las galeras que os daban caza, y si conseguistes por ellas la libertad deseada?
-Las galeras -respondió el cautivo- eran de Don Sancho de Leiva; la libertad no la conseguimos, porque no nos alcanzaron; tuvímosla después, porque nos alzamos con una galeota, que desde Sargel iba a Argel cargada de trigo; venimos a Orán con ella, y desde allí a Málaga, de donde mi compañero y yo nos pusimos en camino de Italia, con intención de servir a su Majestad, que Dios guarde, en el ejercicio de la guerra.
-Decidme, amigos -replicó el alcalde-, ¿cautivastes juntos? ¿Llevaron os a Argel del primer boleo, o a otra parte de Berbería?
-No cautivamos juntos -respondió el otro cautivo-, porque yo cautivé junto a Alicante, en un navío de lanas que pasaba a Génova; mi compañero, en los Percheles de Málaga, adonde era pescador. Conocímonos en Tetuán, dentro de una mazmorra; hemos sido amigos y corrido una misma fortuna mucho tiempo; y, para diez o doce cuartos que apenas nos han ofrecido de limosna sobre el lienzo, mucho nos aprieta el señor alcalde.
-No mucho, señor galán -replicó el alcalde-, que aún no están dadas todas las vueltas de la mancuerda. Escúcheme y dígame: ¿cuántas puertas tiene Argel, y cuántas fuentes y cuántos pozos de agua dulce?
-La pregunta es boba -respondió el primer cautivo-: tantas puertas tiene como tiene casas, y tantas fuentes que yo no las sé, y tantos pozos que no los he visto, y los trabajos que yo en él he pasado me han quitado la memoria de mí mismo; y si el señor alcalde quiere ir contra la caridad cristiana, recogeremos los cuartos y alzaremos la tienda, y adiós, ahó, que tan buen pan hacen aquí como en Francia.
Entonces el alcalde llamó a un hombre de los que estaban en el corro, que al parecer servía de pregonero en el lugar, y tal vez de verdugo, cuando se ofrecía, y díjole:
-Gil Berrueco, id a la plaza, y traedme aquí luego los primeros dos asnos que topáredes, que por vida del Rey nuestro señor, que han de pasear las calles en ellos estos dos señores cautivos, que con tanta libertad quieren usurpar la limosna de los verdaderos pobres, contándonos mentiras y embelecos, estando sanos como una manzana y con más fuerzas para tomar una azada en la mano que no un corbacho para dar estallidos en seco. Yo he estado en Argel cinco años esclavo, y sé que no me dais señas dél en ninguna cosa de cuantas habéis dicho.
-¡Cuerpo del mundo! -respondió el cautivo-. ¿Es posible que ha de querer el señor alcalde que seamos ricos de memoria, siendo tan pobres de dineros, y que por una niñería que no importa tres ardites, quiera quitar la honra a dos tan insignes estudiantes como nosotros, y juntamente quitar a su Majestad dos valientes soldados, que íbamos a esas Italias y a esos Flandes a romper, a destrozar, a herir y a matar los enemigos de la santa fe católica que topáramos? Porque, si va a decir verdad, que en fin es hija de Dios, quiero que sepa el señor alcalde que nosotros no somos cautivos, sino estudiantes de Salamanca, y, en la mitad y en lo mejor de nuestros estudios, nos vino gana de ver mundo y de saber a qué sabía la vida de la guerra, como sabíamos el gusto de la vida de la paz. Para facilitar y poner en obra este deseo, acertaron a pasar por allí unos cautivos, que también lo debían de ser falsos, como nosotros agora; les compramos este lienzo, y nos informamos de algunas cosas de las de Argel, que nos pareció ser bastantes y necesarias para acreditar nuestro embeleco; vendimos nuestros libros y nuestras alhajas a menos precio, y, cargados con esta mercadería, hemos llegado hasta aquí. Pensamos pasar adelante, si es que el señor alcalde no manda otra cosa.
-Lo que pienso hacer es -replicó el alcalde-, daros cada cien azotes, y en lugar de la pica que vais a arrastrar en Flandes, poneros un remo en las manos que le cimbréis en el agua en las galeras, con quien quizá haréis más servicio a su Majestad que con la pica.
-¿Querráse -replicó el mozo hablador- mostrar agora el señor alcalde ser un legislador de Atenas, y que la riguridad de su oficio llegue a los oídos de los señores del Consejo, donde, acreditándole con ellos, le tengan por severo y justiciero, y le cometan negocios de importancia, donde muestre su severidad y su justicia? Pues sepa el señor alcalde que summum ius summa iniuria.
-Mirad cómo habláis, hermano -replicó el segundo alcalde-, que aquí no hay justicia con lujuria: que todos los alcaldes deste lugar han sido, son y serán limpios y castos como el pelo de la masa; y hablad menos, que os será sano.
