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LIBRO CUARTO DE LA HISTORIA DE
LOS TRABAJOS DE PERSILES Y SIGISMUNDA,
HISTORIA SETENTRIONAL
Más confusa que arrepentida volvió Hipólita a su casa; pensativa además y además enamorada: que, aunque es verdad que en los principios de los amores los desdenes suelen ser parte para acabarlos, los que usó con ella Periandro le avivaron más los deseos. Parecíale a ella que no había de ser tan de bronce un peregrino que no se ablandase con los regalos que pensaba hacerle; pero, hablando consigo, se dijo a sí misma:
-Si este peregrino fuera pobre, no trujera consigo cruz tan rica, cuyos muchos y ricos diamantes sirven de claro sobrescrito de su riqueza: de modo que la fuerza desta roca no se ha de tomar por hambre; otros ardides y mañas son menester para rendirla. ¿No sería posible que este mozo tuviese en otra parte ocupada el alma? ¿No sería posible que esta Auristela no fuese su hermana? ¿No sería posible que las finezas de los desdenes que usa conmigo los quisiese asentar y poner en cargo a Auristela? ¡Válame Dios, que me parece que en este punto he hallado el de mi remedio! ¡Alto! ¡Muera Auristela! Descúbrase este encantamento; a lo menos, veamos el sentimiento que este montaraz corazón hace; pongamos siquiera en plática este disignio; enferme Auristela; quitemos su sol delante de los ojos de Periandro; veamos si, faltando la hermosura, causa primera de adonde el amor nace, falta también el mismo amor: que podría ser que, dando yo lo que a éste le quitare, quitándole a Auristela, viniese a reducirse a tener más blandos pensamientos; por lo menos, probarlo tengo, ateniéndome a lo que se dice: que no daña el tentar las cosas que descubren algún rastro de provecho.
Con estos pensamientos algo consolada, llegó a su casa, donde halló a Zabulón, con quien comunicó todo su disignio, confiada en que tenía una mujer de la mayor fama de hechicera que había en Roma, pidiéndole, habiendo antes precedido dádivas y promesas, hiciese con ella, no que mudase la voluntad de Periandro, pues sabía que esto era imposible, sino que enfermase la salud de Auristela; y, con limitado término, si fuese menester, le quitase la vida. Esto dijo Zabulón ser cosa fácil al poder y sabiduría de su mujer. Recibió no sé cuánto por primera paga, y prometió que desde otro día comenzaría la quiebra de la salud de Auristela.
No solamente Hipólita satisfizo a Zabulón, sino amenazóle asimismo; y a un judío dádivas o amenazas le hacen prometer y aun hacer imposibles.
Periandro contó a Croriano, Ruperta, a Auristela y a las tres damas francesas, a Antonio y a Constanza su prisión, los amores de Hipólita y la dádiva que había hecho del retrato de Auristela al gobernador.
No le contentó nada a Auristela los amores de la cortesana, porque ya había oído decir que era una de las más hermosas mujeres de Roma, de las más libres, de las más ricas y más discretas, y las musarañas de los celos, aunque no sea más de una, y sea más pequeña que un mosquito, el miedo la representa en el pensamiento de un amante mayor que el monte Olimpo; y cuando la honestidad ata la lengua de modo que no puede quejarse, da tormento al alma con las ligaduras del silencio, de modo que a cada paso anda buscando salidas para dejar la vida del cuerpo. Según otra vez se ha dicho, ningún otro remedio tienen los celos que oír disculpas; y, cuando éstas no se admiten, no hay que hacer caso de la vida, la cual perdiera Auristela mil veces, antes que formar una queja de la fee de Periandro.
Aquella noche fue la primera vez que Bartolomé y la Talaverana fueron a visitar a sus señores, no libres, aunque ya lo estaban de la cárcel, sino atados con más duros grillos, que eran los del matrimonio, pues se habían casado; que la muerte del polaco puso en libertad a Luisa, y a él le trujo su destino a venir peregrino a Roma. Antes de llegar a su patria halló en Roma a quien no traía intención de buscar, acordándose de los consejos que en España le había dado Periandro, pero no pudo estorbar su destino, aunque no le fabricó por su voluntad.
