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LIBRO CUARTO DE LA HISTORIA DE

LOS TRABAJOS DE PERSILES Y SIGISMUNDA,

HISTORIA SETENTRIONAL

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Capítulo Diez

 

Contentísima estaba Hipólita de ver que las artes de la cruel Julia tan en daño de la salud de Auristela se mostraban, porque en ocho días la pusieron tan otra de lo que ser solía, que ya no la conocían sino por el órgano de la voz; cosa que tenía suspensos a los médicos y admirados a cuantos la conocían. Las señoras francesas atendían a su salud con tanto cuidado como si fueran sus queridas hermanas, especialmente Feliz Flora, que con particular afición la quería.

Llegó a tanto el mal de Auristela que, no conteniéndose en los términos de su juridición, pasó a la de sus vecinos, y, como ninguno lo era tanto como Periandro, el primero con quien encontró fue con él, no porque el veneno y maleficios de la perversa judía obrasen en él derechamente, y con particular asistencia, como en Auristela, para quien estaban hechos, sino porque la pena que él sentía de la enfermedad de Auristela era tanta, que causaba en él el mismo efeto que en Auristela, y así se iba enflaqueciendo, que comenzaron todos a dudar de la vida suya como de la de Auristela.

Viendo lo cual Hipólita, y que ella misma se mataba con los filos de su espada, adivinando con el dedo de dónde procedía el mal de Periandro, procuró darle remedio, dándosele a Auristela, la cual, ya flaca, ya descolorida, parecía que estaba llamando su vida a las aldabas de las puertas de la muerte; y, creyendo sin duda, que por momentos la abrirían, quiso abrir y preparar la salida a su alma por la carrera de los sacramentos, bien como ya instruída en la verdad católica; y así, haciendo las diligencias necesarias, con la mayor devoción que pudo, dio muestras de sus buenos pensamientos, acreditó la integridad de sus costumbres, dio señales de haber aprendido bien lo que en Roma la habían enseñado, y, resignándose en las manos de Dios, sosegó su espíritu y puso en olvido reinos, regalos y grandezas.

Hipólita, pues, habiendo visto, como está ya dicho, que muriéndose Auristela moría también Periandro, acudió a la judía a pedirle que templase el rigor de los hechizos que consumían a Auristela, o los quitase del todo: que no quería ella ser inventora de quitar con un golpe solo tres vidas, pues muriendo Auristela, moría Periandro, y, muriendo Periandro, ella también quedaría sin vida. Hízolo así la judía, como si estuviera en su mano la salud o la enfermedad ajena, o como si no dependieran todos los males que llaman de pena de la voluntad de Dios, como no dependen los males de culpa; pero Dios, obligándole, si así se puede decir, por nuestros mismos pecados, para castigo dellos, permite que pueda quitar la salud ajena esta que llaman hechicería, con que lo hacen las hechiceras; sin duda ha él permitido, usando mezclas y venenos, que con tiempo limitado quitan la vida a la persona que quieren, sin que tenga remedio de escusar este peligro, porque le ignora, y no se sabe de dónde procede la causa de tan mortal efeto; así que, para guarecer destos males, la gran misericordia de Dios ha de ser la maestra, la que ha de aplicar la medicina.

Comenzó, pues, Auristela a dejar de empeorar, que fue señal de su mejoría; comenzó el sol de su belleza a dar señales y vislumbres de que volvía a amanecer en el cielo de su rostro; volvieron a despuntar las rosas en sus mejillas y la alegría en sus ojos; ajuntáronse las sombras de su melancolía; volvió a enterarse el órgano suave de su voz; afinóse el carmín de sus labios; compitió con el marfil la blancura de sus dientes, que volvieron a ser perlas, como antes lo eran; en fin, en poco espacio de tiempo volvió a ser toda hermosa, toda bellísima, toda agradable y toda contenta, y estos mismos efetos redundaron en Periandro, y en las damas francesas y en los demás: Croriano y Ruperta, Antonio y su hermana Constanza, cuya alegría o tristeza caminaba al paso de la de Auristela, la cual, dando gracias al cielo por la merced y regalos que le iba haciendo, así en la enfermedad como en la salud, un día llamó a Periandro, y, estando solos por cuidado y de industria, desta manera le dijo:

