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LIBRO CUARTO DE LA HISTORIA DE
LOS TRABAJOS DE PERSILES Y SIGISMUNDA,
HISTORIA SETENTRIONAL
No se atrevió la enfermedad a acometer rostro a rostro a la belleza de Auristela, temerosa no espantase tanto la hermosura la fealdad suya; y así, la acometió por las espaldas, dándole en ellas unos calosfríos, al amanecer, que no la dejaron levantar aquel día; luego luego, se le quitó la gana de comer, y comenzó la viveza de sus ojos a amortiguarse, y el desmayo, que con el tiempo suele llegar a los enfermos, sembró en un punto por todos los sentidos de Constanza, haciendo el mismo efeto en los de Periandro, que luego se alborotaron y temieron todos los males posibles, especialmente lo que temen los poco ven- turosos.
No había dos horas que estaba enferma, y ya se le parecían cárdenas las encarnadas rosas de sus mejillas, verde el carmín de sus labios, y topacios las perlas de sus dientes; hasta los cabellos le pareció que habían mudado color, estrecháronse las manos, y casi mudado el asiento y encaje natural de su rostro. Y no por esto le parecía menos hermosa, porque no la miraba en el lecho que yacía, sino en el alma, donde la tenía retratada. Llegaban a sus oídos, a lo menos llegaron de allí a dos días, sus palabras, entre débiles acentos formadas, y pronunciadas con turbada lengua. Asustáronse las señoras francesas, y el cuidado de atender a la salud de Auristela fue de tal modo que tuvieron necesidad de tenerle de sí mismas.
Llamáronse médicos, escogiéronse los mejores, a lo menos los de mejor fama; que la buena opinión califica la acertada medicina, y así suele haber médicos venturosos como soldados bien afortunados; la buena suerte y la buena dicha, que todo es uno, también puede llegar a la puerta del miserable en un saco de sayal como en un escaparate de plata. Pero ni en plata ni en lana no llegaba ninguna a las puertas de Auristela, de lo que discretamente se desesperaban los dos hermanos Antonio y Constanza.
Esto era al revés en el duque, que, como el amor que tenía en el pecho se había engendrado de la hermosura de Auristela, así como la tal hermosura iba faltando en ella, iba en él faltando el amor, el cual muchas raíces ha de haber echado en el alma, para tener fuerzas de llegar hasta el margen de la sepultura con la cosa amada. Feísima es la muerte, y quien más a ella se llega es la dolencia; y amar las cosas feas parece cosa sobrenatural y digna de tenerse por milagro.
Auristela, en fin, iba enflaqueciendo por momentos, y quitando las esperanzas de su salud a cuantos la conocían. Sólo Periandro era el solo, sólo el firme, sólo el enamorado, sólo aquel que con intrépido pecho se oponía a la contraria fortuna y a la misma muerte, que en la de Auristela le amenazaba.
Quince días esperó el duque de Nemurs, a ver si Auristela mejoraba, y en todos ellos no hubo ninguno que a los médicos no consultase de la salud de Auristela, y ninguno se la aseguró, porque no sabían la causa precisa de su dolencia; viendo lo cual el duque y que las damas francesas no hacían dél caso alguno, viendo también que el ángel de luz de Auristela se había vuelto el de tinieblas, fingiendo algunas causas que, si no del todo, en parte le disculpaban, un día, llegándose a Auristela en el lecho donde enferma estaba, delante de Periandro, le dijo:
-Pues la ventura me ha sido tan contraria, hermosa señora, que no me ha dejado conseguir el deseo que tenía de recebirte por mi legítima esposa, antes que la desesperación me traiga a términos de perder el alma, como me ha traído en los de perder la vida, quiero por otro camino probar mi ventura, porque sé cierto que no tengo de tener ninguna buena, aunque la procure; y así, sucediéndome el mal que no procuro, vendré a perderme y a morir desdichado, y no desesperado. Mi madre me llama; tiéneme prevenida esposa; obedecerla quiero, y entretener el tiempo del camino tanto que halle la muerte lugar de acometerme, pues ha de hallar en mi alma las memorias de tu hermosura y de tu enfermedad, y quiera Dios que no diga las de tu muerte.
Dieron sus ojos muestra de algunas lágrimas. No pudo responderle Auristela, o no quiso, por no errar en la respuesta delante de Periandro. Lo más que hizo fue poner la mano debajo de su almohada, y sacar su retrato y volvérsele al duque, el cual le besó las manos por tan gran merced; pero, alargando la suya Periandro, se le tomó, y le dijo:
-Si dello no disgustas, ¡oh gran señor!, por lo que bien quieres, te suplico me le prestes, porque yo pueda cumplir una palabra que tengo dada, que, sin ser en perjuicio tuyo, será grandemente en el mío si no lo cumplo.
Volviósele el duque, con grandes ofrecimientos de poner por él la hacienda, la vida y la honra, y más, si más pudiese, y desde allí se dividió de los dos hermanos, con pensamiento de no verlos más en Roma. Discreto amante, y el primero quizá que haya sabido aprovecharse de las guedejas que la ocasión le ofrecía.
Todas estas cosas pudieran despertar a Arnaldo, para que considerara cuán menoscabadas estaban sus esperanzas, y cuán a pique de acabar con toda la máquina de sus peregrinaciones, pues, como se ha dicho, la muerte casi había pisado las ropas a Auristela, y estuvo muy determinado de acompañar al conde, si no en su camino, a lo menos en su propósito, volviéndose a Dinamarca; mas el amor, y su generoso pecho, no dieron lugar a que dejase a Periandro sin consuelo y a su hermana Auristela en los postreros límites de la vida, a quien visitó, y de nuevo hizo ofrecimientos, con determinación de aguardar a que el tiempo mejorase los sucesos, a pesar de todas las sospechas que le sobrevenían.