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LIBRO CUARTO DE LA HISTORIA DE

LOS TRABAJOS DE PERSILES Y SIGISMUNDA,

HISTORIA SETENTRIONAL

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Capítulo Tercero

 

Invidiosas y corridas estaban las tres damas francesas de ver que en la opinión del duque estaba estimado el retrato de Auristela mucho más que ninguno de los suyos, que el criado que envió a retratarlas, como se ha dicho, les dijo que consigo los traía, entre otras joyas de mucha estima, pero que en el de Auristela idolatraba: razones y desengaño que las lastimó las almas; que nunca las hermosas reciben gusto, sino mortal pesadumbre, de que otras hermosuras igualen a las suyas, ni aun que se les compare; porque la verdad, que comúnmente se dice, de que toda comparación es odiosa, en la de la belleza viene a ser odiosísima, sin que amistades, parentescos, calidades y grandezas se opongan al rigor desta maldita invidia, que así puede llamarse la que encendía las comparadas hermosuras.

Dijo ansimismo que, viniendo el duque, su señor, desde París, buscando a la peregrina Auristela, enamorado de su retrato, aquella mañana se había sentado al pie de un árbol con el retrato en las manos; así hablaba con el muerto como con el original vivo, y que, estando así, había llegado el otro peregrino tan paso por las espaldas que pudo bien oír lo que el duque con el retrato hablaba, «sin que yo y otro compañero mío lo pudiésemos estorbar, porque estábamos algo desviados. En fin, corrimos a advertir al duque que le escuchaban; volvió el duque la cabeza y vio al peregrino, el cual, sin hablar palabra, lo primero que hizo fue arremeter al retrato y quitársele de las manos al duque, que, como le cogió de sobresalto, no tuvo lugar de defenderle como él quisiera; y lo que le dijo fue, a lo menos lo que yo pude entender: ``Salteador de celestiales prendas, no profanes con tus sacrílegas manos la que en ellas tienes. Deja esa tabla donde está pintada la hermosura del cielo, ansí porque no la mereces como por ser ella mía''. ``Eso no -respondió el otro peregrino-, y si desta verdad no puedo darte testigos, remitiré su falta a los filos de mi estoque, que en este bordón traigo oculto. Yo sí que soy el verdadero posesor desta incomparable belleza, pues en tierras bien remotas de la que ahora estamos la compré con mis tesoros y la adoré con mi alma, y he servido a su original con mi solicitud y con mis trabajos''.

»El duque, entonces, volviéndose a nosotros, nos mandó, con imperiosas razones, los dejásemos solos, y que viniésemos a este lugar, donde le esperásemos, sin tener osadía de volver solamente el rostro a mirarles. Lo mismo mandó el otro peregrino a los dos que con él llegaron, que, según parece, también son sus criados. Con todo esto, hurté algún tanto la obediencia a su mandamiento, y la curiosidad me hizo volver los ojos, y vi que el otro peregrino colgaba el retrato de un árbol, no porque puntualmente lo viese, sino porque lo conjeturé, viendo que luego, desenvainando del bordón que tenía un estoque, o a lo menos una arma que lo parecía, acometió a mi señor, el cual le salió a recebir con otro estoque, que yo sé que en el bordón traía.

»Los criados de entrambos quisimos volver a despartir la contienda, pero yo fui de contrario parecer, diciéndoles que, pues era igual y entre dos solos, sin temor ni sospecha de ser ayudados de nadie, que los dejásemos y siguiésemos nuestro camino, pues en obedecerles no errábamos, y en volver, quizá sí. Ahora sea lo que fuere, pues no sé si el buen consejo o la cobardía nos emperezó los pies y nos ató las manos, o si la lumbre de los estoques, hasta entonces aún no sangrientos, nos cegó los ojos, que no acertábamos a ver el camino que había desde allí al lugar de la pendencia, sino el que había al de éste adonde ahora estamos. Llegamos aquí, hicimos el alojamiento con prisa, y con más animoso discurso volvíamos a ver lo que había hecho la suerte de nuestros dueños. Hallámoslos cual habéis visto, donde si vuestra llegada no los socorriera, bien sin provecho había sido la nuestra.»

Esto dijo el criado, y esto escucharon las damas, y esto sintieron de manera como si fueran amantes verdaderas del duque; y, al mismo instante, se deshizo en la imaginación de cada una la quimera y máquina, si alguna había hecho o levantado, de casarse con el duque; que ninguna cosa quita o borra el amor más presto de la memoria que el desdén en los principios de su nacimiento; que el desdén en los principios del amor tiene la misma fuerza que tiene la hambre en la vida humana: a la hambre y al sueño se rinde la valentía, y al desdén los más gustosos deseos. Verdad es que esto suele ser en los principios, que, después que el amor ha tomado larga y entera posesión del alma, los desdenes y desengaños le sirven de espuelas, para que con más ligereza corra a poner en efeto sus pensamientos.

Curáronse los heridos, y dentro de ocho días estuvieron para ponerse en camino y llegar a Roma, de donde habían venido cirujanos a verlos.

