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LIBRO TERCERO DE LA HISTORIA DE
LOS TRABAJOS DE PERSILES Y SIGISMUNDA,
HISTORIA SETENTRIONAL
Llegóse el día, y con él los agradecimientos del hospedaje; y, puestos en camino, al salir del lugar, toparon con los cautivos falsos, que dijeron que iban industriados del alcalde, de modo que de allí adelante no los podían coger en mentira acerca de las cosas de Argel.
-Que tal vez -dijo el uno, digo el que hablaba más que el otro-, tal vez -dijo- se hurta con autoridad y aprobación de la justicia. Quiero decir que alguna vez los malos ministros della se hacen a una con los delincuentes, para que todos coman.
Llegaron todos juntos donde un camino se dividía en dos: los cautivos tomaron el de Cartagena, y los peregrinos el de Valencia; los cuales otro día, al salir de la aurora, que por los balcones del oriente se asomaba, barriendo el cielo de las estrellas y aderezando el camino por donde el sol había de hacer su acostumbrada carrera; Bartolomé, que así creo se llamaba el guiador del bagaje, viendo salir el sol tan alegre y regocijado, bordando las nubes de los cielos con diversas colores, de manera que no se podía ofrecer otra cosa más alegre y más hermosa a la vista, y con rústica discreción, dijo:
-Verdad debió de decir el predicador que predicaba los días pasados en nuestro pueblo, cuando dijo que los cielos y la tierra anunciaban y declaraban las grandezas del Señor. Pardiez, que, si yo no conociera a Dios por lo que me han enseñado mis padres y los sacerdotes y ancianos de mi lugar, le viniera a rastrear y conocer, viendo la inmensa grandeza destos cielos, que me dicen que son muchos, o, a lo menos, que llegan a once, y por la grandeza deste sol que nos alumbra, que, con no parecer mayor que una rodela, es muchas veces mayor que toda la tierra; y más que, con ser tan grande, afirman que es tan ligero que camina en venticuatro horas más de trecientas mil leguas. La verdad que sea: yo no creo nada desto, pero dícenlo tantos hombres de bien que, aunque hago fuerza al entendimiento, lo creo. Pero de lo que más me admiro es que debajo de nosotros hay otras gentes, a quien llaman antípodas, sobre cuyas cabezas, los que andamos acá arriba, traemos puestos los pies, cosa que me parece imposible: que, para tan gran carga como la nuestra, fuera menester que tuvieran ellos las cabezas de bronce.
Rióse Periandro de la rústica astrología del mozo, y díjole:
-Buscar querría razones acomodadas, ¡oh Bartolomé!, para darte a entender el error en que estás y la verdadera postura del mundo, para lo cual era menester tomar muy de atrás sus principios; pero, acomodándome con tu ingenio, habré de coartar el mío y decirte sola una cosa, y es que quiero que entiendas por verdad infalible que la tierra es centro del cielo; llamo centro un punto indivisible a quien todas las líneas de su circunferencia van a parar; tampoco me parece que has de entender esto; y así, dejando estos términos, quiero que te contentes con saber que toda la tierra tiene por alto el cielo, y en cualquier parte della donde los hombres estén, han de estar cubiertos con el cielo; así que, como a nosotros el cielo que ves nos cubre, asimismo cubre a los antípodas, que dicen, sin estorbo alguno, y como naturalmente lo ordenó la naturaleza, mayordoma del verdadero Dios, criador del cielo y de la tierra.
No se descontentó el mozo de oír las razones de Periandro, que también dieron gusto a Auristela, a la condesa y a su hermano.
Con estas y otras cosas iba enseñando y entreteniendo el camino Periandro, cuando a sus espaldas llegó un carro acompañado de seis arcabuceros a pie, y uno que venía a caballo con una escopeta pendiente del arzón delantero, llegándose a Periandro, dijo:
-Si, por ventura, señores peregrinos, lleváis en este repuesto alguna conserva de regalo, que yo creo que sí debéis de llevar, porque vuestra gallarda presencia, más de caballeros ricos que de pobres peregrinos os señala; si la lleváis, dádmela, para socorrer con ella a un desmayado muchacho que va en aquel carro, condenado a galeras por dos años, con otros doce soldados, que, por haberse hallado en la muerte de un conde los días pasados, van condenados al remo, y sus capitanes, por más culpados, creo que están sentenciados a degollar en la corte.
