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LIBRO CUARTO DE LA HISTORIA DE

LOS TRABAJOS DE PERSILES Y SIGISMUNDA,

HISTORIA SETENTRIONAL

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Capítulo Once

 

Las aguas en estrecho vaso encerradas, mientras más priesa se dan a salir, más despacio se derraman, porque las primeras, impelidas de las segundas, se detienen, y unas o otras se niegan el paso, hasta que hace camino la corriente y se desagua.

Lo mismo acontece en las razones que concibe el entendimiento de un lastimado amante, que, acudiendo tal vez todas juntas a la lengua, las unas a las otras impiden, y no sabe el discurso con cuáles se dé primero a entender su imaginación; y así, muchas veces, callando, dice más de lo que querría.

Mostróse esto en la poca cortesía que hizo Periandro a los que entraron a ver a Auristela, el cual lleno de discursos, preñado de conceptos, colmado de imaginaciones, desdeñado y desengañado, se salió del aposento de Auristela, sin saber, ni querer, ni poder responder palabra alguna a las muchas que ella le había dicho. Llegaron a ella Antonio y su hermana, y halláronla como persona que acaba de despertar de un pesado sueño, y que entre sí estaba diciendo con palabras distintas y claras:

-Mal hecho; pero, ¿qué importa? ¿No es mejor que mi hermano sepa mi intención? ¿No es mejor que yo deje con tiempo los caminos torcidos y las dudosas sendas, y tienda el paso por los atajos llanos, que con distinción clara nos están mostrando el felice paradero de nuestra jornada? Yo confieso que la compañía de Periandro no me ha de estorbar de ir al cielo; pero también siento que iré más presto sin ella; sí, que más me debo yo a mí que no a otro, y al interese del cielo y de gloria se ha de posponer los del parentesco, cuanto más que yo no tengo ninguno con Periandro.

-Advierte -dijo a esta sazón Constanza-, hermana Auristela, que vas descubriendo cosas que podrían ser parte que, desterrando nuestras sospechas, a ti te dejasen confusa. Si no es tu hermano Periandro, mucha es la conversación que con él tienes; y si lo es, no hay para qué te escandalices de su compañía.

Acabó a esta sazón de volver en sí Auristela, y, oyendo lo que Constanza le decía, quiso enmendar su descuido; pero no acertó, pues para soldar una mentira, por muchas se atropellan, y siempre queda la verdad en duda, aunque más viva la sospecha.

-No sé, hermana -dijo Auristela-, lo que me he dicho, ni sé si Periandro es mi hermano o si no; lo que te sabré decir es que es mi alma, por lo menos: por él vivo, por él respiro, por él me muevo y por él me sustento, conteniéndome, con todo esto, en los términos de la razón, sin dar lugar a ningún vario pensamiento, ni a no guardar todo honesto decoro, bien así como le debe guardar una mujer principal a un tan principal hermano.

-No te entiendo, señora Auristela -la dijo a esta sazón Antonio-, pues de tus razones tanto alcanzo ser tu hermano Periandro, como si no lo fuese. Dinos ya quién es y quién eres, si es que puedes decillo; que agora sea tu hermano o no lo sea, por lo menos no podéis negar ser principales, y en nosotros, digo en mí y en mi hermana Constanza, no está tan en niñez la esperiencia que nos admire ningún caso que nos contares; que, puesto que ayer salimos de la Isla Bárbara, los trabajos que has visto que hemos pasado han sido nuestros maestros en muchas cosas, y, por pequeña muestra que se nos dé, sacamos el hilo de los más arduos negocios, especialmente en los que son de amores, que parece que los tales consigo mismo traen la declaración. ¿Qué mucho que Periandro no sea tu hermano, y qué mucho que tú seas su ligítima esposa? ¿Y qué mucho, otra vez, que con honesto y casto decoro os hayáis mostrado hasta aquí limpísimos al cielo y honestísimos a los ojos de los que os han visto? No todos los amores son precipitados ni atrevidos, ni todos los amantes han puesto la mira de su gusto en gozar a sus amadas, sino con las potencias de su alma; y, siendo esto así, señora mía, otra vez te suplico nos digas quién eres y quién es Periandro, el cual, según le vi salir de aquí, él lleva un volcán en los ojos y una mordaza en la lengua.