Volvió en esto el pregonero, y dijo:
-Señor alcalde, yo no he topado en la plaza asnos ningunos, sino a los dos regidores Berrueco y Crespo, que andan en ella paseándose.
-Por asnos os envíe yo, majadero, que no por regidores; pero volved y traeldos acá por sí o por no, que quiero que se hallen presentes al pronunciar desta sentencia, que ha de ser sin embargo, y no ha de quedar por falta de asnos: que, gracias sean dadas al cielo, hartos hay en este lugar.
-No le tendrá vuesa merced, señor alcalde, en el cielo -replicó el mozo-, si pasa adelante con esa reguridad. Por quien Dios es, que vuesa merced considere que no hemos robado tanto que podemos dar a censo, ni fundar ningún mayorazgo; apenas granjeamos el mísero sustento con nuestra industria, que no deja de ser trabajosa, como lo es la de los oficiales y jornaleros. Mis padres no nos enseñaron oficio alguno, y así, nos es forzoso que remitamos a la industria lo que habíamos de remitir a las manos, si tuviéramos oficio. Castíguense los que cohechan, los escaladores de casas, los salteadores de caminos, los testigos falsos por dineros, los mal entretenidos en la república, los ociosos y baldíos en ella, que no sirven de otra cosa que de acrecentar el número de los perdidos, y dejen a los míseros que van su camino derecho a servir a su Majestad con la fuerza de sus brazos y con la agudeza de sus ingenios; porque no hay mejores soldados que los que se trasplantan de la tierra de los estudios en los campos de la guerra: ninguno salió de estudiante para soldado, que no lo fuese por estremo, porque, cuando se avienen y se juntan las fuerzas con el ingenio y el ingenio con las fuerzas, hacen un compuesto milagroso, con quien Marte se alegra, la paz se sustenta y la república se engrandece.
Admirado estaba Periandro y todos los más de los circunstantes, así de las razones del mozo como de la velocidad con que hablaba, el cual, prosiguiendo, dijo:
-Espúlguenos el señor alcalde, mírenos y remírenos, y haga escrutinio de las costuras de nuestros vestidos, y si en todo nuestro poder hallare seis reales, no sólo nos mande dar ciento, sino seis cuentos de azotes. Veamos, pues, si la adquisición de tan pequeña cantidad de intereses merece ser castigada con afrentas y martirizada con galeras; y así, otra vez digo que el señor alcalde se remire en esto, no se arroje y precipite apasionadamente a hacer lo que, después de hecho, quizá le causará pesadumbre. Los jueces discretos castigan, pero no toman venganza de los delitos; los prudentes y los piadosos, mezclan la equidad con la justicia, y entre el rigor y la clemencia dan luz de su buen entendimiento.
-Por Dios -dijo el segundo alcalde-, que este mancebo ha hablado bien, aunque ha hablado mucho, y que no solamente no tengo de consentir que los azoten, sino que los tengo de llevar a mi casa y ayudarles para su camino, con condición que le lleven derecho, sin andar surcando la tierra de una en otras partes; porque, si así lo hiciesen, más parecerían viciosos que necesitados.
Ya el primer alcalde, manso y piadoso, blando y compasivo, dijo:
-No quiero que vayan a vuestra casa, sino a la mía, donde les quiero dar una lición de las cosas de Argel, tal que de aquí adelante ninguno les coja en mal latín, en cuanto a su fingida historia.
Los cautivos se lo agradecieron, los circunstantes alabaron su honrada determinación, y los peregrinos recibieron contento del buen despacho del negocio.
Volvióse el primer alcalde a Periandro, y dijo:
-¿Vosotros, señores peregrinos, traéis algún lienzo que enseñarnos? ¿Traéis otra historia que hacernos creer por verdadera, aunque la haya compuesto la misma mentira?
No respondió nada Periandro, porque vio que Antonio sacaba del seno las patentes, licencias y despachos que llevaban para seguir su viaje; el cual los puso en manos del alcalde, diciéndole:
-Por estos papeles podrá ver vuesa merced quién somos y adónde vamos, los cuales no era menester presentallos, porque ni pedimos limosna, ni tenemos necesidad de pedilla; y así, como a caminantes libres, nos podían dejar pasar libremente.
Tomó el alcalde los papeles, y, porque no sabía leer, se los dio a su compañero, que tampoco lo sabía, y así pararon en manos del escribano, que, pasando los ojos por ellos brevemente, se los volvió a Antonio, diciendo:
-Aquí, señores alcaldes, tanto valor hay en la bondad destos peregrinos como hay grandeza en su hermosura. Si aquí quisieren hacer noche, mi casa les servirá de mesón, y mi voluntad de alcázar donde se recojan.
Volvióle las gracias Periandro; quedáronse allí aquella noche por ser algo tarde, donde fueron agasajados en casa del escribano con amor, con abundancia y con limpieza.