-Hermano mío, pues ha querido el cielo que con este nombre tan dulce y tan honesto ha dos años que te he nombrado, sin dar licencia al gusto o al descuido para que de otra suerte te llamase, que tan honesta y tan agradable no fuese, querría que esta felicidad pasase adelante, y que solos los términos de la vida la pusiesen término: que tanto es una ventura buena cuanto es duradera, y tanto es duradera cuanto es honesta. Nuestras almas, como tú bien sabes, y como aquí me han enseñado, siempre están en continuo movimiento y no pueden parar sino en Dios, como en su centro. En esta vida los deseos son infinitos, y unos se encadenan de otros, y se eslabonan, y van formando una cadena que tal vez llega al cielo, y tal se sume en el infierno. Si te pareciere, hermano, que este lenguaje no es mío, y que va fuera de la enseñanza que me han podido enseñar mis pocos años y mi remota crianza, advierte que en la tabla rasa de mi alma ha pintado la esperiencia y escrito mayores cosas; principalmente ha puesto que en sólo conocer y ver a Dios está la suma gloria, y todos los medios que para este fin se encaminan son los buenos, son los santos, son los agradables, como son los de la caridad, de la honestidad y el de la virginidad. Yo, a lo menos, así lo entiendo, y, juntamente con entenderlo así, entiendo que el amor que me tienes es tan grande que querrás lo que yo quisiere. Heredera soy de un reino, y ya tú sabes la causa por que mi querida madre me envió en casa de los reyes tus padres, por asegurarme de la grande guerra de que se temía; desta venida se causó el de venirme yo contigo, tan sujeta a tu voluntad que no he salido della un punto; tú has sido mi padre, tú mi hermano, tú mi sombra, tú mi amparo y, finalmente, tú mi ángel de guarda, y tú mi enseñador y mi maestro, pues me has traído a esta ciudad, donde he llegado a ser cristiana como debo. Querría agora, si fuese posible, irme al cielo, sin rodeos, sin sobresaltos y sin cuidados, y esto no podrá ser si tú no me dejas la parte que yo misma te he dado, que es la palabra y la voluntad de ser tu esposa. Déjame, señor, la palabra, que yo procuraré dejar la voluntad, aunque sea por fuerza: que, para alcanzar tan gran bien como es el cielo, todo cuanto hay en la tierra se ha de dejar, hasta los padres y los esposos. Yo no te quiero dejar por otro; por quien te dejo es por Dios, que te dará a sí mismo, cuya recompensa infinitamente excede a que me dejes por él. Una hermana tengo pequeña, pero tan hermosa como yo, si es que se puede llamar hermosa la mortal belleza; con ella te podrás casar, y alcanzar el reino que a mí me toca, y con esto, haciendo felices mis deseos, no quedarán defraudados del todo los tuyos. ¿Qué inclinas la cabeza, hermano? ¿A qué pones los ojos en el suelo? ¿Desagrádante estas razones? ¿Parécente descaminados mis deseos? Dímelo, respóndeme; por lo menos, sepa yo tu voluntad; quizá templaré la mía, y buscaré alguna salida a tu gusto, que en algo con el mío se conforme.

Con grandísimo silencio estuvo escuchando Periandro a Auristela, y en un breve instante formó en su imaginación millares de discursos, que todos venieron a parar en el peor que para él pudiera ser, porque imaginó que Auristela le aborrecía, porque aquel mudar de vida no era sino porque a él se le acabara la suya, pues bien debía saber que, en dejando ella de ser su esposa, él no tenía para qué vivir en el mundo; y fue y vino con esta imaginación con tanto ahínco que, sin responder palabra a Auristela, se levantó de donde estaba sentado, y, con ocasión de salir a recebir a Feliz Flora y a la señora Constanza, que entraban en el aposento, se salió dél y dejó a Auristela, no sé si diga arrepentida, pero sé que quedó pensativa y confusa.

 

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Última actualización: 16/12/97.