-¡Ay, desdichada -replicó Auristela-, y cuán mejor me hubiera sido que me hubiera entregado al silencio eterno, pues, callando, escusara la mordaza que dices que lleva en su lengua! Indiscretas somos las mujeres, mal sufridas y peor calladas; mientras callé, en sosiego estuvo mi alma; hablé, y perdíle; y, para acabarle de perder, y para que juntamente se acabe la tragedia de mi vida, quiero que sepáis vosotros, pues el cielo os hizo verdaderos hermanos, que no lo es mío Periandro, ni menos es mi esposo ni mi amante; a lo menos, de aquéllos que, corriendo por la carrera de su gusto, procuran parar sobre la honra de sus amadas. Hijo de rey es; hija y heredera de un reino soy; por la sangre somos iguales; por el estado, alguna ventaja le hago; por la voluntad, ninguna; y, con todo esto, nuestras intenciones se responden, y nuestros deseos, con honestísimo efeto, se están mirando; sola la ventura es la que turba y confunde nuestras intenciones, y la que por fuerza hace que esperemos en ella. Y, porque el nudo que lleva a la garganta Periandro me aprieta la mía, no os quiero decir más por agora, señores, sino suplicaros me ayudéis a buscalle, que, pues él tuvo licencia para irse sin la mía, no querrá volver sin ser buscado.

-Levanta, pues -dijo Constanza-, y vamos a buscalle, que los lazos con que amor liga a los amantes, no los deja alejar de lo que bien quieren. Ven, que presto le hallaremos, presto le verás y más presto llegarás a tu contento. Si quieres tener un poco los escrúpulos que te rodean, dales de mano, y dala de esposa a Periandro; que, igualándole contigo, pondrás silencio a cualquiera murmuración.

Levantóse Auristela, y, en compañía de Feliz Flora, Constanza y Antonio, salieron a buscar a Periandro; y, como ya en la opinión de los tres era reina, con otros ojos la miraban, y con otro respeto la servían.

Periandro, en tanto que era buscado, procuraba alejarse de quien le buscaba; salió de Roma a pie, y solo, si ya no se tiene por compañía la soledad amarga, los suspiros tristes y los continuos sollozos: que éstos y las varias imaginaciones no le dejaban un punto.

-¡Ay! -iba diciendo entre sí-, hermosísima Sigismunda, reina por naturaleza, bellísima por privilegio y por merced de la misma naturaleza, discreta sobremodo, y sobremanera agradable, y ¡cuán poco te costaba, oh señora, el tenerme por hermano, pues mis tratos y pensamientos jamás desmintieran la verdad de serlo, aunque la misma malicia lo quisiera averiguar, aunque en sus trazas se desvelara! Si quieres que te lleven al cielo sola y señera, sin que tus acciones dependan de otro que de Dios y de ti misma, sea en buen hora; pero quisiera que advirtieras que no sin escrúpulo de pecado puedes ponerte en el camino que deseas. Sin ser mi homicida, dejaras, ¡oh señora!, a cargo del silencio y del engaño tus pensamientos, y no me los declararas a tiempo que habías de arrancar con las raíces de mi amor mi alma, la cual, por ser tan tuya, te dejo a toda tu voluntad, y de la mía me destierro; quédate en paz, bien mío, y conoce que el mayor que te puedo hacer es dejarte.

Llegóse la noche en esto, y, apartándose un poco del camino, que era el de Nápoles, oyó el sonido de un arroyo que por entre unos árboles corría, a la margen del cual, arrojándose de golpe en el suelo, puso en silencio la lengua, pero no dio treguas a sus suspiros.

 

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Última actualización: 16/12/97.