No pudo tener a esta razón las lágrimas la hermosa Costanza, porque en ella se le representó la muerte de su breve esposo; pero, pudiendo más su cristiandad que el deseo de su venganza, acudió al bagaje y sacó una caja de conserva, y, acudiendo al carro, preguntó:
-¿Quién es aquí el desmayado?
A lo que respondió uno de los soldados:
-Allí va echado en aquel rincón, untado el rostro con el sebo del timón del carro, porque no quiere que parezca hermosa la muerte, cuando él se muera, que será bien presto, según está pertinaz en no querer comer bocado.
A estas razones alzó el rostro el untado mozo, y, alzándose de la frente un roto sombrero que toda se la cubría, se mostró feo y sucio a los ojos de Constanza; y, alargando la mano para tomar la caja, la tomó diciendo:
-¡Dios os lo pague, señora!
Volvió a encajar el sombrero, y volvió a su melancolía y a arrinconarse en el rincón donde esperaba la muerte. Otras algunas razones pasaron los peregrinos con las guardas del carro, que se acabaron con apartarse por diferentes caminos.
De allí a algunos días llegó nuestro hermoso escuadrón a un lugar de moriscos, que estaba puesto como una legua de la marina, en el reino de Valencia. Hallaron en él, no mesón en que albergarse, sino todas las casas del lugar con agradable hospicio los convidaban. Viendo lo cual Antonio, dijo:
-Yo no sé quién dice mal desta gente, que todos me parecen unos santos.
-Con palmas -dijo Periandro- recibieron al Señor en Jerusalén los mismos que de allí a pocos días le pusieron en una cruz. Agora bien, a Dios y a la ventura, como decirse suele, acetemos el convite que nos hace este buen viejo, que con su casa nos convida.
Y era así verdad, que un anciano morisco, casi por fuerza, asiéndolos por las esclavinas, los metió en casa, y dio muestras de agasajarlos, no morisca, sino cristianamente.
Salió a servirlos una hija suya, vestida en traje morisco, y en él tan hermosa que las más gallardas cristianas tuvieran a ventura el parecerla: que en las gracias que naturaleza reparte, tan bien suele favorecer a las bárbaras de Citia como a las ciudadanas de Toledo. Ésta, pues, hermosa y mora, en lengua aljamiada, asiendo a Costanza y a Auristela de las manos, se encerró con ellas en una sala baja, y, estando solas, sin soltarles las manos, recatadamente miró a todas partes, temerosa de ser escuchada; y, después que hubo asegurado el miedo que mostraba, las dijo:
-¡Ay, señoras, y cómo habéis venido como mansas y simples ovejas al matadero! ¿Veis este viejo, que con vergüenza digo que es mi padre, veisle tan agasajador vuestro? Pues sabed que no pretende otra cosa sino ser vuestro verdugo. Esta noche se han de llevar en peso, si así se puede decir, diez y seis bajeles de cosarios berberiscos a toda la gente de este lugar con todas sus haciendas, sin dejar en él cosa que les mueva a volver a buscarla. Piensan estos desventurados que en Berbería está el gusto de sus cuerpos y la salvación de sus almas, sin advertir que, de muchos pueblos que allá se han pasado casi enteros, ninguno hay que dé otras nuevas sino de arrepentimiento, el cual les viene juntamente con las quejas de su daño. Los moros de Berbería pregonan glorias de aquella tierra, al sabor de las cuales corren los moriscos de ésta, y dan en los lazos de su desventura. Si queréis estorbar la vuestra y conservar la libertad en que vuestros padres os engendraron, salid luego de esta casa, y acogedos a la iglesia, que en ella hallaréis quien os ampare, que es el cura; que sólo él y el escribano son en este lugar cristianos viejos. Hallaréis también allí al jadraque Jarife, que es un tío mío, moro sólo en el nombre, y en las obras cristiano. Contaldes lo que pasa, y decid que os lo dijo Rafala, que con esto seréis creídos y amparados; y no lo echéis en burla, si no queréis que las veras os desengañen a vuestra costa; que no hay mayor engaño que venir el desengaño tarde.