En este tiempo, supo el duque cómo su contrario era príncipe heredero del reino de Dinamarca, y supo ansimismo la intención que tenía de escogerla por esposa. Esta verdad calificó en él sus pensamientos, que eran los mismos que los de Arnaldo. Parecióle que la que era estimada para reina, lo podía ser para duquesa; pero entre estos pensamientos, entre estos discursos y imaginaciones, se mezclaban los celos, de manera que le amargaban el gusto y le turbaban el sosiego. En fin, se llegó el día de su partida, y el duque y Arnaldo, cada uno por su parte, entró en Roma, sin darse a conocer a nadie; y los demás peregrinos de nuestra compañía, llegando a la vista della, desde un alto montecillo la descubrieron, y, hincados de rodillas, como a cosa sacra, la adoraron, cuando de entre ellos salió una voz de un peregrino, que no conocieron, que, con lágrimas en los ojos, comenzó a decir desta manera:

 

¡Oh grande, oh poderosa, oh sacrosanta,

alma ciudad de Roma! A ti me inclino,

devoto, humilde y nuevo peregrino,

a quien admira ver belleza tanta.

Tu vista, que a tu fama se adelanta,

al ingenio suspende, aunque divino,

de aquél que a verte y adorarte vino

con tierno afecto y con desnuda planta.

La tierra de tu suelo, que contemplo

con la sangre de mártires mezclada,

es la reliquia universal del suelo.

No hay parte en ti que no sirva de ejemplo

de santidad, así como trazada

de la ciudad de Dios al gran modelo.

 

Cuando acabó de decir este soneto, el peregrino se volvió a los circunstantes, diciendo:

-Habrá pocos años que llegó a esta santa ciudad un poeta español, enemigo mortal de sí mismo y deshonra de su nación, el cual hizo y compuso un soneto en vituperio desta insigne ciudad y de sus ilustres habitadores. Pero la culpa de su lengua pagara su garganta, si le cogieran. Yo, no como poeta, sino como cristiano, casi como en descuento de su cargo, he compuesto el que habéis oído.

Rogóle Periandro que le repitiese, hízolo así, alabáronsele mucho, bajaron del recuesto, pasaron por los prados de Madama, entraron en Roma por la puerta del Pópulo, besando primero una y muchas veces los umbrales y márgenes de la entrada de la ciudad santa, antes de la cual llegaron dos judíos a uno de los criados de Croriano, y le preguntaron si toda aquella escuadra de gente tenía estancia conocida y preparada donde alojarse; si no, que ellos se la darían tal que pudiesen en ella alojarse príncipes.

-Porque habéis de saber, señor -dijeron-, que nosotros somos judíos: yo me llamo Zabulón, y mi compañero Abiud; tenemos por oficio adornar casas de todo lo necesario, según y como es la calidad del que quiere habitarlas, y allí llega su adorno donde llega el precio que se quiere pagar por ellas.

A lo que el criado respondió:

-Otro compañero mío desde ayer está en Roma con intención que tenga preparado el alojamiento, conforme a la calidad de mi amo y de todos aquellos que aquí vienen.

-Que me maten -dijo Abiud-, si no es éste el francés que ayer se contentó con la casa de nuestro compañero Manasés, que la tiene aderezada como casa real.

-Vamos, pues, adelante -dijo el criado de Croriano-, que mi compañero debe de estar por aquí esperando a ser nuestra guía, y, cuando la casa que tuviere no fuere tal, nos encomendaremos a la que nos diere el señor Zabulón.

Con esto pasaron adelante, y a la entrada de la ciudad vieron los judíos a Manasés, su compañero, y con él al criado de Croriano, por donde vinieron en conocimiento que la posada que los judíos habían pintado era la rica de Manasés; y así, alegres y contentos, guiaron a nuestros peregrinos, que estaba junto al arco de Portugal.

Apenas entraron las francesas damas en la ciudad, cuando se llevaron tras sí los ojos de casi todo el pueblo, que, por ser día de estación, estaba llena aquella calle de Nuestra Señora del Pópulo de infinita gente; pero la admiración que comenzó a entrar poco a poco en los que a las damas francesas miraban, se acabó de entrar mucho a mucho en los corazones de los que vieron a la sin par Auristela y a la gallarda Constanza, que a su lado iba, bien así como van por iguales paralelos dos lucientes estrellas por el cielo.

Tales iban que dijo un romano que, a lo que se cree, debía de ser poeta:

-Yo apostaré que la diosa Venus, como en los tiempos pasados, vuelve a esta ciudad a ver las reliquias de su querido Eneas. Por Dios, que hace mal el señor gobernador de no mandar que se cubra el rostro desta movible imagen. ¿Quiere, por ventura, que los discretos se admiren, que los tiernos se deshagan y que los necios idolatren?

Con estas alabanzas, tan hipérboles como no necesarias, pasa adelante el gallardo escuadrón; llegó al alojamiento de Manasés, bastante para alojar a un poderoso príncipe y a un mediano ejército.

 

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Última actualización: 16/12/97.