Aquella noche, asimismo, visitó Arnaldo a todas aquellas señoras, y dio cuenta de algunas cosas que en el volver a buscarles, después que apaciguó la guerra de su patria, le habían sucedido. Contó cómo llegó a la isla de las Ermitas, donde no había hallado a Rutilio, sino a otro ermitaño en su lugar, que le dijo que Rutilio estaba en Roma; dijo, asimismo, que había tocado en la isla de los pescadores, y hallado en ella libres, sanas y contentas a las desposadas y a los demás que con Periandro, según ellos dijeron, se habían embarcado; contó cómo supo de oídas que Policarpa era muerta, y Sinforosa no había querido casarse; dijo cómo se tornaba a poblar la Isla Bárbara, confirmándose sus moradores en la creencia de su falsa profecía; advirtió cómo Mauricio y Ladislao, su yerno, con su hija Transila, habían dejado su patria y pasádose a vivir más pacíficamente a Inglaterra; dijo también cómo había estado con Leopoldio, rey de los dáneos, después de acabada la guerra, el cual se había casado por dar sucesión a su reino, y que había perdonado a los dos traidores que llevaba presos cuando Periandro y sus pescadores le encontraron, de quien mostró estar muy agradecido, por el buen término y cortesía que con él tuvieron; y, entre los nombres que le era forzoso nombrar en su discurso, tal vez tocaba con el de los padres de Periandro, y tal con los de Auristela, con que les sobresaltaba los corazones y les traía a la memoria así grandezas como desgracias.
Dijo que en Portugal, especialmente en Lisboa, eran en suma estimación tenidos sus retratos; contó asimismo la fama que dejaban en Francia, en todo aquel camino, la hermosura de Constanza y de aquellas señoras damas francesas; dijo cómo Croriano había granjeado opinión de generoso y de discreto en haber escogido a la sin par Ruperta por esposa; dijo, asimismo, cómo en Luca se hablaba mucho en la sagacidad de Isabela Castrucho, y en los breves amores de Andrea Marulo, a quien con el demonio fingido trujo el cielo a vivir vida de ángeles; contó cómo se tenía por milagro la caída de Periandro, y cómo dejaba en el camino a un mancebo peregrino, poeta, que no quiso adelantarse con él, por venirse despacio, componiendo una comedia de los sucesos de Periandro y Auristela, que los sabía de memoria por un lienzo que había visto en Portugal, donde se habían pintado, y que traía intención firmísima de casarse con Auristela, si ella quisiese.
Agradecióle Auristela su buen propósito, y aun desde allí le ofreció darle para un vestido, si acaso llegase roto: que un deseo de un buen poeta toda buena paga merece.
Dijo también que había estado en casa de la señora Constanza y Antonio, y que sus padres y abuelos estaban buenos y sólo fatigados de la pena que tenían de no saber de la salud de sus hijos, deseando volviese la señora Constanza a ser esposa del conde, su cuñado, que quería seguir la discreta elección de su hermano, o ya por no dar los veinte mil ducados, o ya por el merecimiento de Constanza, que era lo más cierto, de que no poco se alegraron todos, especialmente Periandro y Auristela, que como a sus hermanos los querían.
Desta plática de Arnaldo, se engendraron en los pechos de los oyentes nuevas sospechas de que Periandro y Auristela debían de ser grandes personajes, porque, de tratar de casamientos de condes y de millaradas de ducados, no podían nacer sino sospechas illustres y grandes.
Contó también cómo había encontrado en Francia a Renato, el caballero francés vencido en la batalla contra derecho, y libre y vitorioso por la conciencia de su enemigo. En efeto, pocas cosas quedaron de las muchas que en el galán progreso desta historia se han contado, en quien él se hubiese hallado, pues que allí no las volviese a traer a la memoria, trayendo también la que tenía de quedarse con el retrato de Auristela, que tenía Periandro contra la voluntad del duque y contra la suya, puesto que dijo que, por no dar enojo a Periandro, disimularía su agravio.
-Ya le hubiera yo deshecho -respondió Periandro-, volviendo, señor Arnaldo, el retrato, si entendiera fuera vuestro. La ventura y su diligencia se le dieron al duque; vos se le quitastes por fuerza; y así, no tenéis de qué quejaros. Los amantes están obligados a no juzgar sus causas por la medida de sus deseos, que tal vez no los han de satisfacer, por acomodarse con la razón, que otra cosa les manda; pero yo haré de manera que, no quedando vos, señor Arnaldo, contento, el duque quede satisfecho, y será con que mi hermana Auristela se quede con el retrato, pues es más suyo que de otro alguno.
Satisfízole a Arnaldo el parecer de Periandro, y ni más ni menos a Auristela. Con esto cesó la plática; y otro día por la mañana comenzaron a obrar en Auristela los hechizos, los venenos, los encantos y las malicias de la Iulia, mujer de Zabulón.