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LIBRO CUARTO DE LA HISTORIA DE

LOS TRABAJOS DE PERSILES Y SIGISMUNDA,

HISTORIA SETENTRIONAL

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Capítulo Cuarto

 

Estendióse aquel mismo día la llegada de las damas francesas por toda la ciudad, con el gallardo escuadrón de los peregrinos; especialmente se divulgó la desigual hermosura de Auristela, encareciéndola, si no como ella era, a lo menos cuanto podían las lenguas de los más discretos ingenios. Al momento se coronó la casa de los nuestros de mucha gente, que los llevaba la curiosidad y el deseo de ver tanta belleza junta, según se había publicado. Llegó esto a tanto estremo que desde la calle pedían a voces se asomasen a las ventanas las damas y las peregrinas, que, reposando, no querían dejar verse; especialmente clamaban por Auristela, pero no fue posible que se dejase ver ninguna dellas.

Entre la demás gente que llegó a la puerta, llegaron Arnaldo y el duque, con sus hábitos de peregrinos, y, apenas se hubo visto el uno al otro, cuando a entrambos les temblaron las piernas y les palpitaron los pechos. Conociólos Periandro desde la ventana, díjoselo a Croriano, y los dos juntos bajaron a la calle, para estorbar en cuanto pudiesen la desgracia que podían temer de dos tan celosos amantes.

Periandro se pasó con Arnaldo, y Croriano con el duque, y lo que Arnaldo dijo a Periandro fue:

-Uno de los cargos mayores que Auristela me tiene es el sufrimiento que tengo, consintiendo que este caballero francés, que dicen ser el duque de Nemurs, esté como en posesión del retrato de Auristela, que, puesto que está en tu poder, parece que es con voluntad suya, pues yo no le tengo en el mío. Mira, amigo Periandro, esta enfermedad que los amantes llaman celos, que la llamaran mejor desesperación rabiosa, entran a la parte con ella la invidia y el menosprecio, y, cuando una vez se apodera del alma enamorada, no hay consideración que la sosiegue, ni remedio que la valga; y, aunque son pequeñas las causas que la engendran, los efetos que hace son tan grandes que por lo menos quitan el seso, y por lo más menos la vida; que mejor es al amante celoso el morir desesperado, que vivir con celos; y el que fuere amante verdadero no ha de tener atrevimiento para pedir celos a la cosa amada; y, puesto que llegue a tanta perfeción que no los pida, no puede dejarlos de pedir a sí mismo; digo, a su misma ventura, de la cual es imposible vivir seguro, porque las cosas de mucho precio y valor tienen en continuo temor al que las posee, o al que las ama, de perderlas, y esta es una pasión que no se aparta del alma enamorada, como accidente inseparable. Aconséjote, ¡oh amigo Periandro!, si es que puede dar consejo quien no le tiene para sí, que consideres que soy rey y que quiero bien, y que por mil esperiencias estás satisfecho y enterado de que cumpliré con las obras cuanto con palabras he prometido, de recebir a la sin para Auristela, tu hermana, sin otra dote que la grande que ella tiene en su virtud y hermosura, y que no quiero averiguar la nobleza de su linaje, pues está claro que no había de negar naturaleza los bienes de la fortuna a quien tantos dio de sí misma. Nunca en humildes sujetos, o pocas veces, hace su asiento virtudes grandes, y la belleza del cuerpo muchas veces es indicio de la belleza del alma; y, para reducirme a un término, sólo te digo lo que otras veces te he dicho: que adoro Auristela, ora sea de linaje del cielo, ora de los ínfimos de la tierra; y, pues ya está en Roma, adonde ella ha librado mis esperanzas, sé tú, ¡oh hermano mío!, parte para que me las cumpla, que desde aquí parto mi corona y mi reino contigo, y no permitas que yo muera escarnido deste duque ni menospreciado de la que adoro.

A todas estas razones, ofrecimientos y promesas respondió Periandro diciendo:

-Si mi hermana tuviera culpa en las causas que este duque ha dado a tu enojo, si no la castigara, a lo menos la riñera: que para ella fuera un gran castigo; pero, como sé que no la tiene, no tengo qué responderte. En esto de haber librado tus esperanzas en su venida a esta ciudad, como no sé a dó llegan las que te ha dado, no sé qué responderte. De los ofrecimientos que me haces y me has hecho, estoy tan agradecido como me obliga el ser tú el que los haces, y yo a quien se hacen; porque, con humildad sea dicho, ¡oh valeroso Arnaldo!, quizá esta pobre muceta de peregrino sirve de nube, que, por pequeña que sea, suele quitar los rayos al sol. Y por ahora sosiégate, que ayer llegamos a Roma, y no es posible que en tan breve espacio se hayan fabricado discursos, dado trazas y levantado quimeras que reduzgan nuestras acciones a los felices fines que deseamos. Huye, en cuanto te fuere posible, de encontrarte con el duque, porque un amante desdeñado y flaco de esperanzas suele tomar ocasión del despecho para fabricarlas, aunque sea en daño de lo que bien quiere.

Arnaldo le prometió que así lo haría, y le ofreció prendas y dineros para sustentar la autoridad y el gasto, ansí el suyo como el de las damas francesas.

Diferente fue la plática que tuvo Croriano con el duque, pues toda se resolvió en que había de cobrar el retrato de Auristela, o había de confesar Arnaldo no tener parte en él; pidió también a Croriano fuese intercesor con Auristela le recibiese por esposo, pues su estado no era inferior al de Arnaldo, ni en la sangre le hacía ventaja ninguna de las más ilustres de Europa; en fin, él se mostró algo arrogante y algo celoso, como quien tan enamorado estaba. Croriano se lo ofreció ansimismo, y quedó darle la respuesta que dijese Auristela, al proponerle la ventura que se le ofrecía de recebirle por esposo.

 

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Última actualización: 16/12/97.