El susto, las acciones, con que Rafala esto decía, se asentó en las almas de Auristela y de Constanza, de manera que fue creída y no le respondieron otra cosa que fuese más que agradecimientos.
Llamaron luego a Periandro y a Antonio, y, contándoles lo que pasaba, sin tomar ocasión aparente, se salieron de la casa con todo lo que tenían. Bartolomé, que quisiera más descansar que mudar de posada, pesóle de la mudanza; pero en efeto obedeció a sus señores. Llegaron a la iglesia, donde fueron bien recebidos del cura y del jadraque, a quien contaron lo que Rafala les había dicho.
El cura dijo:
-Muchos días ha, señores, que nos dan sobresalto con la venida de esos bajeles de Berbería, y, aunque es costumbre suya hacer estas entradas, la tardanza de ésta me tenía ya algo descuidado. Entrad, hijos, que buena torre tenemos y buenas y ferradas puertas la iglesia: que, si no es muy de propósito, no pueden ser derribadas ni abrasadas.
-¡Ay -dijo a esta sazón el jadraque-, si han de ver mis ojos, antes que se cierren, libre esta tierra destas espinas y malezas que la oprimen! ¡Ay, cuándo llegará el tiempo que tiene profetizado un abuelo mío, famoso en el astrología, donde se verá España de todas partes entera y maciza en la religión cristiana, que ella sola es el rincón del mundo donde está recogida y venerada la verdadera verdad de Cristo! Morisco soy, señores, y ojalá que negarlo pudiera, pero no por esto dejo de ser cristiano; que las divinas gracias las da Dios a quien Él es servido, el cual tiene por costumbre, como vosotros mejor sabéis, de hacer salir su sol sobre los buenos y los malos, y llover sobre los justos y los injustos. Digo, pues, que este mi abuelo dejó dicho que, cerca de estos tiempos, reinaría en España un rey de la casa de Austria, en cuyo ánimo cabría la dificultosa resolución de desterrar los moriscos de ella, bien así como el que arroja de su seno la serpiente que le está royendo las entrañas, o bien así como quien aparta la neguilla del trigo, o escarda o arranca la mala yerba de los sembrados. Ven ya, ¡oh venturoso mozo y rey prudente!, y pon en ejecución el gallardo decreto de este destierro, sin que se te oponga el temor que ha de quedar esta tierra desierta y sin gente, y el de que no será bien la que en efeto está en ella bautizada; que, aunque éstos sean temores de consideración, el efeto de tan grande obra los hará vanos, mostrando la esperiencia dentro de poco tiempo, que, con los nuevos cristianos viejos que esta tierra se poblare, se volverá a fertilizar y a poner en mucho mejor punto que agora tiene. Tendrán sus señores, si no tantos y tan humildes vasallos, serán los que tuvieren católicos, con cuyo amparo estarán estos caminos seguros, y la paz podrá llevar en las manos las riquezas, sin que los salteadores se las lleven.
Esto dicho, cerraron bien las puertas, fortaleciéronlas con los bancos de los asientos, subiéronse a la torre, alzaron una escalera levadiza, llevóse el cura consigo el Santísimo Sacramento en su relicario, proveyéronse de piedras, armaron dos escopetas, dejó el bagaje mondo y desnudo a la puerta de la iglesia Bartolomé el mozo, y encerróse con sus amos; y todos con ojo alerta, y manos listas y con ánimos determinados, estuvieron esperando el asalto, de quien avisados estaban por la hija del morisco.
Pasó la media noche, que la midió por las estrellas el cura; tendía los ojos por todo el mar que desde allí se parecía, y no había nube que con la luz de la luna se pareciese, que no pensase sino que fuesen los bajeles turquescos, y, aguijando a las campanas, comenzó a repicallas tan apriesa y tan recio que todos aquellos valles y todas aquellas riberas retumbaban, a cuyo son los atajadores de aquellas marinas se juntaron y las corrieron todas; pero no aprovechó su diligencia para que los bajeles no llegasen a la ribera y echasen la gente en tierra.
La del lugar, que los esperaba cargados con sus más ricas y mejores alhajas, adonde fueron recebidos de los turcos con grande grande grita y algazara, al son de muchas dulzainas y de otros instrumentos, que, puesto que eran bélicos, eran regocijados; pegaron fuego al lugar, y asimismo a las puertas de la iglesia, no para esperar a entrarla, sino por hacer el mal que pudiesen; dejaron a Bartolomé a pie, porque le dejarretaron el bagaje; derribaron una cruz de piedra que estaba a la salida del pueblo, llamando a grandes voces el nombre de Mahoma; se entregaron a los turcos, ladrones pacíficos y deshonestos públicos.
Desde la lengua del agua, como dicen, comenzaron a sentir la pobreza que les amenazaba su mudanza, y la deshonra en que ponían a sus mujeres y a sus hijos. Muchas veces, y quizá algunas no en vano, dispararon Antonio y Periandro las escopetas; muchas piedras arrojó Bartolomé, y todas a la parte donde había dejado el bagaje, y muchas flechas el jadraque; pero muchas más lágrimas echaron Auristela y Constanza, pidiendo a Dios, que presente tenían, que de tan manifiesto peligro los librase, y ansimismo que no ofendiese el fuego a su templo, el cual no ardió, no por milagro, sino porque las puertas eran de hierro y porque fue poco el fuego que se les aplicó.
Poco faltaba para llegar el día, cuando los bajeles, cargados con la presa, se hicieron al mar, alzando regocijados lilíes y tocando infinitos atabales y dulzainas, y en esto vieron venir dos personas corriendo hacia la iglesia, la una de la parte de la marina, y la otra de la de la tierra, que, llegando cerca, conoció el jadraque que la una era su sobrina Rafala, que, con una cruz de caña en las manos, venía diciendo a voces:
-¡Cristiana, cristiana y libre, y libre por la gracia y misericordia de Dios!
La otra conocieron ser el escribano, que acaso aquella noche estaba fuera del lugar, y al son del arma de las campanas venía a ver el suceso, que lloró, no por la pérdida de sus hijos y de su mujer, que allí no los tenía, sino por la de su casa, que halló robada y abrasada.
Dejaron entrar el día, y que los bajeles se alargasen y que los atajadores tuviesen lugar de asegurar la costa, y entonces bajaron de la torre y abrieron la iglesia, donde entró Rafala, bañado con alegres lágrimas el rostro, y, acrecentando con su sobresalto su hermosura, hizo oración a las imágenes, y luego se abrazó con su tío, besando primero las manos al cura. El escribano ni adoró, ni besó las manos a nadie, porque le tenía ocupada el alma el sentimiento de la pérdida de su hacienda.
Pasó el sobresalto, volvieron los espíritus de los retraídos a su lugar, y el jadraque, cobrando aliento nuevo, volviendo a pensar en la profecía de su abuelo, casi como lleno de celestial espíritu, dijo:
-¡Ea, mancebo generoso! ¡Ea, rey invencible! ¡Atropella, rompe, desbarata todo género de inconvenientes y déjanos a España tersa, limpia y desembarazada desta mi mala casta, que tanto la asombra y menoscaba! ¡Ea, consejero tan prudente como ilustre, nuevo Atlante del peso de esta Monarquía, ayuda y facilita con tus consejos a esta necesaria transmigración; llénense estos mares de tus galeras cargadas del inútil peso de la generación agarena; vayan arrojadas a las contrarias riberas las zarzas, las malezas y las otras yerbas que estorban el crecimiento de la fertilidad y abundancia cristiana! Que si los pocos hebreos que pasaron a Egipto multiplicaron tanto, que en su salida se contaron más de seiscientas mil familias, ¿qué se podrá temer de éstos, que son más y viven más holgadamente? No los esquilman las religiones, no los entresacan las Indias, no los quintan las guerras; todos se casan, todos o los más engendran, de do se sigue y se infiere que su multiplicación y aumento ha de ser innumerable. ¡Ea, pues, vuelvo a decir; vayan, vayan, señor, y deja la taza de tu reino resplandeciente como el sol y hermosa como el cielo!
Dos días estuvieron en aquel lugar los peregrinos, volviendo a enterarse en lo que les faltaba, y Bartolomé se acomodó de bagaje. Los peregrinos agradecieron al cura su buen acogimiento, y alabaron los buenos pensamientos del jadraque, y, abrazando a Rafala, se despidieron de todos y siguieron su camino.